9. La escrilectura del ‘Quijote’

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Tiene algo de perogrullada señalar que el Quijote no nos da a leer la historia original de don Quijote sino una lectura de esa historia. El narrador del Quijote de principio a fin, su sedicente segundo autor, no hace otra cosa que contarnos su lectura de la castellanizada Historia de don Quijote de la Mancha escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Lo cual da lugar a una versión que difiere suficientemente de la historia de Cide Hamete como para merecer el distinto título con que la conocemos: El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha.

No son igualmente evidentes, sin embargo, algunas de las consecuencias de ello.

I. Dos (o más) manuscritos y un lector

Aunque el segundo autor no aparezca hasta el final del capítulo 8, él era quien nos transmitía el incompleto relato del historiador anónimo que leemos hasta ese momento[1]. Seguiremos leyéndole hasta el final mismo de la novela cuando, tras citar a Cide Hamete, en la última frase de la novela, cede la palabra al “Cervantes” escritor de ambos Prólogos. Salvo la ambigua referencia a este segundo autor en tercera persona en el momento de la transición entre el historiador anónimo y Cide Hamete Benengeli[2], todo el relato está pues a cargo y en boca, o pluma, del segundo autor, aunque nada en su relato sea de su cosecha sino de origen y creación ajenos. El omnipresente segundo autor no es más que un retransmisor de material de terceros.

El segundo autor cita literalmente al historiador anónimo sin indicación alguna de su propia labor. Su tratamiento de la historia de Cide Hamete en cambio utiliza varias modalidades de discurso indirecto en el que se intercalan, como es característico en este estilo, abundantes contribuciones personales.

Si un único segundo autor cita a un único historiador sin nombre en estilo directo en los primeros ocho capítulos y, una vez nombrado, en tercera persona y en estilo indirecto en el resto de la novela, cabe deducir que no es probable que las diferencias narrativas entre uno y otro traslado se deban a diferencias entre los textos editados sino que son fruto del trabajo y de la voluntad del editor único de ambos manuscritos, el segundo autor. En otras palabras, que las diferencias de tratamiento de uno y otro bloque narrativo no se deban a la escritura de su autor, sino a la lectura editorial, a la recepción y no la emisión de los manuscritos.

Como no cabe concluir sino que el historiador anónimo y Cide Hamete son una misma persona,[3] y como sus relatos no solo tratan de un mismo asunto sino que uno es continuación milimétricamente ajustada del otro, el contraste entre la brevísima reproducción en primera persona y la extensísima en tercera persona sirve de llamada de atención sobre lo que más evidentemente los distingue, la labor del segundo autor.

Independientemente de cuál haya sido la razón cervantina para abandonar el relato anónimo y adoptar el recurso a un manuscrito encontrado de autor conocido, el carácter primordial del segundo tipo de narración es innegable. En vista de ello no parece descabellado aventurar, con una pequeña dosis de libertad interpretativa, que fundamentalmente la historia de don Quijote comienza en el capítulo 9, es decir, a partir del momento en que el relato exhibe su naturaleza de sedicente retransmisión lectora del texto de un conocido autor anterior, mientras que los capítulos 1 a 8, aunque imprescindibles como introito, funcionan más bien como pre-texto narrativo preparatorio del texto novelesco propiamente dicho.

 

II. Edición y escrilectura

Carece de novedad que un narrador novelesco se presente como transmisor de un texto ajeno. Que ese texto sea un manuscrito aleatoriamente encontrado es también recurso antiguo y común. Que además el manuscrito en cuestión sea exótico por razón de su autor y de su lengua, no es tampoco original, especialmente tratándose de libros de caballerías. Siendo todo ello de sobra conocido y frecuentemente practicado, o quizás por eso mismo, no ha dado lugar, sin embargo, a preguntarse cuál sea la naturaleza de una narración que se declara basada en otra narración, cuáles sean las diferencias narratológicas entre ellas, ni cómo esta particular postura narrativa afecta a distintos aspectos de cualquier novela y en este caso al Quijote.[4]

La retransmisión editorial de un relato ajeno no solamente presupone su lectura sino que en cierto sentido ha de considerarse transcripción de esta lectura. Llamemos ‘escrilectura’ a esta transcripción de la lectura de quien edita para distinguirla tanto de la escritura original que se edita como de cualquier otra lectura que no dé lugar a retransmisión alguna o, más ampliamente, que no sea comunicada por escrito a terceros. Conviene hacer la distinción para no ignorar el hecho indudable de que el texto de cualquier escrilectura editora es siempre categóricamente distinto del texto de la escritura original, por mínima que sea la diferencia entre ellos. No creo que sea difícil entender y aceptar que lo que el escritor original ‘quiere decir’ cuando escribe y lo que su editor o retransmisor ‘entiende que quiere decir’ no pueden coincidir más que idealmente, no realmente. En efecto, la lectura en la que se basa una retransmisión no depende sólo del texto y del contexto que edita sino también del contexto lector, es decir, de circunstancias lectoras ajenas al texto original. Señalar el carácter editor de una narración es pues recordar que la escritura del escritor editado ha sido filtrada por un lector cuya escrilectura ni duplica ni repite la escritura original, sino que más bien representa la recepción e intepretación modificadoreas de esa escritura.

Sean grandes o pequeñas sus diferencias, la sustitución del texto editado por el texto editor implica siempre una modificación interna del funcionamiento básico de la expresión, ese en el que un emisor comunica directamente con su receptor sin mediación alguna. A diferencia de este, en el caso de la retransmisión textual se inmiscuye en esa pareja básica un receptor del emisor original que actúa como emisor alternativo adicional para el receptor final. Al hacerlo, el objeto de la expresión cambia: el punto de vista del receptor inicial sustituye al punto de vista autorial, con lo que el receptor último no accede a la emisión original sino a la recepción de esta por el intermediario. El funcionamiento básico de la expresión se desdobla al interponerse este receptor-emisor entre el emisor original y el receptor último. No desaparece el autor en absoluto, pero en vez de expresar su propia realidad expresa la realidad alternativa de quien recibe su expresión, en vez de ofrecer su punto de vista, el autor ofrece el de uno de sus receptores.

Escamotear la emisión original sustituyéndola por su modificación interpretativa por un receptor-emisor intermedio significa que el objeto de la expresión final deja de ser el sentido intencional del emisor primero y pasa a ser el sentido entendido por el intermediario, o sea, no el sentido ideal inicial de la expresión sino el sentido actual final tal como ha sido entendido por el receptor intermedio, el sentido-en-efecto de la expresión en vez de su sentido-en-potencia.

No deja de haber cierta analogía entre la intertextualidad y la escrilectura, aunque no se trate precisamente de un fenómeno intertextual operativo entre textos independientes entre sí[5]. Pero, en buena cuenta, se acerca más al concepto de “transducción” tan profusamente utilizado por Jesús Maestro[6]. Lo entiende este como el proceso «del agente que transmite o lleva […] un objeto que por el hecho mismo de ser transmitido es también transformado, como consecuencia de la implicación o interacción con el medio a través […] del cual se manifiesta». Tanto la transducción como la escrilectura coinciden en ser expresiones no de una emisión sino de la recepción de una emisión. La diferencia principal entre ellas es, en primer lugar, que la escrilectura es un tipo de transducción interna al texto en vez de externa y posterior a él, y, en segundo lugar, que es un tipo de transducción producida por el escritor mismo, y no por terceros, para expresar la recepción o interpretación de una expresión anterior inmencionada, y no la emisión de esta expresión.

El procedimiento no es inusual, pues se da en cualquier discurso indirecto, pero no por común deja de ser conveniente resaltar la reduplicación expresiva que supone y sus consecuencias para analizar los actos de comunicación representados en el Quijote.[7]

III. De Las Meninas al Quijote

La evidencia de las imágenes ayudará a comprender mejor el procedimiento lingüístico. La ficción narrativa del Quijote es análoga a la conocida ficción pictórica velazqueña de Las Meninas en la medida en que la percepción del asunto representado es el elemento determinante y organizador en ambas composiciones.

Aunque la literatura interpretativa de Las Meninas es abundante y controvertida, es de todos aceptado que la pintura representa una escena palaciega tal como la ve no quien la pinta sino quien la observa. Velázquez sustituyó en ella su propio punto de vista por el de su espectador y en vez de pintar lo que tenía ante sí pintó la escena de la que formaba parte, el taller en el que se encontraba trabajando–sin recurrir a espejo alguno, no se olvide. Pintó pues lo que imaginaba que tenían ante sí quienes le observaban trabajar en la pintura de un lienzo, del que solo se ve el envés, en el que retrataba a los Reyes, cuyo haz con la imagen de estos es parcialmente reflejado en el pequeño espejo colgado detrás del pintor. En buena cuenta, Velázquez pintó la mirada de esos espectadores reales o, mejor dicho, el contenido de sus miradas, que se convierte así en el fulcro organizativo de la composición. Consecuentemente, el cuadro obliga a cualquier otro espectador a adoptar el punto de vista definidor de la pintura, el de los Reyes.

La analogía entre la novela y la pintura se debe a que tanto en uno como en otro caso lo representado es la realidad observada por un receptor y no la realidad observada por el autor. Lo mismo en Las Meninas que en el Quijote el punto de vista del emisor original, pintor o novelista, es sustituido por el de un receptor intermedio, espectador o lector, cuya perspectiva es la ofrecida al receptor final, de nuevo, espectador o lector. En el caso de la pintura, Velázquez pinta lo que ven los Reyes, y, por tanto, lo que ve cualquier otro espectador del cuadro. En el caso de la novela, Cervantes (d)escribe lo que lee el segundo autor, y, por tanto, cualquier otro lector de la novela. La representación de la realidad subjetiva de quien observa el taller de Velázquez, los Reyes, es análoga a la realidad subjetiva de quien lee la Historia de Cide Hamete Benengeli, el segundo autor.

IV. La inversión comunicativa

Evidentemente toda representación está determinada por la visión de quien la hace y en este sentido toda descripción de la realidad es subjetiva. Mas cuando esta inherente subjetivización universal no llama la atención sobre sí misma y se mantiene implícita en la expresión, no suele tenerse en cuenta. Caso distinto es aquel en el que la expresión destaca o hace insoslayable su naturaleza de contestación a otra expresión anterior, es decir, cuando la expresión incorpora visiblemente la recepción de una emisión ajena anterior y la re-emisión de esta recepción. Una vez advertido que la recepción de una emisión anterior es el objeto de la emisión final, estamos ante una expresión escrilectora en la que el doblete intermedio de emisión-recepción da lugar a la tríada final emisión-recepción-emisión. Lo cual ocurre, dicho en términos menos abstractos, cuando el hablante o descriptor no se expresa independientemente de cualquier estímulo exterior, sino como respuesta o bajo la influencia de una expresión o realidad ajena anterior, es decir, cuando la expresión incorpora el punto de vista propio al ajeno.

La escrilectura es quizás el más claro protocolo funcional de esa operación que sustituye a la emisión original por la emisión secundaria de su recepción, tal como ocurre en la edición, pero sus manifestaciones no se limitan a esta circunstancia editora. Se da igualmente en todos aquellos casos en los que el objeto de una expresión es la interpretación de otra expresión anterior y no esta misma. Cuando se comunica el sentido de una expresión tal como lo entiende su receptor en vez de limitarlo a su intensión original por el emisor se está expresando no lo que se quiso decir sino lo que se consiguió dar a entender. Significa pues abordar la expresión por el extremo opuesto al habitual, el de sus efectos en el receptor y no el de su propósito emisor: una inversión comunicativa basada en la interposición de ese jánico intermediario receptor-emisor entre el origen y el final de la expresión.

Esta inversión comunicativa es aplicable en multitud de ámbitos expresivos: el de cualquier representación de una aprehensión particular y concreta de la realidad; el del habla en tanto que contestación dialógica en vez de como afirmación monológica; el de los actos y las conductas como respuestas a estímulos externos y no como manifestaciones de voluntad autónoma. Todos estos tipos de expresión, extensiones o aplicaciones del procedimiento escrilector del segundo autor, se manifiestan en el Quijote con una frecuencia y una claridad que permiten considerar a la escrilectura como la plantilla semántica de la novela. Gran número de los episodios novelescos del Quijote, en efecto, se atienen a este tipo de representación y adoptan, por tanto, un modo discursivo análogo al de la escrilectura narrativa.

V. La traducción de la Historia de Cide Hamete

Al hablar de la recepción textual del segundo autor como fundamento narratológico del Quijote no es posible olvidar lo íntimamente que está relacionada con ella la traducción del morisco toledano. En términos generales, su labor es análoga a la de aquel en el sentido de que también él textualiza, castellanizándola, su lectura del texto árabe de Cide Hamete; otra escrilectura más, pues, que repite, y ausenta, un texto previo y ajeno modificándolo.

Pero el traslado del morisco aljamiado tiene además particularidades que perfilan aun más nítidamente, si cabe, el procedimiento escrilector, particularidades que no se darían en otro texto o con otro traductor. En primer lugar, porque su traducción es infiel, es decir, evidentemente personalizante: aunque el segundo autor le ruega que «volviese todos aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada»,[8] sabemos que el morisco se permite libertades que exceden los límites del encargo. Su voluntad y su interpretación de la materia que traduce modifican idiosincráticamente el original traducido. Primer rasgo de la escrilectura como procedimiento subjetivizante. En segundo lugar, porque el traductor morisco es el primero, antes que el segundo autor, en familiarizar a-la-castellana el exotismo del manuscrito arábigo, así como en legalizar su ilegalidad idiomática. Segundo rasgo típico, pues, de la escrilectura como adaptación a las circunstancias lectoras, no a las escritoras. En tercer lugar y llamativamente, porque la labor del morisco es emblemática de la antedicha inversión comunicativa (ese comenzar por el cabo, la percepción o recepción, como renovado origen del principio, la re-emisión) de la escrilectura que informa toda la novela. Inversión es, en efecto, la que lleva a cabo el traductor al convertir el derecha-a-izquierda del texto árabe en un izquierda-a-derecha castellano. Inversión solamente espacial y gráfica, sin duda, pero gráficamente paradigmática del cambio de dirección conceptual que supone crear un texto a partir de la recepción de otro texto ausente, en vez de hacerlo a partir de la emisión primigenia.

Este revés inaugural del traductor morisco, anterior al ejecutado luego narrativamente por el segundo autor, prefigura el enfoque general del Quijote, tan contrario al narrativamente habitual: focalización desde el punto de vista de los receptores, los lectores o los destinatarios reales y no desde el punto de vista de emisor, escritor o creador ideal alguno.

VI. La escrilectura quijotesca

En la medida en que su realidad está siempre condicionada por la lectura, es el protagonista quien manifiesta más evidentemente el procedimiento. No me refiero solo a su lectura libresca en el pasado, sino a su continuo leer después de abandonados los libros, a su actual lectura sin libros. En efecto, desaparecidos sus libros favoritos, la conducta demencial de Alonso Quijano sigue siendo sustancialmente la de actos de lectura: reacción lectora al universo literario en el que ha trastrocado su realidad circundante. Más que héroe-de-acción el don Quijote en el que se convierte Alonso Quijano es un héroe-de-reacción: reacción lectora en el pasado como afanoso lector de libros de caballerías, y reacción actual, acabada la lectura de libros reales, al vivir su realidad como si continuara leyéndola.

Alonso Quijano no imita a los caballeros descritos en sus antiguas lecturas, entre otras razones porque la conducta de estos que describen los libros de caballerías se limita a unos pocos hechos y situaciones caballerescamente pertinentes. El resto de su vida carece de interés y no se describe. Recuérdese lo extraordinario que resulta para el cura la historia de Tirant lo Blanc en la que, dice, “comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros de este género carecen”. La locura de Alonso Quijano, o sea, su conducta quijotesca, no puede seguir las pautas de sus héroes literarios más que en la medida en que los sigue leyendo en su propio entorno como antes los leía en el de aquellos. Su conducta es demencial porque, ya sin escritura que leer, persiste en su antigua postura lectora.

Permítaseme insistir brevemente. Al salir de su casa, expuesto a situaciones impensadas y casuales que nada tienen que ver con las descritas en sus libros de caballerías, Alonso Quijano no las afronta imitando a aquellas porque no existe posible correspondencia entre ellas. Se enfrenta a sus actuales circunstancias viviéndolas lo mismo que en su día vivió las aventuras librescas, sub specie lectionis. La conducta que el enloquecido Alonso Quijano imita es su anterior vivencia lectora. Por lo visto, aquella mirífica experiencia lectora con la que tanto disfrutaba en el pasado ha creado en él una adicción que, una vez desaparecidos los libros, sólo puede satisfacer mediante una lectura-sin-libros–de–caballerías, una pseudo-lectura de “caballerías”. Para poder seguir disfrutando su anhelada vivencia lectora es necesario que desaparezca la diferencia entre su vida lectora y su vida sin libros de modo que el mundo libresco del pasado invada todo el mundo que actualmente le rodea. Enloquecido por su adicción, el quijotizado Alonso Quijano ya no concibe más vida deseable que la encantadora y encantada vida lectora en la que viciosamente se regodeaba en el pasado.

Su pública conducta quijotesca viene a ser así escritura de su ininterrumpida lectura actual de la realidad circundante. Los hechos y los dichos de su vida en tanto que don Quijote no son sino transcripción de su alocada lectura de ese nuevo y ausente pseudo-libro de caballerías en que ha convertido su realidad circundante. Constituyen, en buena cuenta, una escrilectura existencial.[9]

Este carácter escrilector de su conducta ni siquiera desaparece cuando el caballero carece de realidad pseudo libresca alguna a la que responder, es decir, que leer. En efecto, cuando se ve obligado a suplir la falta de estímulo exterior legible y se ve obligado a inventárselo, seguirá haciéndolo escrilectoramente. No es tan enrevesado como parece. Dos muestras solamente, pero excepcionales por su conocido valor paradigmático de ambas Partes de la novela: la penitencia de Sierra Morena en la Primera y la visión en la Cueva de Montesinos en la Segunda.

En lo más apartado de Sierra Morena don Quijote se encuentra, como quien dice, en un desierto de estímulos externos a los que enfrentarse lectoramente, una especie de tabula rasa comunicativa. Para seguir manteniendo su postura escrilectora ante este vacío, el caballero se inventa un motivo y una causa para hacer penitencia, y ha de inventarlos de toutes pièces.[10] Pues bien, su invención sigue pautas de lectura literaria tanto en sus razones y en sus propósitos como en su ejecución: adopta básicamente la conocida postura literaria de “suspender voluntariamente la incredulidad” respecto de la ausencia de motivo alguno para la penitencia. Y así crea uno por arte de birlibirloque, porque, como le explica a Sancho «Ahí está el punto y esa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias. El toque está en desatinar sin ocasión».[11]

En la Cueva de Montesinos el hidalgo describe a sus interlocutores punto por punto una experiencia no ya afín sino precisamente lectora. Les ofrece su escrilectura de una visión, más que onírica simplemente ficticia, en todo acorde con criterios literarios, que le lleva imaginariamente desde la entrada en otro mundo, un mundo libresco, desde luego, hasta unos encuentros, parlamentos y sucesos igualmente dignos de un relato caballeresco cualquiera: Alonso Quijano describe lo que lee en la cueva de su imaginación literaria.[12]

VII. Un mundo de escrilecturas

No sólo el traductor, el narrador y el protagonista manifiestan, cada uno a su manera, la antedicha duplicación expresiva interna. El resto de la novela lo practica también al entrelazar una miríada de realidades subjetivas (perspectivistas, si se quiere) según las interpretaciones y percepciones de los distintos personajes. En el Quijote lo decisivo no suele ser qué hicieron los personajes sino cómo entendieron, contestaron o reaccionaron subjetiva y personalmente a sus circunstancias o a la conducta ajena.

Ejemplos destacados de ello tenemos, por mencionar solo unos pocos, en la intensa peripecia amorosa de Marcela, Grisóstomo y sus amigos, todos ellos intérpretes (receptores, pues, aunque enfrentados) de un mismo fenómeno sentimental o espiritual de desastradas consecuencias materiales: el amor que merece, y al que algunos creen que, recíprocamente, la obliga, la belleza de Marcela. A este motor es al que obedecen y remiten como efecto y consecuencia todos los acontecimientos del episodio.

O en el enfrentamiento amoroso, y, por ende, la contestación recíproca, de Cardenio, Dorotea, Luscinda y Don Fernando, cuyas historias tienen en común la proliferación de un único malentendido recíproco; y cuya solución es producto de la corrección de sus interpretaciones de la conducta y los sentimientos ajenos. No son los deseos amorosos activos de ninguno de ellos, en efecto, los que determinan el avance de la acción sino sus reacciones a la disrupción creada por Don Fernando. Todas ellas son consecuencia y respuesta de los enamorados a la injerencia del aristócrata, alguien que, a su vez, más que agente voluntario de sus deseos es también víctima de sus instintos.

O en la novela interpolada de El curioso impertinente, cuyos personajes se encuentran esclavizados por su decisión de ordenar su vida amorosa como respuesta a la conducta amorosa ajena. Su enfermiza curiosidad, ya se sabe, no les lleva a analizar, expresar o alimentar el amor que cada uno siente, sino que se aplica exclusivamente al amor que reciben, o que creen y esperan recibir, de otros.

Por no hablar del retablo de Maese Pedro, a cuyos muñecos inermes sólo anima la credulidad de los espectadores. O de la autoridad y autoría respectivas de Cervantes y de Avellaneda, que tanto uno como otro someten al tribunal de sus lectores. O, más generalmente, el que toda la Segunda Parte de la novela trate de las multifacéticas reacciones de unos y otros a la lectura o al conocimiento de la Primera Parte, o sea, que una Parte sea, en sentido lato, respuesta lectora a la otra.

Ni podemos olvidar tampoco que la recepción del segundo autor del manuscrito de Cide Hamete Benengeli es paradigmática de nuestra propia recepción, lectura e interpretación del Quijote. Lectores como somos de su escrilectura, nos vemos retratados en él.[13] Como él, actualizamos y personalizamos lo que leemos, consciente e inconscientemente, según nuestras circunstancias, nuestras necesidades o nuestros propósitos. Tan es así que se puede decir sin temor a equivocarse que ni nuestro Quijote es igual al de ningún otro, ni siquiera nuestro Quijote de hoy será el mismo que el de ayer o el de mañana. Todo ello sin dejar de ser el Quijote de todos.

VIII. Coda

Lo que el Quijote nos da a leer no es lo que varios historiadores escribieron del caballero sino lo que uno de sus lectores, el segundo autor, entendió de la escritura de estos, sean uno o varios. Consecuencia paradójica de ello es que su autor declarado, Cide Hamete Benengeli, resulte textualmente implícito: implicado, o sea, oculto en el pliegue textual de la lectura de su texto, en la escrilectura del explícito segundo autor. Y adviértase que la novela no propone la autoría del segundo autor como colaborador de igual rango y naturaleza que el escritor al que lee y edita. Su autoría se limita a la de publicar su percepción lectora de la información generada por otro. Autoría derivada que, a primera vista, parecería distinta de la primigenia del autor del texto leído, si no fuera porque, en buena cuenta, todas las autorías resultan ser versiones de textos anteriores, es decir, producto de la recepción de textos anteriores.

Ahora bien, aun cuando todo texto sea producto de la recepción de textos anteriores, no todos lo señalan tan agudamente como lo hace el Quijote. Superlativamente aplicable como es ello al Quijote, se ha dicho a menudo que se trata de un libro de libros o sobre los libros, un ejercicio novelesco metaliterario. Pero no se ha insistido suficientemente, a mi parecer, sobre el ámbito en el que tiene lugar esta reduplicación o reflexión de un libro en otro. Se da por descontado, creo que por impensado, que el nexo operativo entre ellos es la escritura, bajo cualquiera de sus modos intertextuales: parodia, imitación, crítica, etc.; en definitiva, se presupone que el nexo metaliterario es un nexo escritor. Creo, en cambio, que el nexo eficiente, desde luego el nexo que a Cervantes le interesaba, del que trató y al que se aplicó tan deslumbrantemente, es un nexo lector, es la lectura en sus distintos modos y consecuencias. La actualización lectora de un texto, única y última realidad literaria, es metaliteraria en la medida en que implica siempre la reflexión y la reciprocidad de dos textos, el texto virtual de la escritura y el texto que su lectura realiza.

A juzgar por sus escritos creo que este era el nexo que a Cervantes le interesaba, del que trató y al que se aplicó tan deslumbrantemente. Su atención a la literatura en y por los lectores, digamos, a la literatura-en-efecto, en vez de a la literatura en y por los escritores, simple literatura-en-potencia, no solo respondía a la conocida preocupación coetánea por los peligros de ciertas lecturas, sino que iba mucho más allá, en el tiempo, en el espacio e intelectualmente, cuando supeditaba la producción escritora a la producción lectora y centraba integralmente el fenómeno literario en la lectura.

Bibliografía

Cervantes, Miguel de, Don Quijote de la Mancha. Edición de Francisco Rico. Edición revisada y renovada, segunda con esta presentación: mayo de 2015. Madrid, Alfaguara, 2015

Díaz Migoyo, Gonzalo, “El sueño de la lectura en la Cueva de Montesinos”, Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas 21-26 de agosto de 1995, Birmingham, Vol. 2, 1998 (Estudios áureos I, coordinado por Jules Whicker), ISBN 0-7044-1900-9, págs.187-193.

—, “La locura de leer: Don Quijote en Sierra Morena”, Actas del V Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Münster 20-24 de julio de 1999, coordinado por Christoph Strosetzki, 2001, ISBN 84-8489-019-8, págs. 422-428.

Maestro, Jesús G., «El concepto de transducción literaria», Crítica de la Razón Literaria. El Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2004-2015. Edición digital en <https://goo.gl/CrWWpK>

  1. Además del contenido de la caja de plomo (los poemas de los Académicos de Argamasilla y los epitafios de Don Quijote), funcionalmente igual al relato anónimo.
  2. Es mencionado en ese momento en tercera persona, lo cual ha dado pie a un mínimo debate sobre si hay que considerar a este hablante como otro narrador o si el mismo segundo autor se está refiriendo a sí mismo en tercera persona. Sea una u otra la conclusión, no disminuye ni modifica la función editorial del segundo autor. Es igualmente debatible, aunque con bastante menos justificación, la posibilidad de una primera presencia en primera persona del segundo autor en la siguiente oración del capítulo II: «Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día […]». Los argumentos pertinentes no son los mismos en uno y otro caso. Parece evidente, en efecto, que este “yo” corresponde al mismo escritor que no quiere acordarse del nombre del lugar de La Mancha.
  3. Recuérdese que aunque con una distancia de diez años y cientos de páginas, en el final de la Segunda Parte el segundo autor revela que el anónimo autor inaugural del primer capítulo, aquel que decía no acordarse del nombre del lugar de la Mancha donde vivía don Quijote, no era otro que Cide Hamete Benengeli: “Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Edición de Francisco Rico. Edición revisada y renovada, segunda con esta presentación: mayo de 2015. Madrid, Alfaguara, 2015, p. 1104. ¿Cabe achacar esta sorprendente declaración a la inatención cervantina? Aun cuando sean muchas inconsecuencias e incongruencias que estemos acostumbrados y dispuestos a percibir en la novela, no deberíamos endosar al descuido autorial aquellos extremos que, por mucha violencia que hagan a nuestras interpretaciones preferidas, se basan en afirmaciones paladinas.
  4. La cuestión ha sido abundantemente tratada en términos generales por quienes trabajan sobre el registro paródico de la novela. El número y la variedad de puntos de vista de los trabajos sobre este asunto hace no ya imposible, sino impertinente singularizar ninguno de ellos. En todo caso, además, todos ellos se diferencian de la aproximación que aquí se adopta por que atienden a la escritura del texto, a su emisión o producción, en vez de a su lectura, es decir, a su recepción. Entienden que la parodia se da entre dos textos independientes entre sí, de los cuales el texto paródico expresa la intención crítica o cómica del escritor respecto del texto paródicamente aludido. En nuestro caso la relación y la naturaleza de ambos textos son distintas: uno de ellos, el directamente legible y expreso, es el texto producido por la interpretación de otro texto ilegible implícito en él. Este texto interpretativo no expresa la intención del emisor del texto interpretado, sino su comprensión por el receptor que lo interpreta. Dicho de otro modo, mediante la escrilectura el autor escribe lo que uno de sus lectores comprende de un texto implícito inaccesible al lector último.
  5. Los estudios sobre la intertextualidad del Quijote atienden generalmente a su paralelismo con los textos a los que alude. En el caso de la escrilectura, sin embargo, este paralelismo no se da entre textos independientes, sino en un mismo texto en el que internamente existe el doblete constituido por un texto emitido que solamente se conoce gracias al texto de su recepción. El fenómeno comunicativo de la escrilectura no atañe, pues, a dos textos sino a dos instancias de un mismo y único texto, de las cuales solo se da a conocer la última, la receptora, ofrecida com nueva emisión. Si intertextualidad hay en la escrilectura, se trata de una especie muy particular de ella que habría que distinguir de la acostumbrada llamándola intertextualidad interna, digamos intratextualidad.
  6. Entre otros muchos lugares en «El concepto de transducción literaria», Crítica de la Razón Literaria. El Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2004-2015, I, 4.4.3.
  7. Señalar la naturaleza escrilectora del texto del Quijote supone reconocer en él como nuevo nivel narrativo el de la escrilectura. Conviene aclarar que el escrilector es distinto tanto del narratario (figura ideal que no es sino el negativo textual del narrador) como del lector textual (figura igualmente ideal que reproduce fielmente la intención del escritor-en-el-texto). A diferencia de ambos, el escrilector quijotesco, en este caso el segundo autor, es un receptor con entidad propia cuyo rasgo más destacado es ser un lector (ficticiamente) real del (ficticio) historiador árabe, no su lector ideal. (Más adelante se tratará de la traducción del morisco aljamiado, que es lo que en realidad lee el segundo autor, escrilector, pues, en segundo grado). Lector real, digo, porque aunque Cide Hamete haya asignado una posición implícita a su lector–posición que desconocemos, al desconocer el texto del historiador–, no es esta la que adopta el segundo autor, cuya lectura ni se atiene ni tiene por qué atenerse a ella. De hecho, su postura como receptor del manuscrito histórico queda perfilada breve pero nítidamente cuando describe en primera persona las circunstancias de su búsqueda, de su hallazgo y de su utilización del manuscrito, así como sus frecuentes opiniones sobre el historiador, circunstancias todas ajenas y desconocidas de Cide Hamete. La lectura y la consecuente escritura del segundo autor, a diferencia de la escritura de Cide Hamete, es reconociblemente contemporánea y local para los lectores coetáneos de la novela. Todo lo cual no niega la existencia, a su vez, tanto del propio narratario del segundo autor como de su lector implícito o textualizado, al que tampoco hay que confundir con el lector real del Quijote, que puede aceptar la prefiguración autorial del segundo autor o ignorarla, leyendo a su aire y con independencia de ella.
  8. Obra citada, p. 86.
  9. Una vida que al quedar reflejada en la memoria y la fama locales, o en los escritos de sus diversos biógrafos, da pie a documentos y monumentos históricos que otros escritores descifrarán, entre ellos Cide Hamete Benengeli (quien, en la parte anónima de su relato, efectivamente confiesa haberlos rebuscado y acopiado, aunque su editor, el segundo autor, elimine luego los detalles que de esta tarea historiográfica preparatoria probablemente ofrecía el historiador arábigo en el relato autorizado con su nombre). Los biógrafos del caballero, lectores también antes de emprender su propia escritura historiográfica, satisfacen así el deseo expreso, y la predicción, de este de que su vida perdure no tanto en, o mediante, el registro testifical directo e inmediato de sus hechos como en, o mediante, la lectura e interpretación de una variedad de relaciones escritas y orales previas a la escrilectura historiográfica.
  10. Téngase en cuenta, además, que el concepto mismo de penitencia es ya, evidentemente, de carácter reactivo: se hace penitencia por o a causa de ciertos actos o circunstancias que así lo exigen.
  11. Gonzalo Díaz Migoyo, “La locura de leer. Don Quijote en Sierra Morena”, Actas del V Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Münster 20-24 de julio de 1999, coordinado por Christoph Strosetzki, 2001, ISBN 84-8489-019-8, págs. 422-428.
  12. Gonzalo Díaz Migoyo, “El sueño de la lectura en la Cueva de Montesinos”, Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas 21-26 de agosto de 1995, Birmingham, Vol. 2, 1998 (Estudios áureos I, coordinado por Jules Whicker), ISBN 0-7044-1900-9, págs.187-193.
  13. Y, de hecho, si decidiéramos transmitir nuestra lectura a otros plasmándola por escrito, nos convertiríamos en escrilectores o segundos autores adicionales de su escrilectura, modificándola idiosincráticamente–precisamente como yo vengo haciendo en esta re-presentación de ella. La exterioridad de nuestra retransmisión respecto del texto interpretado nos haría encajar de lleno, ahora sí, en la más amplia categoría de transductores.

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8. La paradójica identidad del morisco Ricote

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Al final del episodio dedicado a Ricote en la II Parte del Quijote, el morisco defiende la expulsión de su pueblo y elogia ditirámbicamente a su ejecutor, el conde de Salazar, así como a Felipe III por haber ordenado la medida. Parece inapropiado que quien ha sido víctima de la expulsión elogie a sus verdugos, sobre todo teniendo en cuenta el tono de la alabanza. Sorprende además que con ella Ricote arguya contra sí mismo, pues lo hace como objeción a los planes de sus benefactores barceloneses para que padre e hija permanezcan en España. Ni es posible ignorar que la objeción enmienda la plana, cuando no tacha de ingenuos, a estos mismos benefactores, caballeros tan significados como don Antonio Moreno y el propio Virrey de Cataluña.

Les recuerdo el tenor de estas asombrosas palabras de Ricote:

De allí a dos días trató el visorrey con don Antonio qué modo tendrían para que Ana Félix y su padre quedasen en España, pareciéndoles no ser inconveniente alguno que quedasen en ella hija tan cristiana y padre, al parecer, tan bien intencionado. Don Antonio se ofreció venir a la corte a negociarlo, donde había de venir forzosamente a otros negocios, dando a entender que en ella, por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas dificultosas se acaban. -No –dijo Ricote, que se halló presente a esta plática– hay que esperar en favores ni en dádivas, porque con el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsión, no valen ruegos, no promesas, no dádivas, no lágrimas, porque, aunque es verdad que él mezcla la misericordia con la justicia, como él ve que todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido, usa con él antes del cauterio que abrasa que del ungüento que molifica; y así, con prudencia, con sagacidad, con diligencia y con miedos que pone, ha llevado sobre sus fuertes hombros a debida ejecución el peso desta gran máquina, sin que nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayan podido deslumbrar sus ojos de Argos, que contino tiene alerta, porque no se le quede ni encubra ninguno de los nuestros, que, como raíz escondida, que con el tiempo venga luego a brotar y a echar frutos venenosos en España, ya limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía. ¡Heroica resolución del gran Filipo Tercero e inaudita prudencia en haberla encargado al tal don Bernardino de Velasco! (1052-3) [ref] Cito por el número de página de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. (Madrid: Alfaguara, 2004).[/ref]

A la pesimista, pero quizás justificada, desesperanza acerca del éxito de las futuras gestiones en su favor, Ricote añade, con dudosa pertinencia, una condena sin paliativos de su propia casta, un acuerdo total con la voluntad de no hacer excepción alguna y el temor de que el más mínimo residuo morisco haga peligrar la salud de España. Ni sombra en todo ello de otra cosa que un fervoroso patriotismo antimorisco. Ricote no sólo acata la expulsión sino que la defiende y la justifica; más aun: parece que la exigiera.

¿A santo de qué esta detonante declaración de ortodoxia patriótica cristianovieja? ¿O se trata acaso de todo lo contrario, de un elogio sarcástico que significa puntualmente lo contrario de lo que expresa?

La interpretación de estas palabras de Ricote tiene solo tres posibilidades: o miente o es irónico o es literalmente sincero.

En caso de mentir Ricote pretendería engañar a sus interlocutores acerca de su patriotismo. Habría que suponer entonces que para ellos la postura antimorisca es sinónimo de patriotismo hispano: tanto mayor patriotismo cuanto mayor sea la intransigencia antimorisca. Pero dada la liberalidad que demuestran sus benefactores en la materia no parece que sea esta una equivalencia aceptable. Por otra parte, las buenas intenciones de Ricote ya eran conocidas y apreciadas por los señores barceloneses y no hacía falta confirmación adicional alguna. Sobre todo, ¿cómo advertiríamos nosotros la insinceridad de Ricote mientras que ellos la desconocen? Resulta inverosímil que Ricote pretenda, y menos consiga, engañar a los señores barceloneses; es decir, que mienta.

¿Es acaso más razonable suponer que se expresa irónicamente? Sea cual sea la intención de una ironía–sarcástica, humorística, mayéutica, etc.–, siempre consiste en declarar precisamente aquello que una realidad conocida por el interlocutor hace impredicable del sujeto o de la materia en cuestión. La ironía nunca pretende engañar. Si lo hace es que se malentiende, es decir, deja de existir como tal ironía. Resultaría entonces que la realidad que invalida los elogios y a la que Ricote alude irónicamente sería nada menos que la siguiente: sabido que don Bernardino de Velasco sí atiende a ruegos, promesas, dádivas y lástimas, sería irónico, por inconcebible, suponerle virtud alguna en este terreno; lejos de haber ejecutado la expulsión adecuadamente, se daría también por sabido que se ha visto deslumbrado por las industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes de los moriscos; en consecuencia, nada más lejos de la verdad que el que España quede limpia y desembarazada de los temores en que estos la tenían. La escandalosa conclusión irónica sería que la resolución de Felipe III fue todo menos heroica, y que fue una imprudencia encargársela a quien lo hizo. Por muy elogioso que fuera el tenor literal de las palabras de Ricote sus interlocutores barcelonesas no podían tolerar estas escandalosas implicaciones. No es verosímil por tanto que el morisco se exprese irónicamente ni pretenda que se le entienda irónicamente.

¿Será en cambio que Ricote no es el autor sino la víctima de esta ironía; quiero decir que la ironía del pasaje consista en que sea un morisco quien exprese sinceramente tales elogios? Ya no se trataría entonces de una ironía de expresión (del personaje, de Ricote) sino más bien de una ironía circunstancial o de situación dirigida a los lectores por el autor, Cervantes. Dejemos de lado la absurda inconsecuencia que ello supondría en la caracterización del personaje, pues haría de Ricote poco menos que un mentecato incoherente cuando tan avispado nos parece. El funcionamiento semántico de la ironía sigue teniendo las mismas exigencias de siempre: entendemos que hay ironía cuando consideramos inaceptable lo que se afirma o, en este caso, se describe. ¿Cuál sería la creencia de los lectores que les hiciera entender que es irónico que un morisco diga sinceramente lo que dice Ricote? Sin duda sería que un morisco no puede tener semejanza alguna con los partidarios de la expulsión, es decir, con quienes consideraban a los moriscos un peligro nacional; que ni puede pensar como ellos, ni puede hablar como ellos.

Se echa de ver que esta opinión desconoce o rechaza la posibilidad de cualquier otro tipo de morisco que no sea, precisamente, el imaginado por sus detractores. Lo cual poco o nada la distinguiría de la injusta postura antimorisca de la época.

No hace falta entrar en consideraciones generales acerca de la propiedad o impropiedad con que cualquier reo puede aceptar, incluso alabar, a su juez, a su verdugo o al orden penal que le castiga. No sería nada difícil imaginar casos perfectamente verosímiles de ello. Pero vayamos a casos concretos, por ejemplo, el de este morisco de Arévalo, que en 1611, expulsado de España, escribe así a un amigo cristiano viejo desde San Juan de Luz:

También dizen quel Gran Turco aze mui grande armada, no se sabe para do más de que los moriscos de España, particularmente los granadinos, andan con gran solizitud llebando muchos presentes al Gran Tur[co] y procurando azer las mentiras berdaderas, assí que pues dezían que no abía quien abisase de nenguna de las que se imaxinaban contra España yo con mui buen zelo abiso y digo questá muy a cuenta a Su Maxestad de sacar de rraíz los moriscos] dese rreino dezendientes de moros, aunque finxan ser buenos católicos son ypócritas, que de temor comen y beben, y de los tales se pueden fiar menos los católicos. [ref] Serafín de Tapia, “Los moriscos de Castilla la Vieja, ¿una identidad en proceso de disolución?”, Sharq al-Andalus, 12 (1995), p. 195.[/ref]

Muchos moriscos debió de haber que así se expresaban porque así lo sentían. No creo que fueran excepcionales. Sin duda todos en la época conocían a más de uno este cariz. Ricote sería uno de ellos. ¿No es precisamente esto lo que nos demuestra el sencillo Sancho cuando se encuentra con su antiguo vecino?

Claro que la existencia real de este tipo de morisco no disminuye un ápice su carácter paradójico. Si acaso, lo agrava extraordinariamente al llevar la contradicción lógica al terreno de la vida diaria. Existieron moriscos cuyas creencias y compromisos les hacían al mismo tiempo víctimas de la expulsión y verdugos de sí mismos, víctimas tanto más injustas, además, cuanto más patrióticamente justificaran su castigo.

La paradoja no le pasó inadvertida a Cervantes. Al contrario, convirtió esta sorprendente, pero real contradicción, tanto más aguda cuanto más sincera, en el meollo del drama del morisco Ricote.

El retorno de los expulsados planteaba este drama con mayor nitidez que su expulsión. Ya el número de moriscos vueltos a España haría sin duda reflexionar a muchos sobre el porqué de estos retornos y sobre la medida en que ponían en duda muchas de las maniqueas justificaciones de la expulsión, tan abundantes una vez acabada esta. Pero es que además el hecho mismo del retorno era ya un mentís a la creencia según la cual los moriscos no eran ni verdaderos cristianos ni, por ende, verdaderos españoles, sino criptomahometanos y enemigos ocultos de España. Pues era evidente que los que volvían, o se quedaban, no lo hacían por deseo de seguir practicando su mahometismo en España, como tampoco era razonable suponer que volvieran para tener mejor oportunidad de traicionar a España. Volvían o por amor a su tierra o por fidelidad a su religión cristiana—precisamente los dos motivos que declaran, respectivamente, Ricote y su hija.

La cuestión que los retornos planteaban no se limitaba a la justicia o injusticia, beneficio o perjuicio, eficacia o ineficacia de la expulsión. La cuestión era sobre todo cuál era la verdadera identidad del morisco y, de hilo en ovillo, la de la identidad nacional española, ambas dialécticamente unidas. ¿Era España más o menos española después de la expulsión? ¿En qué consistía la identidad cristianovieja y en qué su contraria, la cristianonueva? ¿Qué revelaba acerca de ellas una identidad tan sorprendente, tan paradójicamente híbrida como la de los retornados?

La historia de Ricote, prismatizada por su retorno, no se limita solamente al drama personal del “buen morisco”—me resisto a utilizar este término sin señalar que implica ilegítimamente la existencia de un “mal morisco”, este arquetípico  y aquél excepcional. La paradoja de que, sintiéndose de acuerdo con los españoles que le expulsan, él mismo apruebe su exilio como traidor a España amplía la significación del episodio más allá del drama individual llevándolo al terreno de la identidad nacional española.

El drama de esta contradictoria identidad se desarrolla en tres tiempos en crescendo: primero, Ricote y Sancho (capítulo 45): realidad cotidiana de la identidad morisca; segundo, Ricote y Ana Félix (capítulo 63): riesgos y avatares de la identidad morisca; finalmente, Ricote y los señores barceloneses (capítulo 65): aporía de la identidad morisca.

El primer movimiento es el de la resignación patriótica de quien confiesa su amor a España al mismo tiempo que acepta la necesidad de abandonarla, una aceptación equivalente a un sacrificio patriótico. Del mal el menos: el precavido Ricote ha encontrado en Alemania, cerca de Augsburgo, una alternativa a su imposible vida en España. Se trata de un lugar donde se “podía vivir con más libertad porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas; cada uno vive como quiere porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia.” Aun cuando esa libertad de conciencia no fuera del agrado de un español antirreformista, es decir, aun cuando no fuera Alemania el lugar idóneo para un católico postridentino, para Ricote sí supone mayor libertad que la que tenía en España en la medida en que no se practica en ella esa continua y minuciosa discriminación española de la que eran víctimas principales los cristianos nuevos, pero que también desasosegaba a los cristianos viejos con las muchas “delicadezas” de la limpieza de sangre.

La situación actual de Ricote no es pues calamitosa: ha asegurado casa en una ciudad tranquila, por más que no sea la suya natural, su dinero sigue escondido en lugar seguro, y su familia le espera en Argel, o eso cree él, de donde cuenta llevársela a Alemania. En cualquier caso, su retorno a España no es permanente sino momentáneo, aunque imprescindible para llevar a bien el cambio de domicilio a que le obliga el destierro.

Destaca ya en esta primera parte del relato la existencia de la contradicción de su identidad nacional: víctima del exilio, por un lado, Ricote en ningún momento se considera diferente de los demás moriscos ni, por tanto, injustamente castigado. Como todos ellos llora “por España, que en fin nacimos en ella y es nuestra patria natural.” Pero eso no impide que, por otro lado, comprenda y defienda la expulsión porque “no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa,” sentimiento este que, evidentemente, le distingue de sus congéneres, esos “enemigos,” hermanándole con aquellos a quienes los enemigos amenazan, los españoles no moriscos.

Se podría fácilmente armonizar la enemistad y el amor de los moriscos por España señalando que eran enemigos de la España oficial y amantes de otra España, por muy utópica que esta resultara. Lo curioso es que el morisco Ricote sea simultáneamente enemigo y defensor de una misma España oficial. Su identidad, al descubrirse a Sancho con la confianza que les da su amistad, tiene dos caras que nos parecen antitéticas. Nos parecen digo, porque para Sancho y para Ricote la contradicción, si la hay, se vive como realidad de dolorosas consecuencias pero no como un absurdo. Es sin duda análoga a la contradicción natural en que se debatían quienes asistieron a la expulsión de la hija de Ricote, quien

Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas y a cuantos llegaban a verla y a todos pedía la encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto con tanto sentimiento que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fe que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino, pero el miedo de ir contra el mandado del Rey los detuvo. (1075-6)

Estas palabras del final del primer segmento del episodio dejan en suspenso la historia de la hija de Ricote y, por tanto, la conclusión del periplo español del morisco. Ambos se reanudan en el segundo segmento, en Barcelona, cuando Ricote, una vez recuperado su tesoro, se encuentra con ella.

El retorno de Ana Félix, a cuyo momento liminar asistimos, no puede ser ni más público ni más encubierto; es decir, por ambas razones, no puede ser más peligroso: ante una muchedumbre de espectadores, el bergantín turco que capitanea es descubierto, perseguido y apresado por las galeras de vigilancia de la costa, y ella, disfrazada de varón, es públicamente juzgada y condenada a muerte por el general de la flotilla española.

Ana Félix, que, lo mismo que su padre había vuelto disfrazada en busca del tesoro familiar y que, como él, también dejaba en Argel a sus seres queridos, se ve obligada a descubrir su identidad todavía oculta bajo el disfraz de varón turco. Su padre, disfrazado de nuevo de peregrino tudesco, tendrá también que abandonar su disfraz para confirmar la identidad de su hija. Todo ello ocurre en público y ante las más altas autoridades barcelonesas. El paralelo de sus acciones se prolonga cuando ambos completan su desenmascaramiento e identificación mediante sendas confesiones públicas de toda su vida y persona. A consecuencia de ellas ambos se encuentran en muy precaria situación: la hija, condenada a muerte, el padre, reo confeso del delito del retorno, además del igualmente serio de pretender sacar de España su tesoro. Temiéndose los inevitables castigos Ricote suplica en nombre de ambos:

 Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías por la integridad de vuestra justicia pueden abrir puertas a la misericordia, usadla con nosotros que jamás tuvimos pensamiento de ofenderos ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros, que justamente han sido desterrados. (1155)

Podría parecer que es el peligro en que se ven el que le hace desvincularse de las malas intenciones de sus congéneres y reconocer la justicia del destierro. Es decir, podría parecer que sus palabras son interesadas y falsas, si no fuera porque recordamos que en muy distintas circunstancias, solo ante su amigo Sancho, sin el peligro inminente y cierto en que se encuentran ahora él y su hija, había manifestado los mismos sentimientos, incluso con más vehemencia de la que muestra ahora.

Lo que desde luego no pide Ricote es permiso alguno para permanecer en España. No sería el momento, sin duda, ante la inminencia del castigo por unas conductas tan palmariamente delictivas como la de su hija y la suya propia. Pero es que además ya sabemos que sus planes no contemplan esta posibilidad y que la alternativa alemana es razonablemente positiva.

Mientras que los avales del padre son sus buenas intenciones patrióticas y su riqueza, para la hija lo serán su cristianismo y su belleza. Esta es la que le salva la vida “dándole una carta de recomendación” para el Virrey, a quien, gracias a ella, “le vino deseo de escusar su muerte.”

Una vez perdonados, no puede dejar de sorprender a Ricote, sin embargo, que el Virrey y don Antonio Moreno entorpezcan sus cuidadosas previsiones pretendiendo conseguir en la Corte el permiso para que padre e hija permanezcan en España. Este es el asunto del tercer segmento del episodio, en el que se exacerba la paradoja del morisco patriota ante la posibilidad de anulación del destierro.

Quizás parezca inverosímil la magnanimidad de una autoridad tan destacada como el Virrey catalán, y no menos la de don Antonio Moreno, dispuestos ambos a dar la cara por los moriscos ante el gobierno central. Pero no fueron infrecuentes las solicitudes de perdón o exención del exilio hechas por significados personajes de la época en nombre de muchos moriscos, aunque no sin duda en circunstancias tan fortuitas como las presentes. Era además bien conocida la legislación que permitía estas peticiones de excepción. A pesar de ello no colijo aquí intento cervantino de reflejar ni abonar postura histórica alguna, sea esta la de los catalanes a diferencia de los castellanos, la de los que se oponían a la expulsión, o la de los partidarios de medidas más moderadas. La función de esta libreralidad oficial barcelonesa me parece estrictamente narrativa como justificación de la última y más contundente declaración de Ricote. Y si exageración hay en esta contradicción, creo que se debe al exceso mismo de la intención de sus benefactores, a la que contesta, más que voluntad alguna de Cervantes de hacer increíble o insincera, por excesiva, la declaración del morisco.

En cualquier caso, como ya he señalado, Ricote no hace sino volver a manifestar la misma contradicción patriótica que ya había mostrado anteriormente. En este sentido, sus palabras últimas son consecuentes con su conducta y con sus palabras anteriores. El disfraz, omnipresente a lo largo del episodio, es el correlato objetivo de la paradójica identidad del morisco. De hecho, el disfraz, apariencia sin sustancia, acaba siendo su única realidad. No porque sea él quien elija esta falta de sustancia, sino porque es la que le impone su sociedad en tanto que morisco. El disfraz, quiéralo o no, es su identidad.

Es significativo a este respecto que cualquier referencia a la españolidad de Ricote, o al cristianismo de Ana Félix, hecha por terceros o hecha por ellos mismos, suscite siempre una sospecha de lo contrario, de de extranjerismo o de insinceridad; es decir, tenga siempre visos de apariencia engañosa. Por ejemplo, cuando el narrador precisa que Ricote habla “sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana”, está ineludiblemente sugiriendo el carácter postizo del idioma castellano para Ricote, aun cuando lo domine. El prejuicio es que su castellano silencia o enmascara, pero no se sustituye, a su lengua morisca nativa. Asimismo, cuando Ana Félix explica: “Mamé la fe católica en la leche, criéme con buenas costumbres. Ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi parecer, di señales de ser morisca”, (1152) es innegable la insinuación que su condición de morisca ha sido eficazmente ocultada o reprimida, pero no anulada, por un cristianismo que sólo la disfraza.

Adviértase, en cambio, cómo el enamorado de Ana Félix, el variamente llamado don Pedro Gregorio, don Gaspar o don Gregorio (sin que, sintomáticamente, esta variedad empezca en nada a su identidad), se mezcla y se confunde con los moriscos expulsados, se hace incluso amigo de los tíos de Ana Félix, “porque sabía muy bien la lengua.” Esta sabiduría en ningún momento pone en duda ni su españolidad ni su cristianismo. Y es que se trata de un cristiano viejo, por definición alguien cuya identidad es independiente de la apariencia que adopte. Por eso sin duda es por lo que puede hacerse pasar no ya por morisco sino incluso por mujer sin que su identidad de varón español se resienta en lo más mínimo.

Algo parecido ocurre con el cristiano renegado: “Reincorporóse y redújose el renegado con la Iglesia y de miembro podrido, volvió limpio y sano con la penitencia y el arrepentimiento”.(1165) Como cristiano viejo, aun renegado, carece de disfraz: sencillamente ha adoptado en un momento una identidad contraria, que en otro momento puede abandonar para recuperar la primitiva sin sombra de sospecha de falsedad.

En contraste con los desgraciados moriscos, los cristianos viejos no sufren el riguroso síndrome del disfraz. No es sorprendente puesto que se considera cristiano viejo a todo aquel de quien no se pueda demostrar que es o desciende de cristianos nuevos, es decir, de seres disfrazados, de cristianos al estilo de los moros o de moros de apariencia cristiana. Dicho de otro modo, era cristiano viejo todo aquel de quien no se podía demostrar, o sospechar, que su cristianismo fuera solo aparente.

En este sentido me parece inquietante que al leer hoy el episodio se siga sospechando de la sinceridad de Ricote, que se sigan queriendo entender sus paradójicas declaraciones de patriotismo como máscara ortodoxa que ocultaría una realidad heterodoxa. Me temo que cualquier sospecha en este sentido confirma y refuerza la antigua, o no tan antigua, maligna voluntad española de desespañolizar al morisco reduciéndolo a moro disfrazado de español, a español solo en apariencia.

¿Cabe más condenable heterodoxia que la de verse reducido a no ser más que una apariencia de ortodoxia?

Lo más dramático de la identidad del morisco Ricote no me parece ser la falta de correspondencia entre su apariencia y su realidad, entre sus palabras y su intención, sino el que, siendo realmente un patriota, sólo lo pueda parecer porque no le permitimos ser más que una máscara española, en vez de un español a secas.

Cervantes sabía algo de estas crueles desidentificaciones.

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Al principio del capítulo XXIV de la Segunda Parte del Quijote Cide Hamete Benengeli confiesa:

 No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito. La razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. . . . Si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera la escribo. Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más. (II, xxiii) [ref] Cito por la Parte y capítulo de Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, editado por Luis Andrés Murillo, 2 vols. (Madrid: Castalia, 1978)[/ref]

Desde Clemencín por lo menos, la mayoría de sus lectores ha seguido este consejo de modo semejante al de Alejandro cortando el nudo gordiano: verosimilizando expeditivamente el suceso al considerar que se trata de un sueño, es decir, de un fenómeno en el que cualquier inverosimilitud es de recibo. Solución simplificadora, por no decir simplista, a partir de la cual la libertad de interpretación es total.

Quizás haya que volver a meditar la exhortación de Cide Hamete pues no creo que sea una curiosidad impertinente preguntarse cómo es que tan fácil explicación no se le ocurrió a él mismo; cómo es que no se les ocurre tampoco a Sancho ni al Primo humanista; cómo es que no se le ocurre, al menos inmediatamente, a don Quijote. Desde luego no será por falta de indicaciones evidentes, que el mismo Cide Hamete se cuida de precisar, acerca de que si no se trata de un sueño, lo parece. Así, por ejemplo, la de que don Quijote salga de la cueva con

 los ojos cerrados, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y con todo, no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon que al cabo de un buen espacio volvió en sí, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara. (II, xxii)

O cuando el historiador recoge la propia confesión de don Quijote de haber caído en “un sueño profundísimo” cuando cavilaba en la oscuridad subterránea.

Pero si atendemos a estas transparentes afirmaciones, igualmente habrá que hacerlo con la inmediatamente siguiente de don Quijote, que es la que suscita el problema:

Cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos por certificarme si era yo mismo el que allí estaba o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. (II, xxiii)

¿Por qué no adoptar la postura de Cide Hamete, creer a don Quijote, aceptar que efectivamente estaba despierto y no soñando, y preguntarse qué otra cosa podía estar haciendo tan parecida a un sueño, tan parecida a una mentira, sin ser ninguna de las dos cosas?

Se contestará que los sueños consistentes en creerse despierto son tan comunes que, dadas las demás circunstancias oníricas, esta última no sólo no desdice sino que condice con ellas. Pero hay que preguntarse, de nuevo, ¿por qué una verdad tan palmaria no lo es, si no para el loco de don Quijote, para sus acompañantes o para el sensato Cide Hamete? No será sin duda porque la época no atendiera prolijamente a los sueños en todas sus variedades, incluída ésta: baste recordar que soñar que se está despierto es el fundamento de nada menos que La vida es sueño. ¿Tan desconocedor de la cultura de su época era el historiador árabe que no se le ocurría esta explicación, que podía esperar que no se le ocurriera a ese lector prudente a quien le encarga la decisión? Me inclino a creer que cuando Cide Hamete elude explicación tan obvia lo que pretende en realidad es impedírsela al lector. Sólo así puede encargarle una tarea digna de su buen juicio.

Como se sabe, Cide Hamete considera otra posible explicación, la de que don Quijote esté mintiendo. Pero lo hace ante todo para descartarla enfáticamente, pues la rumoreada retractación posterior en el momento de su muerte, que el escrupuloso historiador no deja de mencionar, no afecta a su sinceridad en el momento anterior de hacer el relato.

El planteamiento de Cide Hamete es pues el siguiente: ¿cómo es posible que a un loco como don Quijote le pasaran las inverosímiles aventuras que relata si no se trata ni de un sueño ni de una mentira, aunque se parezca a ambos? En buena cuenta, Cide Hamete propone este acertijo al lector: ¿qué es un sueño y una mentira sin ser ninguna de las dos cosas?

El lector prudente, “el hombre sabio y reportado,” como dice Covarrubias, “que pesa todas las cosas con mucho acuerdo,” no debiera tener especial dificultad para conjugar ambas apariencias y contestar que se trata sencillamente de la lectura de obras de ficción. Lo cual le llevaría a entender que a don Quijote no le ocurre esta aventura más que en tanto que la lee.

Don Quijote es incapaz de reconocer ese sueño especial de la vigilia que es la lectura porque su locura confunde no el sueño y la vigilia sino precisamente la vida y la lectura. “Sogno d’infermi e fola di romanzi”, que decía Petrarca, su incapacidad se debe a que en esta aventura toca el fondo de su locura, ese fundamento lector que genera el misterio mismo que nuestra prudente lectura debe resolver. La solución al enigma de si sueña o vive la aventura es que hace ambas cosas, pero sólo en la medida en que la está leyendo: la sueña como si la viviera o la vive como si la soñara. Todo en la Cueva de Montesinos es igual a lo que ocurre fuera de ella: real para él, imaginario para nosotros.

La mayor dificultad para entender así lo ocurrido sería, aparentemente, nuestro desconocimiento del texto concreto que “lee” don Quijote. Sólo aparentemente, sin embargo, porque es evidente que no podría darse a leer la actividad lectora de don Quijote si se diera también a leer el texto que lee. Piénsese, por ejemplo, en la lectura de “El curioso impertinente” por el Cura, o en la del “Coloquio de los perros” por el Licenciado Peralta, en donde nuestra lectura de los mismos textos que ellos leen se sustituye a la suya invisibilizándola. Para dar a leer una lectura es forzoso no dar a leer el texto al que se aplica. Pero es que además, para leer, don Quijote no necesita texto alguno: en eso precisamente consiste su locura, en que sigue leyendo cuando no tiene ya nada que leer. La ausencia de texto legible no es óbice, sin embargo, sino acicate para advertir el carácter leído del relato de don Quijote acerca de lo ocurrido en al Cueva.

Las circunstancias externas de esta aventura, aunque perfectamente verosímiles, no por ello son ajenas a la lectura. Don Quijote quiere entrar en la cueva para “cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de quien tenía noticia que aquella tierra abundaba,” la más tentadora de las cuales en ese momento es la que ofrece “la Cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se contaban, . . . porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos”. (II, xxii)

Don Quijote no va a luchar sino a inquirir: interesado en comprobar personalmente la veracidad de cierta leyenda, penetrar en la cueva, concreción material de la leyenda, es literalmente penetrar en el meollo del misterio. Entra en ella, si se quiere, a luchar con el oculto sentido de cierta historia: su labor es más intelectual que material, es una aventura del conocimiento.

Ya se sabe que despierta “cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, . . . en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar las más discreta imaginación humana.” En él se ofrece a su vista un “real y suntuoso palacio o alcázar cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados”. Este sorprendente y súbito ‘despertar’ señala la misteriosa entrada a otro mundo en vez de volver a éste, es un sorprendido abrir los ojos a una dimensión imaginaria distinta de la acostumbrada tanto en la vigilia como en el sueño. Adicionalmente, lo cristalino del palacio indica ese dudoso punto intermedio entre la materialidad y la insustancialidad de lo transparente, falso obstáculo o medio real para ver dentro y fuera de él, para conjugar dos dimensiones a uno y otro lado del cristal–o quizás, mejor dicho, del espejo, pues don Quijote, lo mismo que la Alicia de Lewis Carroll, acaba de penetrar en el subterráneo mundo de las maravillas.

En este lugar virtual, la primera figura humana que se le ofrece a la vista es un personaje inverosímil, aunque perfectamente pormenorizable, cuyo “continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas me suspendieron y admiraron,” dice don Quijote. ¿No es este justamente el efecto perseguido por la buena literatura? Recuérdense las palabras del canónigo:

 -Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas. (II, )

Hasta ahora don Quijote no es más que espectador de una extraña realidad a la que es ajeno, pero la alienación no va a durar mucho: el personaje en cuestión no sólo le interpela, sino que le reconoce y, más aun, le asegura que su llegada era esperada por los habitantes de la espelunca. Su misión, se oye decir, será dar “noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde [ha] entrado”; esto es, una vez reveladas por la misma transparencia que las vela, su misión será dar a conocer “las maravillas que este transparente alcázar solapa.” Lazo de unión entre la realidad y la ficción, don Quijote se encuentra así en la característica posición lectora de lanzadera entre ambas.

Si este cavernoso mundo es irreal no es sólo por existir bajo tierra, en el interior oscuro de la cotidianedad iluminada por la luz del día, sino porque además es un mundo encantado. Su existencia, aparentemente preternatural, se debe a cierta incantación, a cierto ensalmo, a ciertas palabras, en definitiva, cuyo poder afecta no sólo a sus habitantes sino al visitante mismo. Encantado por esas mágicas palabras, don Quijote no pasa “poco más de una hora” en ese mundo, como le recuerda Sancho, sino “tres días con sus noches,” como él asegura. La traducción es fácil sin necesidad de traer a colación tiempo bergsoniano alguno: tres días leídos, pero poco más de una hora de lectura incantatoria.

Tan encantado como encantador, este mundo es inicialmente genérico e ilocalizable y resulta, por tanto, incontrastable. Pero en el momento en que se identifica el interlocutor de don Quijote, y con él toda su realidad circundante–“soy el mismo Montesinos de quien la cueva toma nombre”–, la reacción de aquél es la misma reacción contrastante de cualquier lector al toparse con personajes históricos: ¿es verdad lo que “en el mundo de acá arriba se contaba” de ellos? Sancho, ignorante del carácter literario de los términos en contraste, el mundo ficticio y el mundo histórico, pretende llevar la precisión hasta su propia actualidad. Don Quijote le advierte de la impertinencia de cualquier actualización de ese tipo: tratándose de un mundo encantado, es decir, leído, “esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contexto de la historia”.

Las explicaciones adicionales de Montesinos remachan este carácter leído del mundo de la cueva detalle tras detalle: el encantamiento al que debe su existencia tiene autor conocido, “Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo”. Semejanza con los autores de carne y hueso que Montesinos se encarga de resaltar al no creer que su filiación fuera verderamente diablesca sino que, aunque humano, “supo, como dicen, un punto más que el diablo”. El desconocimiento de la razón y el propósito de la autoría merlinesca la acerca aun más a una creación textual, cuyo propósito siempre es incierto, tanto que la sospecha de Montesinos de una no lejana explicación bien pudiera ser la misma que Cide Hamete espera de sus lectores. Tampoco es de extrañar que el esperado visitante, don Quijote, sea capaz de desencantar a los encantados de la cueva puesto que se trata de alguien que, habiendo “resucitado en los presentes [siglos] la ya olvidada andante caballería”, es un lector/desencantador idóneo: don Quijote o el propio lector de este libro de caballerías, a elegir. De modo que a la incógnita que plantea Montesinos acerca de Durandarte, “Siendo esto así y que realmente murió este caballero, ¿cómo es que ahora se queja y suspira de cuando en cuando como si estuviese vivo?”, bien podría contestarse que los personajes escritos sí se quejan y suspiran, pero solo en la medida en que son leídos.

Finalmente, quien, como don Quijote, no distingue entre mundo leído y mundo vivido, no puede dejar de relacionar sus preocupaciones, principalmente, claro está, el encantamiento de Dulcinea, con el encantamiento lector en el que está ahora participando.

No deja de ser sintomática de este mismo carácter lector la coincidencia del ruego final de Sancho: “!Oh, señor, señor, por quien Dios es que vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra y no dé crédito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!”, con el ruego del Licenciado Peralta al Alférez Campuzano en parecida ocasión: “Por amor de Dios, señor Alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo”. En la medida en que somos (públicamente) lo que creemos (privadamente), se trata en ambos casos del deshonroso contraste entre la irrealidad de una vivencia personal y la realidad pública. Pero si en el primero, Sancho, incapaz de leer, es incapaz de entender el lugar de la imaginación privada en el ámbito público, en el segundo caso, el Licenciado ha de reconocer que la irrealidad subjetiva que hace pública la lectura deja de ser vergonzosa: “Señor Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención, y basta.” Por eso quizás es por lo que don Quijote cierra el episodio con esta contestación a la inquietud ignorante de Sancho: “Como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles.”

Así y todo, es el sentido común de Sancho el que mejor sugiere el carácter lector de la aventura de su señor cuando comenta: “Dime con quién andas, decirte he quién eres: ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes, mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere”. De donde infiere, con lógica intachable, que “aquel Merlín o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá abajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda”. Precisamente cómo haría cualquier buen novelista con sus lectores.

Cualquier lector podría contestar afirmativamente a la pregunta de Cide Hamete sobre si ocurrió o no ocurrió la aventura tal como dice don Quijote con sólo advertir que su propia lectura hace efectivamente que don Quijote tenga la aventura. Esta especie de huevo de Colón novelesco no sería una manera de eludir la pregunta de Cide Hamete, sino que la contestaría radicalmente: también nosotros nos internamos en el pasaje “para ver a ojos vistas si son verdaderas las maravillas” que de él se dicen–paráfrasis adecuada de la pregunta de Cide Hamete. El verdadero trazo de unión entre mundo encantado y mundo real somos nosotros mismos en tanto que lectores. Al leer repetimos la aventura de don Quijote; al leerle, como él hace con Montesinos, participamos como visitantes esperados en su mundo encantado.

¿Sería acaso distinta del relato de don Quijote una descripción de nuestra lectura del pasaje? ¿Sería parte de nuestra vigilia o sería un paréntesis de ensoñación en ella? ¿No sería más bien, como en su caso, un sueño de la vigilia, una vigilia ensoñadora? Por mucho que insistiéramos, como hace don Quijote, en que durante nuestra lectura estamos despiertos, que “el tacto, el sentimiento, los discursos concertados” nos certifican que somos allí entonces los que somos aquí ahora, quien nos escuchara, o nos leyera, no dejaría de concluir que si no se trata de un sueño o una mentira, bien lo parece. Consecuentemente, también nosotros deberíamos preguntarnos si nuestra lectura es verosímil o no, si ha ocurrido o no, si no es más que un sueño o una mentira. Una vez que aceptamos que soñamos a don Quijote y este pasaje, somos incapaces de desanudar nuestro sueño del suyo, la lectura de lo leído.

¿Sueña o lee don Quijote? ¿Sueña que lee o lee como si soñara? La distinción es inútil, incluso errónea, nos dice el pasaje: no es distinguiéndolas cómo podremos entender el misterio de la Cueva de Montesinos. Distinguir el sueño de la lectura, insistir en que se trata de un sueño y no de una lectura de don Quijote es negarse a ver lo que nuestra lectura tiene de sueño–corolario de la aceptación de que don Quijote lee, puesto que nosotros también lo hacemos.

Cueva de don Quijote tanto como nuestra, lo que éste hace en ella es perfectamente homologable a lo que hacemos nosotros, no porque el personaje entre en nuestra vida, sino porque nosotros entramos en la suya sin dejar de ser nosotros mismos. Cuando el lector vence así la resistencia a verse leyendo, es decir, a reconocer su participación en lo leído, alcanza el grado cero de la lectura, un grado que le permite corregir a Flaubert para decir: “Don Quijote c’est moi”.

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1-Error sobre error

La corrección editorial de los errores acerca del rucio de Sancho en la Primera parte del Quijote sería evidente, casi indiscutible, si no fuera por los comentarios de la Segunda parte sobre este extremo. Muchas de las ediciones actuales suelen entender estas palabras de 1615 como desautorización de las correcciones de 1605 y de 1608 y, en consecuencia, relegan estas a notas y apéndices manteniendo el texto erróneo de la edición príncipe. Una nueva lectura de estas palabras, sin embargo, permite negarles valor como desautorización de texto anterior alguno y, por ende, hace posible la incorporación de las correcciones en el texto de la novela sin desatender la intención del autor.

La reciente edición del Instituto Cervantes, llamada como está, por méritos propios, a suministrar el texto de la novela a futuras ediciones y, por eso, especialmente importante en sus inclusiones y sus exclusiones textuales, es una de las que mantiene el error de la edición príncipe, es decir, a mi juicio, una de las que comete este error sobre error cuya corrección me dispongo a razonar.

En su sección preliminar titulada “Texto crítico” esta edición justifica así su proceder:

Si en B [segunda edición de Cuesta en 1605] el escritor interpoló en lugar erróneo los añadidos en torno al rucio, en la Segunda parte (1615) prefirió ocultarlos con cortinas de humo. No es aceptable, pues, insertar tales añadidos donde los sitúa B, no ya porque estén ahí por una equivocación de Cervantes, sino porque, por culpa de esa equivocación, Cervantes se preocupó de cancelarlos en la Segunda parte; ni, obviamente, podemos inventarnos el texto que quizá el escritor habría compuesto en 1615 para disimular los lunares de un decenio atrás. Sólo nos queda, por tanto, editar en el cuerpo de la página uno de los estadios palpables del primer Quijote y recoger los otros, seguros o posibles, en el apartado crítico.

No es dudoso que el estadio preferido ha de ser el de la princeps, por cuanto la Segunda parte no da por buenos los retoques de B, ni, por ende, de C [tercera edición de Cuesta en 1608), a cuenta del asno robado, y porque es en relación con aquel estadio como mejor se aprecia el itinerario del novelista hacia una ‘última voluntad’, jamás cuajada en una nueva edición, sobre la fisonomía del libro (Quijote, cclxxiv). [ref] Cito por el número de página de Miguel de Cervantes, ‘Don Quijote de la Mancha’, Edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Instituto Cervantes.Crítica, Barcelona, 1998.[/ref]

Es forzoso advertir, sin ánimo de polemizar, que, a pesar de ser el fundamento mismo de la decisión editorial adoptada, ni aquí ni en ningún otro lugar del aparato crítico de esta edición se muestra ni se demuestra que en 1615 Cervantes desautorizara los añadidos de B de 1605. Simplemente se afirma ello como “última voluntad” del autor que, aparentemente, no necesita demostración. No es así.

2-Doble error, doble referencia

Recordemos lo principal de esas palabras de la Segunda parte de 1615. En su capítulo III y bajo el título de “Ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco,” observa este que

-Algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y solo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mismo jumento, sin haber parecido (655).

En el capítulo siguiente Sancho satisface pormenorizadamente a Sansón acerca del quién, el cómo y el cuándo del hurto, pero este insiste en que

-No está en eso el yerro–replicó Sansón–, sino en que antes de haber parecido el jumento dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo rucio.

-A eso—dijo Sancho—no sé qué responder, sino que el historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor.

-Así es, sin duda—dijo Sansón (657).

Advirtamos que el bachiller puntualiza que se trata de dos errores y no de uno o, cuando menos, de dos partes del mismo error: por un lado, la falta de mención del hurto y de su autor y, por otro, la incongruencia de mencionarse “de allí a poco” a Sancho sobre un burro que todavía no ha reaparecido. Advertida la discriminación, sorprende que Sansón niegue carácter erróneo a la primera mitad al desechar como innecesaria la descripción que hace Sancho del robo—“no está en eso el yerro”, dice—y al recalcar que lo verdaderamente erróneo es la mención del escudero a lomos de su burro poco después de su desaparición y antes de su recuperación, es decir, la segunda mitad del error. La opinión lectora generalizada, que es la que está repitiendo Sansón aquí, mantenía, pues, que el problema real de la Primera parte era el de sus inconsecuencias narrativas después del robo, pero que la referencia a éste, olvidada o no, implícita o expresa, no se consideraba un verdadero error.

Ahora bien, este segundo yerro no tiene la misma importancia en la primera y en la segunda edición de Cuesta. Como se sabe, la primera, junto con la segunda y tercera de Lisboa, ambas piratas, son las únicas sin mención alguna ni del robo ni de la recuperación del rucio. A partir de la cuarta edición de la novela, segunda de Cuesta, se interpola una versión del robo en el capítulo 23 y una versión de su recuperación en el capítulo 30, correcciones que adoptan ya todas las demás ediciones hasta 1615.

Ciertamente, las frases relativas a la parte disculpable de la falta, “se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y solo se infiere de lo escrito que se le hurtaron”, refieren exclusivamente a la primera edición de Cuesta. Pero es igualmente cierto que la frase siguiente, la relativa al yerro sin solución ni disculpa, “y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mismo jumento, sin haber parecido”, tiene un doble referente posible: casi imperceptible en la primera edición, escandalosamente obvio en la siguiente edición de Cuesta.

En la primera edición, en efecto, desde el momento en que se infiere que ha desaparecido el rucio, mediado el capítulo 25, hasta el momento en que se vuelve a mencionar a Sancho caballero en su asno, al abandonar la venta, en el capítulo 47, transcurren veintidós capítulos. En la segunda edición de Cuesta, una vez descrito el robo del rucio en el capítulo 23, la mención de Sancho caballero en su jumento, “antes de haber parecido”, reaparición que ahora se lee en el capítulo 30, ya no es la antedicha del capítulo 47 sino que ocurre pocas líneas después de mencionado el robo: cuatro veces en ese mismo capítulo 23 y tres en el capítulo 25.

Conviene aclarar, parentéticamente, que, a diferencia de lo que se suele entender y de lo que entiende la edición que adopto como ejemplar, la agravación del segundo error no se debe forzosamente a la colocación errónea de los pasajes interpolados en la segunda edición de Cuesta. Se puede deber, igualmente, a no haberse eliminado todas las referencias incongruentes después de la bien colocada interpolación. Ese fue el criterio de la minuciosa edición de Bruselas de 1607, que no corrige la posición de la interpolación de 1605 sino que, dándola por buena, elimina las principales referencias erróneas subsiguientes. Y esa misma fue la solución, probablemente cervantina, de la tercera edición de Cuesta en 1608 al eliminar algunos pasajes inconsecuentes sin cambiar de sitio la interpolación. De donde se puede concluir provisionalmente, y con ello cierro el paréntesis, que no se puede justificar la desautorización de las correcciones como debida a su mala colocación.

3-Lectura contemporánea

Vuelvo a las diferencias entre una y otra edición de Cuesta. Para apreciar adecuadamente la distinta magnitud del error de mencionarse a Sancho a caballo sobre su jumento sin haber parecido éste, hay que adoptar el punto de vista de quienes en 1615 habían sido lectores de una o de otra edición.

En primer lugar, cuántos eran unos y otros. En 1615, al aparecer la Segunda parte de la novela, el doble error original sólo se daba en tres ediciones, la príncipe y las dos ediciones pirateadas en Lisboa, mientras que las correcciones erróneas de la segunda edición de Cuesta se habían estampado en seis ediciones hasta 1615. Por muy dispares que fueran las tiradas y las ventas de unas y otras, es evidente que era considerablemente mayor el número de lectores de la segunda versión mal corregida que el de los de la versión errónea original.

Al leer las palabras de 1615 esa minoría de lectores de la primera edición o de una de las dos ediciones de Lisboa había de convenir sin duda en que el error era doble. Mas sin duda también les debía de parecer desmesurada la gravedad relativa atribuída a uno y a otro. Y ello por varias razoness: en primer lugar, porque difícilmente podrían considerar baladí el silencio acerca del robo del asno, que tan abruptamente les había obligado a inferir su ausencia en el capítulo 25; en segundo lugar, porque entre ese momento y la mención de Sancho a caballo del mismo, en el capítulo 47, mediaban tantos capítulos que no era cierto que este segundo error se produjera “de allí a poco”; y en tercer lugar, porque a esa altura del texto hacía ya tanto que no había habido referencia alguna al jumento y habían ocurrido tantos desplazamientos, habían pasado tantos días y se habían producido tan variados encuentros y desencuentros, que lo más fácil era haber olvidado la ausencia del asno y, por tanto, no echar de menos su reaparición ni advertir incongruencia narrativa alguna cuando se aludía a él de nuevo.

En cambio, para la mayoría lectora de la Primera parte, esa que había manejado la segunda edición de Cuesta de 1605 o cualquier otra posterior, las palabras de 1615 resultaban sin duda impertinentes en lo relativo al silencio acerca del robo del rucio, pues su descripción ya se podía leer en su capítulo 23. Y en la medida en que entendieran el “allí” en “de allí a poco” como referido a la frase “sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron”, es decir, referido al lugar de la inferencia textual, inexistente para ellos, y no al del hurto, debían incluso pensar que nada en el pasaje se refería al texto que ellos habían manejado y, en consecuencia, que carecía de sentido. ¿Entenderían estos lectores quizás que se trataba de otro error más en la serie de errores acerca del rucio de Sancho? Lo que dificultaba esta interpretación para ellos era que en su Primera parte era evidente que “de allí a poco” de la ahora declarada desaparición, sólo unas pocas líneas después de ella, las incongruentes menciones de Sancho a lomos del asno desaparecido se repetían de manera escandalosa hasta seis veces. ¿A qué carta quedarse entonces? ¿Debían aceptar o debían rechazar que las palabras de 1615 aludiesen al texto que ellos habían leído y no a otro?

Bastarían quizás estas primeras consideraciones para dudar de que las palabras de 1615 se refieran únicamente al doble error de la edición príncipe y para sospechar que también lo hacen, parcial pero más acertadamente, a los errores de la segunda edición de Cuesta a consecuencia de la primera de sus interpolaciones correctoras. Estas dudas y sospechas no hacen sino afianzarse cuando se consideran otros aspectos significativos de estas palabras de 1615.

4-Destinatarios discursivos

Empecemos por el de sus destinatarios. ¿En qué lectores pensaría Cervantes al redactar este “ridículo razonamiento” al principio de la Segunda parte: los lectores de la primera edición de la novela, los de las demás ediciones, aquellos que desconocían la Primera parte en cualquier versión, todos ellos indistintamente o ninguno de ellos, sino los futuros lectores de una futura Primera parte corregida de acuerdo con estas indicaciones? Parece evidente que, en la medida en que su intención fuera desautorizar ciertos pasajes, Cervantes debería dirigirse a quienes ya los conocieran o los pudieran conocer, es decir, a quienes los hubieran leído o los pudieran leer. De modo que estos lectores no podían ser los de la primera edición, que carecía de tales pasajes–¡curiosamente, justo la edición a la que, según la interpretación más extendida, se refieren exclusivamente las palabras de 1615! Tampoco me parece posible mantener que la intención desautorizante hiciera caso omiso de todos los lectores anteriores a 1615 y estuviera dirigida solamente a los que, después de esa fecha, pudieran beneficiarse de futuras ediciones de la Primera parte corregidas de acuerdo con esta supuesta desautorización—¿serían estos acaso los lectores de la actual edición del Instituto Cervantes? Y no se piense que abonan esta aventurada hipótesis las palabras con que Sansón remata la conversación: “Yo tendré cuidado . . . de acusar al autor de la historia que si otra vez la imprimiere no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está” (II, iv). Si su promesa se cumpliera, la versión corregida de la Primera parte debería incluir tanto la explicación del robo y de la recuperación del asno como la relativa al gasto de los escudos encontrados por Sancho. Nadie ha tenido tamaño atrevimiento editorial.

Dejando aparte suposiciones inverosímiles, la realidad fácilmente imaginable por Cervantes era que entre los que leyeran sus palabras de la Segunda parte de la novela iban a ser mayoría los que desconocían la primera edición y disponían sólo de una de las ediciones corregidas de la Primera. A ellos, desde luego, no podía dejar de dirigirse.

¿Qué pretendía Cervantes que entendiera esta mayoría en 1615 cuando hacía decir a Sansón Carrasco que al autor “se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y solo se infiere de lo escrito que se le hurtaron”, sabiendo que para ellos no había tal olvido,? Si alguna nueva inferencia esperaba de ellos sería, creo yo, que el texto que habían leído corregía el olvido ahora mencionado, aun cuando este sólo podía existir en un texto anterior desconocido para ellos. Como, sin embargo, les resultaba pertinente la referencia a las graves inconsecuencias a seguido del robo, tan flagrantes en su texto, podía esperar que infirieran adicionalmente que la corrección reflejada en su edición había sido, como poco, incompleta. Lo que no es razonable suponer es que confiara en que esos lectores entendieran que las palabras de 1615 invalidaban la corrección que habían leído y que, en consecuencia, debían volver a otra versión textual, tan errónea como la suya, de la que no disponían. Difícilmente podía Cervantes esperar de ellos tal conclusión, además, cuando les hacía ver ahora, en 1615, que Sancho pormenorizaba sin contradicción alguna el mismo robo que ellos ya conocían–coincidencia que sin duda confirmaba la validez de la breve descripción correctora que habían leído, en vez de desautorizarla.

5-Práctica correctora de Cervantes

¿Cómo se compadece el supuesto propósito corrector de las palabras de 1615 con la práctica habitual de Cervantes en esta materia? Después de la conocida hipótesis de Geoffrey Stagg en 1959,[ref]Stagg, Geoffrey, 1959, “Revisions in Don Quixote, Part I”, en Frank Pierce (ed.) Hispanic Studies in Honour of I. González Llubera, Oxford, The Dolphin Book Co. Ltd., 1959, 347-66.[/ref] solemos aceptar que el error del rucio se debió en su día a unos desconcertados cambios de última hora. Si aceptamos también, de nuevo con la mayoría, que las correciones sucesivas son efectivamente de Cervantes, advertimos que corrigió el error inicial con no menos desconcierto pocos meses después en la segunda edición de Cuesta. Tres años más tarde vuelve a confirmarse el poco interés que le merecía cualquier corrección cuando, al reparar las consecuencias de la inadecuada corrección anterior, sólo lo hace con los dos pasajes más evidentes y olvida todavía cinco más. Resulta pues innegable que en ninguna de esas ocasiones pudo o quiso el escritor dedicar la suficiente atención al asunto. ¿Por qué suponer entonces que lo haya hecho en 1615? ¿Por qué habría hecho en frío lo que no hizo en caliente?

Parece fuera de duda que Cervantes no leyó y releyó su texto con la atención con que lo hacemos nosotros, y mucho menos, claro, con la atención con que lo hace un equipo editorial de hoy. Concluyamos que la inatención y el descuido han de considerarse parte integral de su intención como autor: primera, última o intermedia, su intención fue siempre expeditiva y descuidada; desde luego careció del rigor, de la exactitud o de la consecuencia necesarios para sustentar desautorización alguna de una redacción anterior.

6-Propósito del recordatorio

Es improbable que Cervantes recordara en 1615 el detalle ni la cronología de sus anteriores errores, pero lo que le había de resultar más difícil de olvidar eran las críticas y las burlas a que aquellos deslices dieron lugar a lo largo de los años siguientes. En efecto, esas parecen haber sido la causa principal de las palabras de 1615 si atendemos a su objetivo principal, a saber, disculpar al autor de los errores cometidos en la Primera parte de la novela negando su responsabilidad en ellos. Y no es casual, naturalmente, que este propósito exculpatorio esté emparentado con el propósito del Prólogo de defender al autor de las acusaciones de Avellaneda. Ambos son parte de un mismo esfuerzo, ni risueño ni benevolente sino, más bien, disfrazado con el rictus de una sonrisa benevolente, por paliar unos reproches a los que Cervantes no puede negar fundamento real.

En 1615 los errores de 1605 no tenían ya remedio, pero eran todavía preocupantes. Lo eran no por las inconsecuencias textuales que habían causado sino porque le habían dado a Cervantes una merecida, pero molesta y duradera fama de autor descuidado y chapucero. Tanto si habían leído la Primera parte, en cualquiera de sus versiones, como si la desconocían, los lectores de 1615 sabían probablemente de esta fama y de su origen en los errores de la primera entrega de la novela. Era este un recuerdo que resultaba particularmente indeseable en el momento de una segunda entrega de la misma pluma, muy especialmente cuando competía con la segunda entrega de un rival malevolente. En estas circunstancias, Cervantes se veía obligado a dos operaciones retóricas peligrosamente relacionadas: por un lado, recordar a sus lectores la coincidente identidad del autor de la Primera parte y del autor de esta Segunda parte: él, Cervantes, y no otro, era el autor verdadero del verdadero Quijote; por otro lado y simultáneamente, exculpar al autor de esta Segunda parte de los cargos a que le hacía acreedor la Primera parte: otros y no él, Cervantes, eran los culpables de aquellos errores. El lugar oportuno para estas ajustadas maniobras era a seguido de su agresiva defensa ante Avellaneda en el Prólogo, en el introito de una auténtica Segunda parte cuyo favor inicial dependía del regusto que hubiera dejado su indisociable Primera parte. Dicho de otro modo, con esas referencias a la Primera parte Cervantes pretendía ganarse la bienquerencia y la confianza de quienes, comenzando a leer su Segunda parte, habían de preferirla a la del competidor intruso, sin temer nuevos desaguisados de un autor, verdadero, sí, pero cuyos anteriores errores tan poca confianza les habían infundido.

7-Silencio obligado

Dada la necesidad de esta complicada disculpa de los pasados errores, no era lo más indicado mencionar en ese momento unas correcciones posteriores que no podían entenderse más que como suyas. Cervantes tenía que pasarlas bajo silencio pues ni siquiera irónicamente habría podido achacar al impresor las interpolaciones de la segunda edición sin insinuar con ello una indeseable colaboración escritora, ni habría podido atribuírselas al historiador arábigo sin quebrar burdamente la verosimilitud de su postura narrativa. Tratándose de unas correcciones, además, que agudizaban, al menos parcialmente, el problema original en vez de resolverlo, es decir, unas correcciones que habían resultado fallidas, traerlas a colación hubiera sido confirmar ante los lectores de la Segunda parte precisamente lo que pretendía desmentir, lo bien fundado de su fama de desmemoriado y de descuidado.

Aun cuando, contrariamente a lo que nos tiene acostumbrados, Cervantes se acordase minuciosamente de las correcciones de 1605 y de 1608, y aun cuando, inverosímilmente, le preocupase todavía su carácter fallido, habrá que convenir en que el hecho de silenciarlas en 1615 se explica más congruentemente como consecuencia obligada del propósito de disculpa que como acción y efecto de voluntad desautorizante alguna.

8-Decisión editorial, mejor texto

En vista de todo lo antedicho no me parece posible entender las palabras de 1615 como última voluntad correctora cervantina de los errores acerca del rucio de Sancho en la Primera parte: ni esas palabras desautorizan texto anterior alguno, ni podían ser entendidas en este sentido por sus lectores contemporáneos, ni se corresponden con el característico descuido escritor de Cervantes. Obedecen, más bien, a un propósito de disculpa que en 1615 resultaba obligada dado que la competencia de su Segunda parte con la de Avellaneda le forzaba a asociar estrechamente sus dos entregas de la novela.

Añádase a ello que, por lo que sabemos de él, a Cervantes nunca le desazonó el prurito de un texto definitivo, entre otras cosas porque el carácter definitivo de cualquier texto estaba muy lejos de su alcance ni del de ningún autor de la época. No había sido así en el momento de publicarse la Primera parte de la novela y no hay razón para suponer que fuera así diez años después al publicarse la Segunda parte. Como la idea misma de un texto único y perfecto no tiene cabida en su intención como autor, hay que concluir, más bien, que Cervantes acepta todas las versiones de sus textos sin preferencia alguna, aprovechándolas según la conveniencia del momento. La decisión editorial que decida ser respetuosa con esta católica intención no es pues la de privilegiar versión alguna sino, en la medida de lo posible, la de acogerlas a todas en una sola. No es dudoso que el texto más cercano a ese ideal debe ser el de 1608. Es el último de la Primera parte de la novela en el que cabe suponer razonablemente la intervención de Cervantes, pero no sería esta la principal razón para escogerlo, sino simplemente la de ser, entre los debidos a su pluma, el más completo y el que adolece de menos errores.

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No hay más autenticidad escritora que la derivada de la opinión lectora.

Sobre esta premisa se dirime la polémica novelesca acerca de la autenticidad del segundo Quijote, cuestión que Cervantes resuelve a su favor en los capítulos I a IV haciendo que su protagonista asuma la opinión que los lectores de la Primera Parte tienen de él. Cómo y dónde se manifiesta esta aceptación quijotesca y quiénes sean esos lectores son las dos cuestiones objeto de estas reflexiones.

 1-Autenticidad

La famosa conversación sobre la Primera Parte entre don Quijote, Sancho y Sansón Carrasco en los capítulos III y IV es parte de la contestación polémica al Quijote espurio: en efecto, la vinculación que ahí se establece entre las Partes Primera y Segunda autentifica la propiedad de la continuación cervantina y en esa medida relega a las tinieblas exteriores del mundo quijotesco a la de Avellaneda. Pero esta conversación no es la única pieza de la estrategia autentificadora de Cervantes sino, más bien, su remate, el corolario de dos conversaciones preparatorias anteriores en los capítulos I y II.

Las tres conversaciones son variantes de un mismo procedimiento argumentativo: hacer que el caballero asuma la opinión que los demás tienen de él; es decir, hacer que se reconozca a sí mismo en el conocimiento ajeno. En la primera de ellas, lo hace según el conocimiento personal de su familia y de sus amigos, testigos de su pasada conducta. En la segunda, ampliando el ámbito de la opinión ajena, según la opinión de sus vecinos. En la tercera, en una máxima ampliación del ámbito público, tal como es universalmente conocido como personaje libresco por los lectores y oidores de su historia.

La primera conversación está dedicada a determinar si el protagonista mantiene su principal seña de identidad, la locura caballeresca. Conversando con el cura y el barbero don Quijote se muestra sensato hasta que salen a colación temas bélicos. Inmediatamente reincide en su idiosincrática locura. Es la desconsolada sobrina quien expresa el temido diagnóstico: “¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!” (552), [ref] Cito por la página de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Real Academia Española, Asopciación de Academias de la Lengua Española (Madrid. Algaguara, 2004)[/ref] un diagnóstico que don Quijote no siente empacho alguno sino, al contrario, orgullo, en asumir plenamente afirmando su propósito de morir como tal caballero andante.

El barbero quiere entonces comprobar hasta qué punto don Quijote se da cuenta de lo descabellado de su propósito para lo cual recurre al cuento de un loco sevillano. Don Quijote se da cuenta de que el barbero le está ofreciendo un retrato en el que reconocerse y entra al trapo señalando que, a diferencia del loco del cuento,

 -Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo. Sólo me fatigo por dar a entender al mundo el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería (555-6).

La negativa no impide la sospecha de la validez del parecido con el loco sevillano en tanto que ambos ignoran la insania de su respectivo propósito. Sospecha que se convierte en realidad incontestable cuando don Quijote completa su pensamiento: “Y con esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si su Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le entiendo” (556). Palabras que aun cuando sibilinas dejan claro, como poco, que cuando el barbero le propone al orate sevillano como retrato, don Quijote no tiene inconveniente en asumir la locura que implícitamente se le achaca.

Se salda así esta primera conversación con la evidencia no ya de que don Quijote siga fiel a sus señas de identidad anteriores, sino de que ahora, al verse tachado públicamente de loco por quienes le han conocido íntimamente en su vida anterior, acepta que sus ideas y sus propósitos merezcan ese calificativo, a pesar del cual no está dispuesto a abandonarlos. Hechas por el protagonista mismo, tanto la aceptación del parecer ajeno como la declaración de continuidad personal acreditan la identidad entre el que era y el que es con más eficacia y más incontrovertiblemente que si esta se debiera a la simple declaración de terceros.

Este desafiante reconocimiento de don Quijote de ser el mismo loco que recuerdan sus íntimos podría sugerir que le es indiferente la opinión ajena sobre su persona, pero no hay tal. Aunque se sabe singular y lo acepta, incluso se ufana de ello, quiere saber qué opinan de su singularidad más allá de su círculo doméstico. Y esto es justo lo que le pregunta encarecidamente a Sancho. Se inicia así el segundo paso de su acreditación como auténtico don Quijote, la segunda conversación:

 -¿Qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asunto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente quiero, Sancho, me digas lo que acerca de esto ha llegado a tus oídos, y esto me has de decir sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna (563).

Confiado en la salvaguarda prometida a su franqueza, Sancho no se anda con paños calientes y resume contundentemente: “el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato”(564). En cuanto a los demás asuntos por los que pregunta el caballero, según Sancho las opiniones de los vecinos “van discurriendo en tantas cosas, que ni a vuestra merced ni a mí nos dejan hueso sano”(564). Obsérvese que el que estos múltiples pareceres sean en su mayoría negativos no los hace inaceptables para don Quijote, quien considera que “Pocos o ningunos de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho” (564-5).

Se trata, de nuevo, de una aceptación personal, mínima, quizá, pero aceptación, al fin y al cabo, de unas señas de identidad locales que, como antes ocurría, son tanto más fidedignas cuanto que don Quijote las asume sin empacho, es decir, es él mismo quien se identifica con la opinión que los demás tienen de él, aceptándola.

Mas “las caloñas que le ponen” no se limitan a las de sus vecinos: “Lo de hasta aquí son tortas y pan pintado,” dice Sancho, en comparación con las que le podrá referir el bachiller Sansón Carrasco, conocedor de “la historia de vuestra merced, con nombre de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”(565). Llegamos así al plato fuerte de este tríptico re-identificativo del Quijote cervantino de la Segunda Parte, la tercera conversación antedicha de los capítulos III y IV.

La noticia deja a don Quijote atónito y pensativo mientras llega Sansón, de quien espera impacientemente “oír las nuevas de sí mismo”. Tener noticias de la propia vida equivale a desconocerla, a considerarla ajena al recuerdo o la conciencia personales y, como si de la vida de otro se tratara, a enterarse de ella mediante la opinión de terceros. Bien pensado, esto o algo muy parecido es lo que don Quijote ha venido haciendo en las dos conversaciones anteriores cuando acepta ser el que otros creen que es, o sea, cuando acepta una caracterización ajena hasta entonces desconocida para él. Pero esta tercera conversación sigue derroteros más radicales. Ahora los terceros en cuestión no son ajenos a su vida en el sentido de no conocerlo o no saber de él personalmente como amigo, vecino o paisano. Los terceros ahora lo desconocen como persona y no saben de su vida más que como lectores de su biografía. La opinión de estos nuevos terceros no es sobre un hombre sino sobre un personaje, el protagonista del Quijote de 1605.

Téngase en cuenta además que aunque el bachiller es vecino del mismo pueblo que don Quijote, a causa de su ausencia como estudiante en Salamanca no debió de enterarse de las aventuras de este por boca de sus paisanos. Su opinión sobre el caballero no es, pues, como en las conversaciones anteriores, ni la del amigo ni la del vecino. No sabe de él más que lo que se dice en Salamanca, o sea, lo que dice su historia de 1605. De hecho, Sansón se distancia aun más de un posible conocimiento personal al no ofrecer ni siquiera su propia opinión como lector: se limita a ser portavoz de los demás lectores, cuyas opiniones y actitudes va a pormenorizar.

Hay que insistir en ello: el retrato público de don Quijote no es el que hace de él la historia de Cide Hamete, sino el que hacen de él los lectores de esa historia. La razón de que así sea es fácil de entender si recordamos que el propósito de esta y de las demás conversaciones es acreditar al protagonista de la Segunda Parte como idéntico al protagonista de la Primera. En efecto, quienes más señaladamente podían dudar de esa identidad eran aquellos que, después de haber leído la Primera Parte y habiendo leído también o simplemente sabiendo de la Segunda Parte de Avellaneda, se disponían a leer la Segunda Parte cervantina. Su pregunta era tan razonable como obvia: ¿cuál de los dos personajes continuadores era el auténtico? Igualmente obvia era su contestación: la más convincente prueba de autenticidad era que el don Quijote de la Segunda Parte concordara con el don Quijote que ellos como lectores recordaban de la Primera. Para merecer la consideración de auténtica la Segunda Parte debía pues ajustar su protagonista a la imagen que los lectores mismos habían creado del protagonista de la Primera Parte. En otras palabras, la autenticidad o inautenticidad del protagonista de la Segunda Parte se cifraba en la opinión de los lectores de la Primera Parte: nunca sería más convincentemente auténtico que cuando coincidiera con el que estos recordaban.

Por otra parte tampoco se debe olvidar que don Quijote no tiene ocasión en ningún momento de hacerse una opinión personal sobre su historia puesto que ni siquiera intenta leerla. Podría parecer curioso este desinterés en alguien tan aficionado a la lectura, pero resulta obligado cuando caemos en la cuenta de que si el caballero llevara a cabo esa lectura forzosamente habría de contrastar sus recuerdos y su conciencia de sí mismo con la versión del historiador, constatación personal que carecería de valor autentificativo alguno para los lectores y, por tanto, inútil en esta coyuntura narrativa. Lo que interesa en este momento no es más que la multitudinaria opinión del público lector de la que nace la fama que le define e identifica.

Por eso también es por lo que Sansón Carrasco dirá muy poco acerca de los hechos historiados o de la calidad de la historia misma y mucho, en cambio, acerca de su recepción lectora. El relato llega incluso a dramatizar esta atención exclusiva cuando ofrece pasajes cuya posible anfibología en este sentido es significativamente resuelta sin lugar a dudas. Así, por ejemplo, cuando don Quijote quiere saber “qué hazañas mías son las que más se ponderan en esa historia”(568), frase que podría hacer pensar que el hidalgo pregunta por la valoración que hace la historia de los varios hechos de su vida, es decir, podría hacer pensar que don Quijote se interesa por el contenido de su historia. La contestación de Sansón anula este posible sentido en favor de un sentido alternativo, el de la valoración que hacen los lectores de las hazañas recogidas por la historia: “en eso”, dice, “hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos” (568).

Ciertamente don Quijote había comenzado por interesarse por la conducta del historiador, mas al ver continuamente frustrada su curiosidad por este tipo de contestaciones de Sansón, acaba por rendirse, atendiendo más a las dificultades de los lectores que a la pericia del escritor. Así cuando se inquieta por la posible oscuridad de la historia e insinúa que quizás tenga “necesidad de comento para entenderla”. La respuesta de Sansón, una de las más famosas de la novela, subraya otra vez que el asunto prácticamente exclusivo de su informe son las circunstancias lectoras:

 -Eso no—respondió Sansón—; porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: “Allí va Rocinante” (572).

Igualmente ocurre a continuación, cuando el bachiller, defendiendo al historiador de sus críticos, constata perogrullescamente “que es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente a todos los que le leyeren” (573).

Don Quijote no siente compasión alguna de los sufridos autores sino que induce del truismo que su historia quizás haya contentado a pocos y que su público haya sido escaso. “Antes es al revés,” le espeta cruelmente Sansón, “que como de stultorum infinitus est numerus, infinitos son los que han gustado de la tal historia” (574). No es del caso reparar ahora en lo detonante de esta afirmación de la estupidez de los infinitos lectores—entre cuyo número nos contamos, sin duda—a quienes complace la historia de don Quijote. Dado el sesgo de mi comentario, baste con señalarla como muestra adicional de la atención exclusiva que la conversación presta a la lectura de la historia en vez de a cualquier otro aspecto de su escritura o de su contenido.

 2-Lectura

Hasta ahora no he parado mientes en el hecho de que esta y las demás conversaciones se digan ocurridas un mes después del retorno a casa de don Quijote. Como además para entonces ya se había publicado su historia en 1605, todas ellas han de tener lugar a principios de ese año. Dejemos de lado la maravillosa celeridad de la escritura y de la publicación de la historia, tan a seguido del retorno de don Quijote de su segunda salida, último episodio de la Primera Parte. Ateniéndonos a estas fechas, los lectores de cuya opinión informa Sansón no podrían ser más que los pocos de la recientísima primera edición de ese año. Así parece confirmarlo el hecho de que Sancho se vea obligado a precisar cómo le fue sustraído el asno, incógnita que, como se sabe, sólo se da en la primera edición (y en las inmediatamente siguientes ediciones piratas de Valencia y Portugal). Mas como la incógnita fue despejada a partir de la segunda impresión legal de abril de ese mismo año de 1605, los lectores de cualesquiera Primeras Partes impresas a partir de esa fecha no necesitaban la precisión de Sancho.

Hay más referencias textuales que contradicen esta datación temprana de las conversaciones y, consecuentemente, la identidad y el número de los lectores cuya opinión es objeto del comentario de Sansón Carrasco. La principal es que en el momento de la conversación, como este asegura, ya es universal la fama de don Quijote gracias a la abundancia de ediciones de su historia: “Tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes” (567). Esta universalidad no podía darse, desde luego, para quienes acababan de leer una recién aparecida Primera Parte a principios de 1605. Unicamente era cierta para los lectores que en 1615 tenían en sus manos la recién publicada Segunda Parte de la historia. Pero tampoco 1615 es fecha posible para datar estas conversaciones puesto que han de haber ocurrido antes de ser publicadas en la Segunda Parte.

1614 es fecha, como se sabe, a la que se alude o que se menciona repetidamente en la Segunda Parte como presente de la acción. A ello hay que añadir que el propósito cervantino de beligerante autentificación que yo atribuyo a las conversaciones iniciales de la Segunda Parte no cobraba importancia más que para los lectores que ya supieran de la continuación espuria de 1614. De todo lo cual es forzoso concluir que las conversaciones no ocurren un mes después de la vuelta de don Quijote a casa, recién publicada la historia de sus aventuras, es decir, a principios de 1605, sino nueve años después de esa fecha, en 1614. Consecuentemente, cuando el don Quijote de la Segunda Parte se reconoce en el de la Primera Parte, no puede hacerlo en 1605, recién publicada y recién leída esta, sino cuando ese personaje se ha convertido ya en el famoso don Quijote, o sea, al cabo de al menos esos nueve años de existencia pública.

De modo que los datos novelescos no casan. Pero son tozudos y no se dejan negar: se dice conocido en 1605 lo que no pudo conocerse más que en 1614. Un mes después de la publicación de la Primera Parte de su historia, o sea, en algún momento de 1605, don Quijote no pudo enterarse de su fama a lo largo de los nueve años siguientes.

¿Cómo puede una conversación ocurrida en 1605 tratar de temas nueve años posteriores? ¿Otro descuido cervantino? Quizá no, quizá haya una lección de lectura en este imposible bucle temporal–mediante el cual, a modo de cinta de Moebius cronológica, nueve años de fama lectora posterior confluyen en un momento nueve años anterior. Creo que hay una indudable analogía entre esta imposibilidad cronológica y el imposible conocimiento de sí mismo de don Quijote como personaje ficticio según la opinión de sus lectores reales. Esta conjunción del mundo de la ficción con el mundo real sólo es válida textualmente, únicamente adquiere sentido en la lectura, que aúna ambas naturalezas, la ficticia y la real.

Acabo de decir que los lectores a quienes se refiere la tercera conversación de los capítulos III y IV de la Segunda Parte no pueden ser los de 1605 sino aquellos otros, posteriores, más cercanos a 1615 que a 1605, cuyas numerosas opiniones hacen famoso a don Quijote. Pero tampoco me parece descabellado mantener que todos los lectores posteriores a esas fechas, hasta hoy mismo, nos colamos inescapablemente en la foto: todos los lectores del Quijote somos el referente de los lectores aludidos en las conversaciones de la Segunda Parte. Nos incluye el hecho de que la autenticidad del personaje de 1615 se base en la fama que le han granjeado los lectores de su historia de 1605, porque esta autentificación lectora no ha cesado, se repite sin tregua desde entonces para, con y gracias a todos y cada uno de nosotros, lectores sucesivos de la Primera Parte.

Se configura así, a modo de conclusión, el siguiente principio: la cambiante fama del personaje llamado don Quijote es el fundamento de su también cambiante autenticidad, siempre dependiente de unos cambiantes lectores. O, más sucintamente, la autenticidad de don Quijote, para cualquier lector, antiguo, presente o futuro, depende de la fama lectora conseguida en cada momento por el Quijote.

Sólo la fama de don Quijote lo define como auténtico. Vale decir, solo lo definen como auténtico sus lectores al hacerle famoso y según la fama que le den. Lo que hace auténtico a don Quijote es aquella fama suya que precede a cualquier lectura del Quijote. Esto mismo dicho de otro modo: solo leemos el verdadero Quijote cuando nuestra lectura lo hace coincidir con el Quijote hecho famoso por lecturas anteriores.

Bucle final. Dado que, al saber de su fama, don Quijote sabe ipso facto que esta se debe a los lectores de su historia, se puede decir que las lecturas de estos forman parte integral de su vida en la Segunda Parte. Y, por ende, que la vida de don Quijote discurre no sólo en un mundo de personajes ficticios, sino también en el mundo de unas personas reales, sus lectores. En última instancia, pues, la fama de don Quijote resulta no ser ni falsa ni ficticia sino ambas cosas a la vez: dependiente de nuestra lectura, es una fama real que solo se puede vivir en el mundo ficticio.

Podían haberlo dicho–lo pensaron, sin duda, antes que nosotros–tanto don Quijote como Cervantes: Lego, ergo sum.

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Leyendo hace poco la novela La ciudad de cristal de Paul Auster, parte de su Trilogía de Nueva York, encontré un personaje que “había comprendido la cuestión de por qué don Quijote no había querido simplemente escribir libros como los que tanto le gustaban, en vez de vivir sus aventuras.” El novelesco cervantista nos dejaba con la miel en los labios pues no explicaba una palabra de esa fascinante cuestión. A falta de ello me propuse hacerlo yo mismo. Y se me ocurrió que lo más adecuado sería reflexionar sobre la penitencia de don Quijote en Sierra Morena.

Al cabo de tantos comentarios como ha suscitado esta penitencia, en efecto, seguimos sin entender en qué sentido puede ser sincera esta locura voluntaria o cuál es su relación con su locura involuntaria y, por tanto, ignoramos todavía la significación de ésta. Este creo que es el asunto primordial del capítulo XXV de la Primera Parte del Quijote, un capítulo cuyo valor emblemático acerca de la naturaleza del quijotismo en la novela de 1605 es unánimemente reconocido. Lo mismo que se entiende, por cierto, que el capítulo correspondiente de la Segunda Parte, el relativo a la cueva de Montesinos, es esencial para tomarle el pulso al protagonista de la novela de 1615.

En realidad, el capítulo XXV no trata de la penitencia misma sino de sus preparativos. En cuanto a la penitencia propiamente dicha el capítulo sólo describe la pequeña demostración que ofrece don Quijote a Sancho cuando se desnuda “y luego sin más ni más dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto,” lo suficiente para que Sancho se dé “por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco” (248).[ref] Cito por el número de página de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. (Madrid: Alfaguara, 2004).[/ref] Las volteretas no son, sin embargo, más que un anuncio de la penitencia. Tanto es así que don Quijote ni siquiera se ha decidido todavía por el modelo que pretende imitar, como se lee en los primeros párrafos del capítulo siguiente:

Después que se vio solo . . . se subió sobre una punta de una alta peña y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pensado sin haberse jamás resuelto en ello, y era que cuál sería mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas que hizo, o Amadís en las malencónicas. (249)

Incluso cuando don Quijote se decide finalmente, aún se le describe preparando la penitencia: “Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñádme por dónde tengo de comenzar a imitaros” (250). La penitencia misma se despacha a continuación con esta somera descripción:

Se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza y algunos en alabanza de Dulcinea. . . . En esto y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía. (250)

Como se ve, es tan poco lo dedicado a la descripción de la penitencia misma–prolijamente discutida, ponderada, explicada y justificada, sin embargo, antes de ponerse por obra–, que parece claro que su naturaleza ha de inferirse de sus preparativos más que del acto mismo.

El que sea ésta una de las pocas veces en que don Quijote razona por adelantado sobre una de sus hazañas, sin duda se debe a que pretende que ésta sea una

con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal que he de echar el sello con ella a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero. (233-4)

No se trata, pues, de una hazaña distinta de las demás suyas sino de una en la que se resumen todas ellas. En este sentido, las explicaciones acerca de la penitencia son aplicables al resto de su conducta caballeresca. Pero la locura penitencial no sólo explica la locura general de don Quijote por tener este carácter paradigmático: aun cuando no fuera ejemplar, revelaría igualmente el funcionamiento de la locura del caballero por el hecho de tratarse de la explicación de un loco, esto es, de una minilocura explicada con la lógica de su macrolocura.

En relación con ello se ha dicho a menudo que las explicaciones que ofrece don Quijote parecen sensatas. Según J. J. Allen esta sería la menos loca de sus locuras porque “en una conversación de máxima lucidez con Sancho, don Quijote distingue perfectamente entre la ficción y la realidad.”[ref] John Jay Allen, Don Quixote, hero or fool? A Study in Narrative Technique, Parts I & II. Tallahasee, University of Florida Press, [1969] 1979, p. 173.[/ref]Si así fuera, don Quijote no estaría loco al dar estas explicaciones; en cuyo caso sin duda el episodio no sería ejemplar para el resto de una vida, que sí es evidentemente loca. Pero difiero de Allen. De la lucidez explicativa de don Quijote yo concluyo lo contrario que él: está loco precisamente porque, distinguiendo perfectamente entre ficción y realidad, opta por suspender ésta para vivir aquélla. De hecho, lo que me parece verdaderamente interesante es que la lúcida explicación de don Quijote sea la lucidez de un loco: por eso es por lo que revela la lógica de su locura.

Don Quijote comienza su razonamiento con un silogismo evidentemente erróneo: siendo “Amadís de Gaula uno de los más perfectos caballeros andantes” y dado que

cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, . . . hallo yo,” dice, “que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. (234)

Como don Quijote no pretende escribir otro Amadís sino vivir como Amadís, hay que objetar inmediatamente que imitarlo no es hacer como el pintor que imita a otros pintores, pues el verdadero homólogo del pintor sería el escritor de otra historia caballeresca.

Enseguida volveré sobre la supuesta semejanza de don Quijote con un escritor, pero antes veamos cómo contesta a otro tipo de objeción, la que inmediatamente le hace Sancho acerca de la falta de correspondencia entre las circunstancias del imitado y las del imitador. Don Quijote hubiera podido argüírle, como de costumbre, que también a él Dulcinea le había desdeñado o que, efectivamente, como sugiere Sancho, que esta “había hecho alguna niñería con moro o cristiano”; incluso, más fácilmente, podía argüir que “la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso” (236) bastaba para justificar su penitencia, como él mismo señala a mayor abundamiento. Si lo hubiera hecho, la contestación del caballero no pasaría de ser otra manifestación más de su acostumbrada confusión entre ficción y realidad, el tipo de confusión que nos impide desentrañar la razón de su sinrazón. Pero, fiel a ésta, don Quijote confiesa en cambio:

-Ahí está el punto y esa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? (236)

Veamos. Don Quijote ni olvida ni niega que tanto Amadís como Orlando hayan tenido causa para su locura penitencial. A diferencia de ellos, en cambio, él rechaza cualquier causa para su propia penitencia. Esta gratuidad no sólo encarece, en cierto sentido, el mérito de su hazaña, sino que, por así decirlo, purifica su imitación, la esencializa como mera apariencia de penitencia, negándole realidad consecuente con cualesquiera circunstancias reales.

La réplica le parece satisfactoria a Sancho, que, en consecuencia, no le rearguye a su amo, pero sólo porque el buen hombre deduce de ella algo muy distinto de lo que entiende don Quijote. Así, cuando Sancho oye que esta imitación sin causa y, por tanto, creía él, también sin consecuencias reales, se va a traducir en “rasgar las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez,” exhorta vehementemente a su amo a que se contente, “pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla,” a que se dé los testarazos “en el agua o en alguna cosa blanda como algodón”. (239) Pero no es así cómo entiende don Quijote la pureza imitativa: “Todas estas cosas que hago no son de burlas sino muy de veras. Así que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico”. (239) Aun cuando lo suyo no sea más que fingimiento, viene a decir, ha de ser un fingimiento vivido como si fuera realidad, esto es, una irrealidad convertida en realidad personal.

Este peculiar tránsito de la imitación a la vida es el que hace ya años Avalle-Arce consideró típicamente quijotesco, caracterizándolo entonces como “la vida como obra de arte”.[ref] Juan Bautista Avalle-Arce, Don Quijote como forma de vida. (Madrid, Castalia, 1976).[/ref] La intuición es excelente, pero no menos sibilina que la explicación, o, más bien, la implicación, de don Quijote. ¿Cómo hace este para vivir su vida como obra de arte, para convertirla en obra de arte? No nos preguntamos qué hace—hace o va a hacer lo que ya sabemos—, sino cómo lo hace. Sin duda lo hace mediante la locura de fundir vida y arte, pero ¿cómo se produce esta conflación cuando no deja de tener conciencia de la diferencia entre realidad y literatura? ¿Cómo es capaz entonces de vivir la literatura y no la realidad? Limitarse a repetir que lo hace porque está loco es caer en una evidente petición de principio: “Está loco porque vive la literatura y vive la literatura porque está loco.” La pregunta crítica sigue siendo: ¿cómo se puede vivir la literatura; cómo se puede “sincerar” vitalmente la mentira de una ficción artística?

Esta incógnita ha traído a las mientes de los comentaristas la figura del artista creador. Hace ya también algunos años E. Riley indicó en su conocida Teoría de la novela en Cervantes que

No hay nada excesivamente insólito en que [don Quijote] trate de imitar la vida de algún héroe ejemplar o quiera emular como un cortesano las mejores cualidades de los modelos anteriores. Pero lo que es digno de ser notado es que su manera de obrar se halla también muy próxima a la del artista.[ref]  Edward C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes (Madrid: Taurus, 1966).[/ref]

Me parece más que dudoso que el modelo de imitación artística al que se atiene don Quijote esté verdaderamente próximo al del artista creador. Ciertamente Alonso Quijano tuvo veleidades de escritor de libros de caballerías, pero adviértase que si hubiera cumplido su “deseo de tomar la pluma y [dar] fin [a la Historia de Belianís de Grecia] al pie de la letra como allí se promete”, (29) no se habría convertido en Don Quijote, sino que habría evitado su locura: al dejarla plasmada en la escritura se habría salvado de su propia fantasía. En cualquier caso, se nos dice que “sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran”. (29) Estos pensamientos, ya lo sabemos, eran precisamente el propósito de imitar con su propia vida las de los personajes caballerescos que tan asiduamente frecuentaba en sus lecturas. Me parece evidente que este deseo de continuación personal de unas aventuras caballerescas leídas no se podía satisfacer mediante la invención de aventuras ajenas, sino mediante aventuras (sui generis, sin duda) propias. Aun cuando don Quijote invente su propia realidad caballeresca, sólo superficial y, en última instancia, equivocadamente, puede entenderse su labor como una de escritura de su propia vida.

Don Quijote trata de seguir viviendo en el mismo mundo caballeresco en que vivía mientras leía sus libros de caballerías, con la única, pero importante diferencia de que ahora quiere hacerlo como protagonista y no como espectador de la aventura leída. Cuando se pretende que la propia vida se desarrolle en un mundo igual al mundo leído, es necesario vivir en la realidad propia como si fuera una realidad ficticia susceptible de vida lectora. La lectura, y no la escritura, me parece ser la manera de participar realmente en un mundo ficticio abandonando el mundo real.

El modelo de este tipo de conducta no es la del escritor sino la del lector, conductas distintas, entre otras cosas, por el grado de posibilidad de identificación del imitador con lo imitado en uno y otro caso: máxima para el lector, mínima o nula para el escritor. Si vivir la ficción es hacerla propia, o sea, creerla, esto es casi lo contrario de crearla, que implica separar al creador de lo creado.

Al vivir su vida lo mismo que vivía la de los personajes caballerescos que leía, es decir, al quijotizar su vida, Alonso Quijano adopta una vida lectora sin lectura real. No sólo enloquece pues a causa de sus pasadas lecturas, sino que su locura consiste en prolongar su vida anterior como lector a una vida actual sin libros, es decir, en seguir viviendo tal como hacía cuando leía, en portarse como si todavía leyera: no inventando ficciones como cualquier fabulador novelesco, sino viviéndolas como cualquier lector novelesco.

La locura de don Quijote es análoga a la locura del lector de ficciones. Vivir una mentira sinceramente, en efecto, quizás sea la mejor definición de la lectura de una ficción. Quizás nuestra primera reacción como lectores de ficciones sea creer en ellas, es decir, no darnos cuenta de que son ficciones, como sostiene el psicólogo Richard Gerrig. Se trata según él de una “construcción voluntaria de la incredulidad” en la ficción, que invierte la conocida definición de Coleridge de “suspensión voluntaria de la incredulidad”.[ref]Richard J. Gerrig. Experiencing Narrative Worlds. On the Psychological Activities of Reading. (New Haven and London, Yale University Press, 1993), passim.[/ref]

Mentira conocida o desconocida, no por ello dejamos de vivirla cuando la leemos. Más aun, suspender la incredulidad ante lo ficticio o mantenerla no implica descreer de la realidad. Al contrario, es la creencia en la realidad la que permite reconocer lo ficticio como tal, como algo cuya increibilidad queda en suspenso o, alternativamente, en lo que se acaba por descreer.

Esta lectura de la ficción como si fuera realidad (ya sea por suspender ésta ya por confundirla con ella) es la que todos hacemos mientras leemos. Para poder leer la ficción como tal no hacemos la realidad increíble, sino justamente lo contrario, aceptamos que la realidad haga increíble lo leído. Este contraste es el que nos permite bien suspender la realidad cotidiana, bien construir la realidad ficticia, y vivir esta última como alternativa. Leer ficciones es mantenerse en la realidad y simultáneamente vivir en otra realidad enquistada dentro de ella, distinguibles una de otra por su recíproca contradicción.

La conducta de don Quijote al hacer penitencia en Sierra Morena es una “lectura” de este tipo: una imitación de su anterior lectura de libros de caballerías. Para poder seguir leyendo ahora como cuando leía entonces, viviendo lectoramente las aventuras, don Quijote necesita materia tan ficticia como la que leía en los libros de caballerías, una materia increíble como realidad.

No ha dejado de señalarse que Sierra Morena es un lugar especialmente apropiado para vivir esta “locura” lectora por ser un lugar ya casi literariamente ficticio en sí mismo a causa de su contraposición a y su aislamiento en esa otra realidad más amplia que amo y escudero han dejado atrás, en la llanura, la que albergaba a galeotes, Santa Cruzada y demás circunstancias mundanales. Este aislamiento contextual no deja de contribuir al necesario carácter ficticio de la acción penitencial, pero lo decisivo es que sea don Quijote quien adecúe su conducta al contexto, quien ficcionalice su penitencia al rechazar cualquier tenue relación que pudiera tener con causas reales anteriores. En efecto, si la locura penitencial obedeciera a alguna causa real no sería ficiticia, ni, por tanto, susceptible de vida lectora. Don Quijote sólo la puede vivir (como ficción) en la medida en que difiere de la realidad o la realidad de ella. Dicho de otro modo: si don Quijote hiciera esta falsa penitencia de cualquier modo distinto al de la lectura, sin leerla, la viviría falsa y no sinceramente–que es lo que Sancho quería y entendía. Para poder vivirla con sinceridad ha de leerla como si fuera una ficción, es decir, en tanto en cuanto es contraria a su realidad.

La clave de esta decisiva contrariedad para llevar a cabo la vida como obra de arte, la brinda la confesión de don Quijote acerca de la realidad de Aldonza Lorenzo o, si se quiere, acerca del carácter ficticio de Dulcinea. Una confesión que todos recordamos, pero no por conocida menos asombrosa:

Dulcinea no sabe escribir ni leer y en toda su vida ha visto letra ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre de estos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres, Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales, la han criado. (242)

Evidentemente no es su amor por Aldonza Lorenzo durante doce años el que le lleva a idealizarla como Dulcinea. Es la necesidad caballeresca de una amada (ficticia) la que produce a Dulcinea a partir de la aldeana. Tampoco fueron las virtudes de su caballo las que le llevaron a convertirlo en cabalgadura digna de un caballero andante, sino que fue la necesidad de esa montura la que le hizo utilizar al jamelgo de que ya disponía para conseguir la cabalgadura adecuada. Como tampoco fueron la personalidad ni el trato con su vecino Sancho Panza los que le incitaron a transmutarlo en escudero, sino la necesidad caballeresca de este tipo de acompañante. En todos los casos don Quijote parte de la necesidad de una ficción análoga a las anteriormente leídas, elige una realidad contrapuesta a ella, o sea, capaz de ficcionalizar a su contrario, y “lee” esa ficción personalizada.

Aun cuando don Quijote afirme respecto de Aldonza/Dulcinea no hacer sino “como todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen” (244)–lo cual, por cierto, si se aceptara literalmente, contradiría su creencia en la verdad histórica de los libros de caballerías–, esto es sólo parcialmente cierto y, desde luego, no da cuenta de todo su proceso imitativo. Repito: se quedan cortos quienes equiparan la conducta de don Quijote a la de un escritor. Si en vez de leer su vida, sólo la imaginara (la escribiera, por ejemplo), no podría vivirla. El paralelo que él mismo ofrece de su labor con la de los poetas se limita a indicar el papel contradictorio de la realidad para la ficción que se propone vivir.

Sin duda Dulcinea es a Aldonza como cualquier Amarilis, Silvia, Diana, Galatea o Fílida es a su modelo real, pero los creadores de estas figuras literarias, a menos de quijotizarse, no pretenden vivir en el mismo mundo que ellas. A diferencia de ellos, don Quijote se caracteriza por vivir en ese mundo idealizado: no por crear una realidad alternativa tal como hacen los poetas, sino, tal como hacen los lectores, por creer y participar en ella. Su locura consiste precisamente en sustituir la realidad de la escritura por la distinta realidad de la lectura.

Adviértase la diferencia de Sancho con su señor respecto de esta relación entre Aldonza y Dulcinea. Confesada ésta por don Quijote, Sancho llega a encolerizarse prometiendo toda clase de violencias si Aldonza/Dulcinea no se aviene a responder adecuadamente a su enamorado. Lo cual hace declarar a éste: “A fe, Sancho, . . . que a lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo”. ¿Acaso Sancho, espectador de la locura ficticia, que no falsa, de su señor, llega también a vivirla, prometiendo actuar en consecuencia? No, su locura, muy distinta de la de don Quijote, consiste en confundir ficción y realidad, en equipararlas en vez de distinguirlas, como es de rigor en la lectura. Desconocer la diferencia entre la realidad y la ficción sería estar loco sin lectura alguna. Pero Sancho, naturalmente, carece de experiencia lectora. Está loco, entiende su señor, en la medida en que ignora que la relación entre Aldonza y Dulcinea ha de ser excluyente, que una ha de hacer ficticia a la otra y no relacionarse con ella más que para negarle realidad. Para don Quijote equiparar a Aldonza con Dulcinea es una locura que desconoce que el mundo leído y el no leído se relacionan por contraposición y no por semejanza. O, dicho de otro modo, la ficción (reconocida como tal) no es una extrapolación de la realidad sin contradicción con ella, sino una alternativa vital a la realidad.

Ahora bien, si todo lector está “loco” al vivir sinceramente una ficción bien suspendiendo la realidad que la hace increíble, bien construyendo esa irrealidad, ¿en qué se distingue de cualquier otro loco o del loco don Quijote? Se distingue en que aunque el loco corriente viva sinceramente lo que cree, ignora involuntariamente la realidad que lo hace increíble. Leer ficciones, en cambio, es una locura voluntaria, tanto si se trata de una construcción voluntaria y provisional de la ficción como si lo entendemos como suspensión voluntaria y provisional de la realidad. De ahí que en la medida en que don Quijote distingue entre ficción y realidad, su locura penitencial no sea ni más ni menos loca que cualquier lectura de ficción. Pero de ahí también que la voluntariedad de su locura penitencial no sea óbice para la involuntariedad de su locura crónica.

Para comprender la locura de don Quijote basta con comprender nuestra propia lectura: salvo en lo relativo a la voluntariedad, el tránsito del caballero de la cordura a la locura es el mismo que el de la vida real a la vida lectora. Don Quijote comprende y demuestra que la voluntariedad es la única diferencia entre vivir una mentira y vivir una ficción, es decir, entiende, y practica, el funcionamiento de la lectura, pero no sabe que está leyendo. A diferencia de su locura/lectura crónica, de la que no tiene conciencia y que no puede abandonar, la penitencia en Sierra Morena es, en efecto, una locura/lectura voluntaria que sí puede abandonar, y de hecho abandonará, cuando quiera. Don Quijote está loco sólo en la medida en que vive involuntariamente como si todavía leyera. Claro que al no ser voluntaria su lectura no se trata de una verdadera lectura. (Si lo fuera, no sería tal locura.)

Consecuencia de que la locura de don Quijote sea característicamente lectora, aun cuando él lo ignore, es que actúe sensatamente cuando las circunstancias le impiden hacer como si leyera su vida como ficción. Esto es lo que ocurre cuando su realidad circundante es indistinguible de la ficción. Es el caso de la Segunda Parte de la novela. También entonces vive, o vive en, una realidad leída, sin duda, pero no leída por él sino por los lectores de la Primera Parte de su Historia. Don Quijote es incapaz entonces de suspender su realidad circundante justamente porque la realidad en la que está coincide con su ficción. El episodio paradigmático de esta circunstancia en la Segunda Parte será, correspondiendo al de Sierra Morena en la Primera, el de la cueva de Montesinos. En ese momento, incapaz de distinguir entre ficción y realidad, el paradigma de la locura lectora de don Quijote no será la locura de leer, sino el sueño de la lectura.

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El título lo insinúa, pero lo aclaro de antemano: no les voy a hablar de lo cómico,  en cualquiera de sus variedades de burla, parodia, sátira, chiste, caricatura, ironía, etc.;  ni siquiera voy a hablarles de lo ridículo o de lo hilarante.  Todo esto de lo que no les voy a hablar produce risa, incluso se mide por la risa que produce, y de ésta sólo es de lo que les voy a hablar. Voy a hablarles, además, de la risa como fenómeno fisiológico, atendiendo sólo de pasada a cualquiera de sus aspectos psicológicos de regocijo, de alivio, de triunfo, de superioridad–todos ellos supuestas consecuencias de la risa según la multitud de teorías existentes sobre ella.  Voy a hablar, pues, de una respuesta corporal reflexoide, dependiente del tálamo y el hipotálamo, o sea, del cerebro antiguo o intermedio, y no de facultades mentales superiores de las que se encarga otra parte del cerebro de desarrollo más reciente.

Voy a hablarles de la risa y de sus consecuencias para la literatura y muy especialmente para el Quijote, ese Quijote risueño, lleno de una risa hoy en gran parte marchita que, según el cervantismo más reciente, deberíamos saber recuperar.  Y voy a intentar mostrarles que no sólo esto es prácticamente imposible, sino que puede ser literariamente peligroso.

Parece ser que nos hemos olvidado de que en su día la lectura del Quijote producía ante todo risa, una risa a carcajadas.  Se suelen traer a colación a este respecto las muy conocidas palabras de Baltasar Porreño, uno de los cronistas de Felipe III, según las cuales, viendo éste desde una ventana de Palacio a un muchacho con un libro en las manos que reía a carcajadas, exclamó: “Aquel estudiante o está fuera de sí o lee la historia de don Quijote” (Russell, 421).

¿Quién o qué  hacía reír al estudiante, se preguntaba Felipe III, la locura, efecto sin causa conocida, o la lectura, causa sin este insólito efecto?  Bien pensado, quizás al rey nunca le pasara por las mientes la locura del muchacho, y la disyuntiva fuera retórica, una manera del monarca de presentar como ingeniosa explicación de aquella detonante descompostura lo que él sabía de antemano que estaba ocurriendo.

La disyuntiva, en cualquier caso, no oponía los términos, sino que los equiparaba: ambas explicaciones eran igualmente válidas para la conducta observada. ¿Es posible equiparar locura y lectura? Sin duda. ¿Qué mejor caracterización de la lectura que la de estar fuera de sí, en la imaginación de otro u otros, autores o personajes, ajeno a la realidad circundante?   Y ¿equiparar locura y risa? También. Quizás sólo la naturalidad de la risa nos lo impida, pero basta con aislar la conducta del que ríe de sus motivos para sorprenderse, cuando menos, de lo mucho que se asemeja a una crisis de locura: crispar espasmódicamente los músculos faciales, los de la laringe, los torácicos y los abdominales, mostrando los dientes, entrecerrando los ojos, lagrimeando,  aullando intermitentemente, jadeando convulsivamente, bien puede ser, en efecto, dar muestras ciertas de haber perdido el juicio.

Tal como refiere Porreño el sucedido, parece que al monarca le hubiera bastado con oír una risa excesivamente ruidosa, sin duda acompañada de aspavientos, para hacer la observación.  Yo me inclino a creer que se trata de una imprecisión del cronista.  Identificar al reidor como estudiante no parece posible más que reconociéndole por el vestido–a menos que Felipe III le conociera de antemano o se encontrara en los patios de la Universidad.  El monarca, además, debió de ver que el estudiante tenía un libro en las manos: no habría bastado una risa ruidosa cualquiera para hacerle pensar en la lectura, del Quijote o de cualquier otro libro.

Sucediera como sucediera–y hay quien pone en duda que haya ocurrido–al rey no se le ocurrió pensar en la lectura en general, en cualquier lectura, sino muy precisamente en la del Quijote.  Por lo visto, la risa lectora era lo suficientemente notable como para poder inferir de ella no ya el tipo, sino incluso la identidad del libro leído.  Esta singularidad del Quijote se debía bien a su conocida eficacia hilarante, bien a la escasez de otros libros de este tipo. Sabiendo Felipe III, como parece ser que se sabía, que el Quijote era un libro cuya lectura hacía reír, ni tenía que haberlo leído para adivinar qué hacía reír a aquel lector, ni tenía que adivinar qué pasaje del Quijote estaba leyendo.

¿Aplaudiría o reprocharía el rey la conducta del lector del libro, la conducta de su autor?  No lo sabemos, pero, fuera su intención censoria o aprobatoria, la exclamación no indicaba que se tratase de una lectura impertinente sino, al contrario, que era la apropiada para ese libro.

Resulta extraño imaginarse a un lector portándose como un loco, es decir, riendo a carcajadas, y tener que concluir que la causa de su conducta es la lectura de una obra literaria.  ¿No es lo propio de la literatura la dignidad, la solemnidad incluso? ¿Es compatible la carcajada con la literatura? ¿Es compatible la literatura con esta o con cualquier otra reacción corporal?  ¿Son acaso literarias las manifestaciones corporales; lo son sólo en el caso de la literatura cómica, esa que, por definición, hace reír–única definición posible de lo cómico–?  ¿Es la literatura que hace reír tan literaria como la que ni lo hace ni lo pretende?

Si por lectura entendemos no el desciframiento de signos, sino la comprensión y la participación en el sentido de lo descifrado, es evidente que la lectura sí puede hacer reír.  Lo que no es evidente es que la lectura que hace reír sea una lectura propiamente literaria.  Es difícil homologar literariamente una lectura seria y silenciosa con una ruidosa y visible.  (A menos que seamos de la opinión que toda lectura, y muy especialmente la literaria, es ya siempre un tipo de locura. En cuyo caso la lectura hilarante, al hacer sensible esa enajenación esencial del lector literario, sería paradigmáticamente literaria.)

Toda lectura tiene efectos involuntarios tanto psíquicos como corporales.  Se suele entender que la visibilidad de los efectos corporales los convierte en sintomáticos de unas reacciones espirituales correspondientes: la lectura que da miedo se puede manifestar por un encogimiento corporal de defensa, acompañado quizás de un semblante tenso, de pupilas dilatadas: literatura de horror o gótica, como dicen los ingleses; la lectura que causa pena, lástima o compasión, puede hacer llorar: literatura lacrimógena, que decimos nosotros; incluso puede pensarse en una lectura que dé tanto asco que cause náuseas: literatura emética, quizás.  Estas lecturas no se distinguen de la que hace reír por el grado mayor o menor de manifestación corporal: también el efecto regocijante de una lectura puede oscilar entre un contento invisible y un aspaventoso ataque de risa. Pero ¿se trata verdaderamente en cualquiera de esos casos de lecturas literarias? O, más inquietantemente, ¿sigue siendo lo literario lo que es a pesar de esas reacciones?

Adviértase que el miedo, la tristeza, la compasión, el regocijo pueden acompañar a una lectura literaria sin, por así decirlo, empañar su pureza estética, al menos sin ponerla en entredicho, en la medida en que no se manifiestan corporalmente o lo hacen de un modo imperceptible que es fácil pasar por alto.  Pero las carcajadas, en cambio, no pueden pasar inadvertidas: no acompañan sino que interrumpen.

El caso es que todos esos efectos psíquicos leves o intensos van acompañados de manifestaciones corporales sutiles o evidentes.  ¿Es posible desechar éstas como no literarias y mantener aquéllos como literarios?  ¿Por qué la compasión sería literariamente aceptable y no lo serían las lágrimas que a veces la acompañan?  Lo mismo puede preguntarse del regocijo cómico: ¿sería sólo literario el efecto anímico y no su acompañamiento corporal? Difícil sería mantenerlo cuando no se puede determinar solución de continuidad alguna entre el contento silencioso e invisible, la sonrisa visible, pero callada, y el doblarse ruidosamente de risa.

Tan problemática resulta la condición estético-literaria del regocijo como la de la carcajada, la de la compasión como la de las lágrimas, la del asco como la de la náusea. Pero ello es tanto más inquietante en el caso de la risa cuanto que ésta es el propósito evidente, a veces literalmente declarado, de muchas obras que no dudamos en considerar literarias. Me refiero a obras cuya intención hilarante es tan indiscutible como el  Pantagruel o el Gargantúa, o como El Buscón, por hablar de clásicos antiguos, pero igualmente se puede pensar en Tom Sawyer, en Zazie en el Metro o en La venganza de don Mendo. El etcétera, claro, es abundantísimo. Reírse a carcajadas con la lectura de esas obras no es malentenderlas, sino responder a ellas apropiadamente. Si dejáramos fuera de una consideración literaria toda carcajada provocada por la lectura de una de ellas, ¿no estaríamos desatendiendo su intención o su eficacia literarias?

Otra inquietante característica de la risa: cuando un autor quiere hacer reír y lo consigue, impide que su intención se pierda en el laberinto de las interpretaciones. Nadie, en efecto, se ríe de la gracia que no comprende: quien se ríe, la comprende; es más, la comprende riéndose.  ¿Qué clase de comprensión es entonces la de la risa, que parece lo contrario de ella?  Porque la risa no permite contradicción ni cambio alguno, no es discutible, mientras que la comprensión acostumbrada implica la posible y reiterable defensa de su validez.  La risa despeja toda incógnita y concluye cualquier argumento.  Lo que tiene gracia, hace reír, y cuando no hace reír, es que no tiene gracia.

Comprensión simultáneamente mental y corporal de lo leído, cuando hay risa, es que el cuerpo ha comprendido.  Si el cuerpo no se ríe, sutil o abiertamente, es decir, si no hay risa, no hay comprensión. ¿Cuál es la distancia, en efecto, entre comprender un chiste y soltar el trapo?  ¿Cuál es la operación intermedia?  ¿Acaso se puede medir la comprensión de una situación intencionalmente hilarante más que por la hilaridad que causa?  Y ¿qué puede ser una literatura cuya eficacia deba medirse con un risómetro?

Se siente uno tentado de decir que la carcajada mata la experiencia estética, pero me temo que sea peor aun: la carcajada es la reacción estética a las obras hilarantes.  Cualquier otra reacción adicional a la carcajada será posterior a ella y ajena al propósito literario de la obra hilarante.

Y otra sorpresa más de la risa. La risa no es síntoma, traducción o expresión del regocijo que causa lo ridículo.  En realidad, si se pudieran separar risa y regocijo, que no lo creo, deberían entenderse en sentido opuesto, esto es, yendo de la reacción corporal a la espiritual: la risa como causa del regocijo y no al revés.  No digo que lo que hace reír no cause también, simultáneamente, regocijo, sino que gran parte de ese regocijo es quizás consecuencia de la risa: es, simplemente, el placer de reír, por las causas que sean.  Y creo que se puede decir lo mismo de la tristeza y de las lágrimas, del asco y del vómito: quizás se esté triste porque se llora y no se llore por estar triste; quizás se sienta asco porque se vomita y no se vomite porque se sienta asco.

Este carácter primario de la reacción risueña ataja todo intento de explicación, de reflexión sobre la relación entre la literatura, el regocijo cómico y la risa.  A menos, claro, que aceptemos que la comprensión del cuerpo, tan evidente en esta última, pueda ser el origen y no el final de la comprensión. Quizás la reacción corporal sea el punto cero de la literatura, de modo que lo literario se deba medir, por simple gradación, por su alejamiento de este originario agujero negro de la literatura. Este origen corporal de la reacción estética no sería ni contrario ni independiente de la reacción espiritual acostumbrada, sino, más bien, su otra cara, lo que, cuando pasa inadvertido, le falta a ésta para alcanzar una existencia completa, para imponerse como certeza indudable.

No me parece que sea ello más paradójico que el plausible origen figurativo de todo lenguaje literal, o que el juego originario del que, se puede mantener, surge el trabajo.  Aplicada a la comicidad esta conocida paradoja, significaría que la seriedad no es más que aquello cuya comicidad originaria se ha olvidado, un absurdo o una incongruencia inicialmente cómicos, cuya repetición les hace acabar por convertirse en seriedades ortodoxas.  (Bien sabido es, en efecto, que la repetición es enemiga mortal de lo cómico.) La carcajada no sería entonces sino la invención, el descubrimiento de ese oculto origen de la seriedad; sería el tropezón que, siempre amenazante, da al traste con el inestable equilibrio de la seriedad acostumbrada.

Es curioso a este respecto que, análogamente también al idioma figurativo, la risa carezca de sentido estricto: el sentido literal de lo hilarante no es más que la falta de sentido, el absurdo, de una seriedad cualquiera.  (Bien es verdad que, como el pensamiento tiene horror al vacío, la comprensión del absurdo,  es decir, la risa, da lugar inmediatamente a su interpretación, a su análisis–sin duda  quehaceres ajenos a la risa misma.)

¿Es entonces más acertadamente literaria una lectura del Quijote a carcajadas que una lectura seria?

Volvamos a la risa, a la locura y a la lectura; a la aparente locura del lector del Quijote y a la locura lectora de don Quijote.  Risueña una, seria la otra, nos reímos de la seriedad de su lectura de los libros de caballerías–tan seria que la pone por obra en su propia vida, prueba definitiva de seriedad.  Nos reímos pues de su vida, consistente en actuar como si siguiera leyendo estos libros.  Nos reímos, en buena cuenta, del absurdo quijotesco consistente en no distinguir entre ser y leer.  Esta conflación a unos nos parece cómica, y nos reímos.  Para otros en cambio es una triste gracia, una gracia seriamente triste, esta necesidad de distinguir entre ambos mundos, el vivido y el leído.  Para don Quijote la separación entre ellos no tiene gracia alguna, se lamenta de ella repetidamente y, desde luego, intenta remediarla.  Pero en cualquier caso, al reír, al llorar, o al llorar por haber reído, unos y otros, incluso don Quijote, comprendemos todo lo que hay que comprender acerca de la enrevesada relación entre vida y lectura.  Cualquier deseo de comprensión adicional al que supone cualquiera de esas reacciones corporales involuntarias no intenta comprender su (quijotesca) relación, sino el motivo y las consecuencias de nuestra comprensión de ella.  Ningún comentario al Quijote explica la comprensión fulgurante de la risa o del llanto que provoca, sino que intenta justificarlos.

¿Era la risa la reacción que se proponía Cervantes, aunque hoy lo hayamos olvidado, como pretenden últimamente varios hispanistas a cuya cabeza están Peter Russell y Anthony Close?  En ese caso, bien se podría decir que nuestro olvido equivale al fracaso actual del propósito de Cervantes: si la risa es la respuesta adecuada a la obra hilarante, ¿acaso no se debe pensar que cuando no hace reír es que se ha muerto?  (Coyuntura no muy distinta, entre paréntesis y de nuevo, de la del lenguaje:  figurativo antaño, literalmente aceptable hoy.)

Si hiciéramos lo que Russell y compañía aconsejan, si nos riéramos a carcajadas al leer el Quijote–título de su trabajo sobre el tema: “Don Quijote y la risa a carcajadas”[ref]Russell, P. E.   “Don Quijote y la risa a carcajadas,” Temas de ‘La Celestina’. (Barcelona: Ariel, 1978): 407-40.[/ref]–, ¿habríamos comprendido ya el Quijote o esa comprensión estaría todavía por abordar? ¿Qué quedaría por comprender? ¿Qué otra labor quedaría por hacer para comprenderlo mejor?  (En cualquier caso, parece que habría que evitar la relectura del Quijote, pues, sabida la poca gracia que hace una gracia recalentada, difícilmente volveríamos a reír al releerlo.)

Aunque meritorio, el análisis de (los motivos) de la risa siempre es impertinente: o tiene en cuenta las circunstancias que hacen reír al lector actual o se atiene a las circunstancias de la risa en el pasado–por ejemplo, en tiempos del autor. Lo malo es que unas y otras no se condicen: la risa del pasado no explica nuestra risa actual. En materia de risa la ayuda filológica tiene una utilidad muy limitada, dada su costumbre de olvidar cómo se lee, y se ríe, hoy,  para recordarnos cómo se leía, y se reía, entonces.  Por muchas explicaciones y por muchos recordatorios que desentierre, la filología no consigue hacer reír, es decir, no consigue recuperar lo hilarante.  La naturaleza espontánea, involuntaria de la risa no se aviene con explicaciones, ni históricas ni sociales ni psicológicas. Tampoco la náusea, las lágrimas, el miedo, la excitación sexual se pueden recuperar mediante explicaciones.   ¿Qué efecto psicalíptico tendría hoy,  por ejemplo, por muy minuciosa que fuera la explicación de su pasada salacidad, un texto que describiera la desnudez de una pantorrilla, femenina o masculina?

Hoy el Quijote no hace reír o muy poco.  En gran medida se le ha muerto la risa. Si lo literario fuera lo que más se acerca a la intención del escritor tal como la evidencian las reacciones de sus lectores coetáneos, entonces el Quijote, literatura antaño risueña, habría dejado de ser literaria.  O, alternativamente, no sería más literario que entonces. Aunque también es posible que no fuera entonces sino marginalmente literario, y sólo ahora, al perder comicidad, se haya literaturizado plenamente.

Pero Russell y compañía no sólo nos informan históricamente de un modo de leer el Quijote que hoy ya no ocurre, sino que quieren convencernos de que ése es el Quijote verdadero que hay que volver a leer.  De sus acertadas precisiones históricas yo no saco en conclusión como ellos, sin embargo, que hoy se lea mal el Quijote porque no nos riamos con él o de él, sino que, en vista de que ya no hace reír, se sigue leyendo de la única manera actualmente posible para que siga teniendo valor literario.  Es decir, concluyo que lo centralmente literario del Quijote hoy no es su marchita comicidad, sino su vigente problemática lectora, tan deslumbrantemente iluminada por esa risa muerta.

Condenar la seriedad de la lectura actual como de origen romántico y ajena al propósito cervantino me parece que es mantener una sarta de desuetas creencias acerca de la trascendencia histórica del propósito del autor y acerca de su intención como origen decisivo del sentido de la literatura. Obligar hoy a que el Quijote haga reír, o insistir en ello, es matar al Quijote con una lectura anacrónicamente romántica.

Antes de concluir, para concluir, un detalle, el de la naturaleza aniquiladora de la risa: la risa, comprensión absoluta, decisiva, agota el sentido de lo que lee, lo consume totalmente sin dejar resto.  Hagamos la prueba de esta voracidad con un pasaje del Quijote que creo que todavía sigue siendo hilarante, el de la pelea nocturna en la venta de Juan Palomeque, cuando don Quijote, Maritornes, el arriero, Sancho y el ventero se enzarzan física y mentalmente en un remolino de golpes y de equivocaciones.

Para que la prueba dé resultado es necesario que se presten ustedes a ella; es decir, que se rían libremente cuando la lectura les haga gracia, en vez de reprimir las ganas de reír por mor de la buena educación, del decoro correspondiente a una conferencia, etc.  Aunque eso es lo que nos han enseñado, reírse a carcajadas no debe tener la misma baja consideración social de, por ejemplo, el eructo o el rascarse en público.  Les invito pues a que dejen que su cerebro sáurico responda libremente al estímulo de la lectura.  No desatiendan la palmaria voluntad cervantina al escribir este pasaje: ríanse si les hace gracia. Me dirán que ustedes no han venido aquí a reírse, sino a oír hablar seriamente de la risa. Bien, pues de eso se trata, de una pequeña prueba seria de risa.

Vamos a ello. Don Quijote cree que Maritornes, la criada asturiana de la venta, es la hija del señor del castillo en que se aloja, “la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche, a hurto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza.” En realidad, “había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos,” y ése es el propósito de la moza al entrar a tientas en el camaranchón o desván donde, al lado del arriero, reposan los doloridos caballero y escudero. En la oscuridad Maritornes topa primero con don Quijote, quien la retiene abrazada, a pesar de los esfuerzos de la muchacha por desasirse, para explicarle que está “tan molido y quebrantado que, aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible.” Pero, sobre todo, continúa el reticente hidalgo, es que se añade

 a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.

Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse.  El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió, estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones que él no podía entender.  Pero como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero que le bañó la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas y con los pies más que de trote se las paseó todas de cabo a rabo.

El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero; y luego imaginó que debían ser pendencias de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía.  Con esta sospecha se levantó y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza.  La moza, viendo que su amo venía y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo.  El ventero entró diciendo:

-¿Adónde estás, puta?  A buen seguro que son tus cosas éstas.

En esto despertó Sancho y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a su despecho, le quitó el sueño; el cual viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.

Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario.  Lo mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía.  Y así como suele decirse, el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa que no se daban punto de reposo.  Y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil y, como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto que a doquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana (Don Quijote, I, xvi).[ref]Citas por el número de página de Miguel de Cervantes.   Don Quijote de la Mancha.   Edición del Instituto Cervantes. Dirigida por Francisco Rico.   (Barcelona: Instituto Cervantes. Crítica, 1998).[/ref]

He oído algunas carcajadas. Creo que he visto sonrisas en todos nosotros. Hablemos seriamente de ello.  ¿Hubiéramos podido evitarlas?  ¿Hubiera bastado la voluntad de no reírse?  Sí, quizás con cierto esfuerzo lo hubiéramos conseguido.  Pero el esfuerzo habría sido ya muestra del carácter espontáneo de la risa que queríamos atajar.  De lo contrario no hubiera hecho falta esforzarse. Sólo hubiéramos podido evitar la risa no escuchando la lectura del pasaje, tapándonos los oídos, abandonando esta sala, no atendiendo a lo que oíamos por tener el pensamiento en otras imaginaciones o preocupaciones.  Hubiera bastado también la decisión de analizar el pasaje, por ejemplo, contando el número de palabras oídas o su frecuencia, o los gestos con que yo acompañaba su lectura.  Pero eso hubiera equivalido a ausentarse de la escena descrita.

Después de haber reído, es decir, ahora mismo, podremos también arrepentirnos de haberlo hecho, podremos reflexionar sobre lo que hemos hecho y sobre por qué lo hemos hecho.  Es lo que estamos haciendo.  Pero lo estamos haciendo porque ya nos hemos reído.

Quizás algunos oyentes no se hayan reído en absoluto aun cuando escuchaban atentamente y comprendían la escena en todos sus detalles.  Simplemente no le habrán visto la gracia.  No se la habrán visto por muchas razones, pero también ellas habrán sido involuntarias.  Cualquier explicación que se les diera a estos adustos oyentes sería incapaz de hacerles reír ahora, a toro pasado; y dudo de que fuera capaz de hacerles reír si se les hiciera escuchar la escena de nuevo.

No sé si quienes no se han reído, los que no le han visto la gracia al pasaje, lo han escuchado más literariamente que los que nos hemos reído.  Lo que sí sé es que no han tenido la reacción que, todo hace suponerlo, pretendía Cervantes.

Quienes sí le hemos visto la gracia y nos hemos reído, ¿qué otra experiencia literaria hemos tenido mientras nos reíamos, al reírnos?  ¿Acaso estábamos comprendiendo mal el pasaje?  ¿Se nos escapaban otras significaciones de él más importantes que la intención de hacer reír?  Lo dudo, pero aun cuando así fuera, es indudable que esas significaciones habrían quedado eclipsadas por la risa y habría que recuperarlas una vez extinguida ésta, sin duda trabajosamente y sin que causaran regocijo alguno. ¿Serían también parte entonces de la reacción literaria al pasaje?

No, hemos comprendido su gracia repentínamente, sin ayudas ni reflexión algunas.  El regocijo que se nos disparó al reír, el que todavía nos queda en el cuerpo, creo que tiene más que ver con esa economía, con esa rapidez de comprensión del suceso que con cualquier sentimiento de superioridad, de alivio, de satisfacción, explicaciones tradicionales de la risa.  O, mejor dicho, el regocijo sí tiene que ver con esos sentimientos, pero no entendidos como superioridad sobre los personajes, como alivio de no estar entre ellos o de no ser como ellos, como satisfacción de saberlos castigados o premiados, sino con la superioridad, con el alivio, con la satisfacción de haber comprendido el pasaje así de instantáneamente, así de indudablemente, así de decisivamente; tanto, que el cuerpo se nos ha reído, que nos hemos reído.

Acabada la escena, como quien dice a la salida de este túnel de la risa, el regocijo resultante se debe quizás a que hemos comprendido por medios distintos de los laboriosamente conscientes y reflexivos.  Quizás esta facilidad es lo que ha producido esta alegría; quizás esta alegría es síntoma de habernos reído, y no al revés.

Lo irresistible de la ridiculez del pasaje tiene su emblema, en efecto, en la oscuridad de la escena:  “Toda la venta estaba en silencio y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada en medio del portal ardía.” Así se inicia.  “Y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil y, como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto que doquiera ponían la mano no dejaban cosa sana.” Así termina.

Esta falta de luz me parece el correlato objetivo de la locura de don Quijote y de la simplez de Sancho, oscuridades ambas de la razón; igualmente lo es de las equivocaciones de los otros tres participantes, mentalmente ciegos. Pero ¿no es también el correlato de nuestra propia actividad lectora, esa risa nuestra que, a modo de sol negro, no alumbró la escena, sino que nos eclipsó en ella la luz de la reflexión?  En la risa, en efecto, confluyen todas las cegueras o tinieblas de la razón: cortocircuito mental, conexión desacostumbrada, anormal, pero perfectamente eficaz, tras un chispazo de comprensión, acaba en un apagón.

¿Estaría leyendo el estudiante este mismo pasaje cuando lo observó Felipe III?  ¿Leería las descompuestas acciones en la oscuridad de unos individuos enajenados–uno por su imaginación, otro por su falta de ella, otros por sus errores–, y comprendió instantáneamente lo incomprensible de sus acciones? La inmediatez de su aceptación de ese absurdo como tal absurdo, el alivio que le supuso para una comprensión sensata y laboriosa, debió de ser total y le sacudió todo el cuerpo: estalló en alegres carcajadas.  En ese momento también él perdió la razón, enloqueció.

Felipe III tenía más razón de lo que creía.  No había disyuntiva alguna: el estudiante estaba fuera de sí porque leía apropiadamente la historia de don Quijote: la leía a carcajadas.  Bien pensado, quizás también Felipe III haya estallado en carcajadas al darse cuenta de ello.

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Es casi obligado, desde luego acostumbrado, leer el libro del Quijote como un todo, leer no sólo la novela propiamente dicha, sino también sus textos ancilares: preliminares administrativos, dedicatoria, prólogo, versos laudatorios y hasta tabla de los capítulos. La crítica no ha dejado de destacar la contribución suplementaria de estos paratextos a la comprensión del texto, resaltando el valor literario de la imbricación de unos en otros. Que todos ellos contribuyan al mejor entendimiento de la novela no desvirtúa el hecho de que ésta se limite a la historia “monda y desnuda” de las aventuras de don Quijote sin textos liminares; sobre todo no autoriza a equiparar funcionalmente los distintos tipos de textos que componen el libro. Ni desde el punto de vista de la escritura, ni, consecuentemente, de la lectura, tienen la misma intención o función cualquiera de los textos liminares y el texto al que acompañan.

Un prólogo no se lee como se lee una novela: su carácter ancilar obliga a leerlo en función del texto que prologa como preparación de su inminente lectura. Su objeto es pues metanarrativo: la lectura todavía inexistente de la materia novelesca y no esta misma. El prólogo determina esta lectura mediante precisiones y consideraciones dirigidas a un lector que desconoce tanto la materia prologada como, ante todo, el tipo de lectura adecuada a ella. Es como si el prólogo dijera a su lector: “Si tienes en cuenta estos datos, estas circunstancias o estas consideraciones, estarás en condiciones óptimas de emprender la lectura de lo que sigue.” El acto ilocutivo prologal consiste justamente en esa transformación del lector del prólogo en lector narrativo ideal.

Para conseguir esta transformación no importa gran cosa que los términos del prólogo sean ciertos o falsos, pero sí que el lector del prólogo se reconozca en los supuestos, más o menos amplios e inclusivos, que respecto de él hace el prologuista; es decir, que se identifique con el sujeto de la transformación. Prueba de ello es el hecho conocido de que los prólogos se modifiquen a veces en sucesivas ediciones.

Es evidente que las circunstancias del lector actual de la Primera Parte del Quijote han cambiado mucho respecto de las de 1605. A pesar de ello aceptamos su Prólogo como si estuviera dirigido a nosotros; es decir, nos equiparamos al lector de 1605. ¿Es esto posible?

La transformación lectora que lleva a cabo el Prólogo del Quijote de 1605 comienza por suponer que este lector espera que el libro sea el “más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse,” expectativa habitual que en esta ocasión, dice, es infundada. Para que se cumpliera habría hecho falta que su autor no adoleciera de un ingenio estéril y mal cultivado, como confiesa ser el caso, del que no se pueden esperar sino partos secos, desordenados y extravagantes. Esta modestia tiene sin duda mucho de retórica, pero, dadas las circunstancias que más adelante declara el prologuista, no podía suscitar las mismas conclusiones para el lector coetáneo y para el actual:

¿Cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años com ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos. . .? (11) [ref]Cito por el número de página de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Edición del Instituto Cervantes, 2 volúmenes. Barcelona: Instituto Cervantes-Crítica, 1998.[/ref]

Los rasgos personales, como se sabe, lejos de ser ficticios, corresponden a los del Cervantes de 1605: con 58 años de edad y autor, aparte de sus versos y comedias, sólo de una primera parte de La Galatea, veinte años atrás, era efectivamente alguien cuyo prestigio escritor no avalaban ni sus obras anteriores ni su poco prometedora edad avanzada. El lector de 1605 tampoco tenía razón para dudar por tanto de la veracidad de los demás extremos acerca de la historia. En cualquier caso, retóricos o veraces, es a partir de ellos cómo el prologuista justifica su sorprendente renuencia a acatar la costumbre prologal y cómo perfila el tipo de lector al que pretende transformar: uno a quien no le va a rogar como de costumbre que perdone los defectos del libro, sino a quien deja en libertad para “decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella.” (10)

Esta libertad de lectura está limitada sin embargo por los añadidos librescos entonces usuales, que intentan predisponer favorablemente al lector a pesar o en contra de su propia opinión, por lo que Cervantes quisiera poder ofrecerle la historia “monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse.” La característica común de todos estos textos, en efecto, es la de autorizar el libro en el sentido no sólo de prestigiarlo, sino también de señalar el modo más provechoso o acertado de leerlo, por un lado mediante la información y las consideraciones prologales, por otro mediante las opiniones de terceros.

La libertad concedida al lector mediante la falta de autoridades que avalen el libro tiene un grave inconveniente y es que dificulta la publicación de la historia: abandonados los modos habituales de encauzar la lectura, el lector, reducido a su propio criterio y al margen de la tradición oficial, no sabría cómo leer un libro que no está autorizado ni por el prestigio de su autor ni por los preliminares acostumbrados.

En la medida en que el lector se ha ido reconociendo o ha ido aceptando el razonamiento del prologuista, se ha ido definiendo como un lector inusual que, lo mismo que el autor, aun cuando carece de filiación literaria tradicional, ve reconocido su derecho a cualquier opinión por literariamente heterodoxa que resulte.

A esta orfandad escrilectora, y a la consecuente dificultad de publicación, pone remedio un oportuno amigo con la sugerencia de falsificar todas las autorizaciones preliminares acostumbradas. La importancia del consejo se debe, naturalmente, a la demostración de la naturaleza meramente formal de cualquier autorización libresca, independientemente de su veracidad; al hecho, pues, de que el remedio eficaz sea un simple remedo de autorización.

En consecuencia, el libro sí proveerá, además de “esta prefación que vas leyendo”, los demás preliminares acostumbrados, pero no con el propósito habitual, sino para que el lector esté autorizado a desautorizar las autorizaciones usuales que determinan la lectura canónica contemporánea; para que el lector resulte, podría decirse, (des)autorizado.

Adviértase, parentéticamente, que sin embargo para conseguirlo ha sido necesaria una explicación o demostración prologal, esta misma que invalida el prólogo y los demás preliminares acostumbrados. El Prólogo, pues, aun cuando juegue con los prólogos de costumbre y consista en ese juego, no deja de funcionar ortodoxamente como explicación preparatoria de la lectura de la historia.

Ahora bien, esta posibilidad de leer (des)autorizadamente o en contra del canon lector habitual es una postura contestataria cuyo objeto preciso de descalificación es todavía desconocido; una postura pues que todavía no prepara para ninguna lectura concreta. El Prólogo debía precisar a qué canon concreto debía oponerse la inminente lectura de la historia, hasta ahora solamente perfilada negativamente y de un modo abstracto.

Ya el título del libro lo insinuaba: la historia de un hidalgo caracterizado como ingenioso y ridículamente llamado don Quijote de la Mancha sugería el carácter jocoso de una historia paródica de las muy conocidas, y serias, historias caballerescas. Pero el Prólogo se cuida de señalar de un modo explícito y repetidamente este extremo, a saber, que las caballerías librescas serán, en efecto, la piedra de toque de la contestataria postura lectora:

Si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta porque todo él una invectiva contra los libros de caballerías . . . Y pues esta vuestra escritura no mira más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, . . . Llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más, que, si esto alcanzáredes, no habríades alcanzado poco. (17)

Estas palabras, tantas veces citadas, nos parecen hoy irónicas, sin duda por ser ajenas a nuestros conocimientos o a nuestras costumbres al emprender la lectura del Quijote, pero debían de resonar de muy otra manera para el lector de 1605. Si “invectiva contra los libros de caballerías” no se entiende, con moderna suspicacia, como “la intención primaria—real o aparente—de Cervantes” (17, n. 83), sino como indicación inequívoca del tipo de anti-lectura que le espera al lector del Quijote, la declaración recupera su valor como pista orientadora sin ironía alguna. ¿Qué más conocido entonces que una lectura que, aun cuando no fuera ya mayoritaria en 1605 como lo había sido poco antes, era todavía el mejor ejemplo de la acostumbrada lectura de entretenimiento del “antiguo legislador que llaman vulgo”? A su recuerdo remite inexcusablemente el Prólogo al lector autorizándole así específicamente a desautorizar la autoridad acostumbrada de este tipo de libros. Su lectura canónica debía servir de contraste para calibrar el acierto de la lectura alternativa de la historia de don Quijote.

Los versos preliminares, implícitamente (des)autorizantes por su burlesca falsedad, no sólo confirman este género de lectura, sino que, además, informan al lector de que el protagonista de la historia es también uno de aquellos conocidos lectores, singular sólo por que la canonicidad lectora le lleva a la locura:

De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-
a quien ociosas letu-
trastornaron la cabe-;
damas, armas, caballe-,
le provocaron de mo-
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-
a Dulcinea del Tobo-. (22)

Así advertido, el lector de 1605 difícilmente podía olvidar cuál era la lectura canónica contra la que se dirigía la invectiva del libro. Es más, la insania de la lectura del protagonista, especialmente la dimensión lectora de sus alocadas aventuras, había de acompañarle contrastivamente durante su propia lectura (des)autorizada alternativa.

Resumiendo: el Prólogo preparaba a su lector de 1605 para un entretenimiento alternativo al habitual consistente en una lectura contestataria de la lectura canónica del conocido género de los libros de caballerías.

Ninguno de los extremos que caracterizan al desocupado lector de 1605 se da hoy en los lectores del Quijote. Actualmente no sólo desconocemos los libros de caballerías y su lectura habitual contemporánea, sino que no hay resquicio por donde pueda leerse hoy la novela desautorizadamente. Es difícil, por no decir imposible, que el lector actual, que, además, suele manejar un Quijote anotado y provisto de estudio introductorio, no sepa de la fama del libro y de su autor. Las lecturas que preceden a la suya, conformándola, son innumerables y coincidentes. Desde la más vaga de las alusiones al libro hasta la más precisa de sus anotaciones o el más particular de los estudios dedicados a él, todo aquello de que carecía el Quijote de 1605 (y en esa carencia se basaba la postura lectora perseguida por Cervantes), es hoy una realidad ineludible. Elogiado como paradigma de frescura y de originalidad, como obra maestra de estilo, como tesoro de sabiduría; con tantas acotaciones al margen y tantas anotaciones al fin del libro o al pie de sus páginas que difícilmente se encontrará edición libre de ellas, la lectura del Quijote hoy está decisivamente canonizada. ¿En qué medida podemos entonces equipararnos al desocupado lector del Prólogo?

La diferencia entre la postura lectora de 1605 y la nuestra no crearía problema alguno si, a consecuencia de ella, optáramos por considerar el Prólogo impertinente para nosotros y prescindiéramos de él a todos los efectos salvo, quizás, el de satisfacer nuestra curiosidad histórica. Pero no es así cómo se debe leer, ni, afortunadamente, cómo solemos hacerlo. Muy al contrario, se entiende acertadamente que el Prólogo es una clave para la lectura de la novela tan válida actualmente como lo era entonces. La razón de ello es la siguiente estrecha relación entre Prólogo e historia prologada, en palabras de Mario Socrate:

Este prólogo está escrito en primera persona con un “yo” que se adelanta como una de las instancias narrativas de la novela; personaje—él también—del libro, con vínculos de parentesco con aquel “yo” que en I, 9, (105) da cuenta del dichoso hallazgo del cartapacio en caracteres arábigos; un “yo” con la misma voz o análogas entonaciones del “segundo autor” el “alabado curioso que tuvo cuidado de hacerlas [aquellas grandezas] traducir” (II, 3 647). (Volumen complementario, 12)

La consecuencia de esta relación es inescapable: si este yo prologal es pariente del “segundo autor” narrativo, su interlocutor prologal, el “desocupado lector,” ha de estar también emparentado con el tan frecuentemente interpelado lector de aquel autor. Consecuentemente, este lector novelesco ha de leer la historia de don Quijote con una (des)autorización análoga a la del lector prologal.

Esta analogía, tan evidente hoy como ayer, es precisamente la que impide ignorar el Prólogo a la hora de leer la novela. Es también la que dificulta nuestra lectura actual. Si este particular efecto narrativo sólo es válido para un narratario afín al lector perfilado por el Prólogo, es sin duda inaplicable al lector de hoy en la medida en que no cuestione la hiperautorización que lo caracteriza.

Aprovechar la analogía y, sin desatendiendo la desautorización, equiparar nuestra postura actual a la de aquel lector es negarle al Prólogo su función, ésa, repito, que consiste en preparar al lector para que lea la novela (des)autorizada o anticanónicamente. Equivale a tratar al Prólogo como lo que no es, como un marco narrativo independiente de las circunstancias y consideraciones que definen al yo y al lector prologales.

La analogía entre sujetos prologales y sujetos narrativos relaciona a dos lectores de distinto nivel, el lector del Prólogo y el de la novela, sólo en la medida que éste se pliega a los condicionamientos de aquél. Ignorar la (des)autorización prologal es ignorar el tipo de actitud lectora que éste configura. Las consecuencias de esta ignorancia son que olvidemos el cariz burlesco y de entretenimiento alternativo del relato,que pasemos por alto la contrastante lectura del protagonista; y, sobre todo, que no asumamos la contestación del canon lector que la (des)autorización conlleva.

Sobre la primera de estas consecuencias ya existe, aunque desde otro punto de vista, un gran número de reflexiones críticas. No así sobre las demás.

Sin (des)autorización lectora se pierde el contraste entre nuestra lectura y la de don Quijote. De ahí que hoy no paremos mientes en ella más que como causa puntual de su locura, sin advertir que sus concomitancias con la lectura entonces acostumbrada de los libros de caballerías hacen de ella, la lectura canónica, el modus operandi de su locura. En otras ocasiones he hablado sobre este extremo.

En cuanto a la hoy olvidada descanonización lectora recomendada por el Prólogo, habría que sugerir que aun cuando el canon particular que desautoriza sea impertinente para nosotros, no lo es el modo anticanónico de leer el Quijote sugerido por Cervantes. Lo que no me parece posible es ni ignorar esta postura ni confundirla con la nuestra actual; es decir, desconocer los condicionamientos de nuestra lectura contemporánea habitual. La importancia de la lectura es demasiado central en el Quijote para permitirnos este tipo de ceguera.

Respetar aquella parte de la función prologal que hoy todavía es eficaz significaría aceptar el carácter contestatario de la lectura cervantina del Quijote: desautorizar las autorizaciones actuales de lectura y permitir así que la novela siga siendo una invectiva contra cualquier lectura canónica; sobre todo las que nosotros nos complacemos en acumular sobre ella.

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En el prólogo a la Primera Parte del Quijote las palabras del amistoso consejero cervantino no dejan lugar a dudas acerca del propósito de la novela: “Llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzáredes, no habríades alcanzado poco”. Diez años más tarde las últimas palabras de la Segunda Parte lo repiten sin ambigüedad alguna: “No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero Don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale”.

Es curioso, aunque inevitable, que sea justamente la declaración de la intención escritora la que invierta la experiencia novelesca dándole a la lectura una responsabilidad y una importancia habitualmente eclipsadas por la autoridad escritora. Sabemos tanto del éxito de lectura de esos libros como de los repetidos ataques de que fueron objeto por parte de los moralistas y autores graves durante todo el siglo XVI. No sabemos, en cambio, de la sinceridad de la declaración del prologuista, aunque, en última instancia, importe poco su adhesión personal pues el lector la entiende como orientadora de su lectura. Y no me parece desacertado suponer que si el Quijote logró su propósito, aun en la modesta medida que se atribuye, no fue evidentemente por haber dificultado la escritura de aquellos libros de caballerías, sino por haber ridiculizado su lectura: esa repetida afirmación no trata de enmendar la plana a los autores de esos libros, es decir, enmendar su defectuosa escritura, sino simplemente su mala o su peligrosa lectura; trata de abrirle los ojos al lector y enseñarle a leer bien impidiéndole, mediante el ejemplo de una lectura ridícula, que lea mal. Habrá que aclarar, por tanto, que parto del supuesto que el Quijote no es una parodia de los libros de caballerías más que en la medida en que la lectura de esos libros por el protagonista ha de considerarse lectura paródica.

Además de la declaración del introito, la novela está cuajada de señales que repetidamente remiten a la lectura en sus diversas manifestaciones–tanto que, aunque no sería cierto decir que todo en ella refiere a la lectura, tampoco me parece descaminado afirmar que todo lo ajeno a ella le resulta materia auxiliar: no sólo es su protagonista un lector cuyas lecturas, junto con las de otros personajes, se discuten abundantemente en la novela, sino que se describen o escriben muchas de estas, contradictorias, alternativas o complementarias; se redobla o se refleja la lectura de una Parte de la novela en la otra; y hasta se implica en ambas no ya la lectura del lector, sino incluso la del escritor. Repito, pues: no veo otro tema o asunto en el Quijote que más evidentemente relacione al escritor con sus personajes y a estos con el lector que el de la lectura misma.

A pesar de los abundantes comentarios a que el Quijote ha dado lugar, muy pocos, que yo sepa, han entendido así la novela, y ninguno, prácticamente, ha atendido a este aspecto de manera principal.

Un estudio de este tipo, un estudio del Quijote “lectura a través”, debería preguntarse, en primer lugar, por qué esa desatención, y quizá debiera ahí mismo y a modo de conclusión anticipada o hipótesis orientadora, encauzar el examen considerando el papel de la lectura en la constitución social de la literatura, sobre todo la literatura moderna, y, más particularmente, en relación con la textualización y la autoridad de la escritura: con la autoridad del texto literario y con el texto de la autoridad literaria.

Aunque hace ya casi 400 años que el Quijote no nos permite evadir esta cuestión, evidentemente su lección no ha bastado: es necesario leer la novela de nuevo.

El estudio del Quijote lectura a través tendría tres partes relacionadas: la lectura del escritor, la lectura del personaje y la lectura del lector; o la lectura escribiente, la lectura escrita y la lectura leyente–cada una a modo de introducción contestataria a las demás. Más que de lecturas abstractas de valor universal, todas ellas tratarían de lecturas y lectores concretos, sean estos históricos o ficticios, y, por ende, de lecturas en tanto que prácticas culturales socialmente “situadas”: habría que relacionar la escritura de Cervantes con la lectura, los lectores e incluso la institución literaria de su época; habría que relacionar también la lectura de don Quijote y de los demás personajes con el hecho de ser parte de un nuevo público lector que sólo recientemente había tenido acceso a este tipo de lectura; y habría que relacionar, finalmente, la lectura de la novela con su actual canonización literaria, así como con su utilización para fines extraliterarios.

La primera parte examinaría el papel de la lectura en la escritura de la novela, y tomaría pie en el pórtico cervantino del prólogo, de ambos prólogos, en los que el escritor plantea esta cuestión ante todo como cuestión de lectura. (Difícilmente podía ser de otro modo puesto que un prólogo nunca deja de ser consecuencia, y hasta manifestación, de la lectura de aquello que prologa–o preparación para ella, que viene a ser lo mismo.) La perplejidad teñida de inquietud que el primer prólogo confiesa acerca de la dudosa sumisión del lector a la intención del escritor es un reconocimiento indirecto, pero indudable de la importancia decisiva de la lectura para la determinación del sentido textual. La protesta del segundo prólogo ante una escrilectura de la Primera Parte inaceptable para Cervantes resalta el papel que corresponde a la lectura como determinante de la escritura.

A continuación habría que preguntarse quién escribe el Quijote, novelescamente hablando. A partir del capítulo IX sabemos que lo hacen varios escritores ficticios caracterizados principalmente por su actividad lectora. De hecho, nos damos cuenta enseguida de que el texto de la novela no es sino la transcripción de sus respectivas lecturas. El primero de ellos, Cide Hamete Benengeli, es un historiador que, como tal, se encuentra constantemente solicitado por la alternativa historiográfica básica: leer/escribir los hechos de la historia o escribir/leer la historia de los hechos. De sobra recordamos hasta qué punto este conflicto es objeto de comentario en la novela tanto por parte de Cide Hamete mismo como por parte de su lector segundo, el narrador cervantino. A inmediata continuación suya encontramos al morisco aljamiado toledano, traductor de la historia a partir del capítulo IX. No haría falta recalcar tampoco la importancia que, como tal traductor, tiene la lectura para él; especialmente si se considera que no viene a ser sino lector vicario del antedicho tercer escrilector, el narrador o Segundo Autor, cuyas numerosas intervenciones son todas explícitamente intervenciones de lectura más que de escritura: unas veces leyendo la escritura del primer autor, otras contraleyendo al protagonista, otras anticipando nuestra propia lectura.

La segunda parte del estudio consideraría la importancia de la lectura en el mundo novelesco del Quijote, es decir, la lectura representada.

Sería este el momento de intentar precisar en qué consiste la locura lectora de Alonso Quijano. Si bien es verdad que está loco por haber leído mucho en el pasado, a mí me parece que lo más significativo o sintomático de su locura novelada es no haber dejado de leer a tiempo, leer a destiempo: el que ahora, en el presente, siga haciendo como si leyera cuando de hecho ya no lee. Alonso Quijano se transforma en don Quijote, es decir, se vuelve loco, al decidir vivir en el mundo real como si todavía estuviera leyendo acerca de aquellos escritos mundos ficticios o, alternativamente, como si preparara su vida para una futura biografía, esto es, para que hacerla legible.

Se ha dicho, demasiado rápidamente en mi opinión, que don Quijote se cree un personaje de los libros de caballerías y que actúa como uno de ellos. Yo puntualizaría que, más bien, pretende serlo, es decir, que duda de serlo y que se esfuerza en conseguirlo, consciente de sus diferentes circunstancias: la distancia entre su deseo y su realidad es la que don Quijote salva mediante esa locura consistente en leer la realidad como si estuviera caballerescamente escrita. Las caballerías de don Quijote son ante todo lectoras: lecturas. De ahí que la novela no describa las aventuras de un anacrónico caballero andante, sino las de un lector contemporáneo de libros de caballerías: no los motivos ni las circunstancias ni los actos de un inactual personaje caballeresco, sino más bien los muy actuales motivos, circunstancias y actos de un lector de ese tipo de relatos ficticios; un lector que ha convertido su realidad circundante en una ficción en la que no cree poder participar más que leyéndola a lo caballeresco.

Describir/escribir la quijotesca conducta lectora, su lectura en acción, me parece el aspecto más original de la novela, pero es también, sin duda, su más serio desafío a nuestra propia lectura.

La condición normal de existencia tanto de la escritura como del sentido es la exterioridad: una escritura o un sentido invisibles no existen más que en potencia. En cambio, la operación que transforma a la una en el otro, la lectura, es una relación creativa que no sólo se mantiene invisible sino que, además, se agota en su propia operación. Exteriorizar la lectura es desnaturalizarla, sacarla de sus casillas: es alocarla.

El ingenioso procedimiento de Cervantes para describir un fenómeno que, razonable o cuerdamente, no se manifiesta, ni, por tanto, se presta a la descripción, es visibilizar la lectura como locura.

El estudio de esta descripción de la lectura de don Quijote, de su locura como lectura, tendría que distinguir entre distintas manifestaciones. Por un lado, unos cuantos casos evidentes en los que se transcriben varias lecturas en voz alta de don Quijote. Son unas pocas y están en el límite mismo del agotamiento de la operación lectora en el momento en que se transforma en palabra sensible. Les queda, sin embargo, un regusto de intimidad psíquica que delata su naturaleza lectora– y que es, también, el que las ha convertido en materia favorita de los comentarios psicológicos sobre la novela. Para el estudio del Quijote “lectura a través” el interés de estos casos de lectura verbalizada no estaría en la lógica del hablante sino en la medida en que la constitución, la selección y la ordenación de imágenes e ideas revela una pauta lingüística lectora. Me refiero, por ejemplo, a la aventura de la Cueva de Montesinos, de la que emerge don Quijote para hacer ante Sancho y el primo la lectura de viva voz de lo que ha descifrado en las entrañas del pozo. (En relación con ello también habría que tener en cuenta la contestación de Sancho Panza, contagiado de la locura de su amo, en tantas de cuyas lecturas ha participado como oyente, cuando lee para éste su viaje a lomos de Clavileño a cambio de la anterior lectura que don Quijote le asentó a propósito de la cueva de Montesinos.) O el episodio del Caballero del Lago, en donde el hidalgo le hace al canónigo una lectura típica de sus libros de caballerías–típica, pero inexistente en cualquiera de ellos en particular, sin más entidad escrita o libresca que la que le presta la lectura en voz alta repentizada por el hidalgo.

La parte más importante de esta sección del estudio sería la dedicada a la descripción de la conducta de don Quijote como lector sin escritura. Habría que volver a tener en cuenta en este momento las circunstancias y las prácticas lectoras coetáneas para medir por este rasero los actos del hidalgo manchego. Pero tampoco sería inútil considerar características lectoras tan universales como la conocida “suspensión voluntaria del descreimiento” practicada por cualquier lector de relatos ficticios, y su analogía con los casos en que don Quijote se niega a aceptar lo que (él sabe que) está percibiendo. O la tensión lectora entre la dedicación monotemática al asunto leído, excluyente de cualquier otra materia ajena a él, y la diversión a que dan lugar los ecos de otras lecturas o las circunstancias reales de la lectura, que recuerdan las anteojeras de la visión de don Quijote, que se esfuerza por convertirlo todo en agua para su molino caballeresco a pesar de las distracciones que le surjen al paso. Son éstos rasgos de conducta característicos de cualquier lectura normal. Para don Quijote son también rasgos definitorios de su conducta cuando no está, propiamente, leyendo.

En este mismo apartado de la descripción de la lectura como conducta descrita habría que tener en cuenta también la de los demás personajes, pues no es sólo don Quijote el afectado por el morbo lector. Como centro de interés de la historia el caballero polariza la atención y la conducta de los demás personajes de tal modo que tener algo que ver con él es habérselas, voluntaria o involuntariamente, con un lector en acción, con un leyente. Todos los que le tratan o le topan lo hacen así: quienes le entienden, aunque no le aprueben, lo hacen en la medida en que le acompañan en su lectura, si no en el modo de lectura. Quienes no le entienden en absoluto, en cambio, es porque son incapaces de percibir lo que hay de lectura en su conducta, porque no pueden o no saben leer con o en contra de él.

Capítulo aparte merecería el caso extraordinario de Sancho Panza, al que no cabe llamar lector, pues no sabe leer ni escribir–aun cuando sin duda ha sido oidor de algunos relatos caballerescos leídos en voz alta, esto es, en régimen de lectura compartida; y así es cómo comparte las lecturas de su amo. El criado resulta fundamental para la continua leyenda de este pues es una especie de cuaderno donde se registran muchas de las lecturas de don Quijote; un cuaderno que está totalmente en blanco en materia de lecturas, de modo que lo que en él se refleja, o se inscribe, no resulta deformado por otra lectura alguna. Sancho Panza, que es simple, pero no tonto y que en contraste con los estratos de sabiduría y de experiencia lectoras de su amo no tiene más que un saber analfabeto cuajado en sus conocimientos paremiológicos, manifiesta limpiamente, virgen de contaminaciones librescas, la capacidad y los conocimientos humanos prelectores de la época.

La tercera parte estaría dedicada a la lectura que hace quien tiene o ha tenido entre las manos el libro llamado el Quijote: las lecturas históricas ajenas y, muy especialmente, la mía actual, pues el Quijote resulta ser también la novela del lector: una novela cuyas aventuras son lecturas novelescas en la misma medida en que su lectura es una aventura novelesca.

Se trata, a un primer nivel, de una lectura de los dos tipos de lectura antedichos, la del autor y la del protagonista, que no puede evitar ser reflejo o representación de ellas, pues así, reflejadas en ella, es cómo éstas adquieren su condición de lecturas. En este sentido habría que considerar cuál es el precio de llevar a cabo la única lectura que resulta difícil, una lectura transparente que no pare mientes en sí misma ni atienda a su propio reflejo en las lecturas que lee. Pienso tanto en la reciente “lectura dura” del Quijote como en su opuesta “lectura romántica”.

En una segunda instancia, habría que tener en cuenta el carácter paródico de la lectura quijotesca y reflexionar sobre lo que significa y sobre lo que ha significado la lectura de la lectura paródica. Cualquier parodia da a leer al mismo tiempo dos versiones, haciendo que advirtamos la diferencia que nos permite distinguirlas, es decir, reconocerlas. Pero en el caso del Quijote–en el que estas dos versiones corresponden, confusamente, a varias lecturas de los libros de caballerías–no es posible olvidar que nuestra lectura no consigue identificarse de manera estable con ninguna de ellas: somos continuamente incapaces de decidir si es nuestra propia lectura actual la parodiada o la parodiante, si leemos bien o si leemos mal, con o contra don Quijote, de acuerdo o en desacuerdo con el narrador o con el historiador. A qué precio y con qué motivos se consigue la identificación con una cualquiera de ellas, sería otra cuestión digna de examen.

Para rematar esta última parte del estudio habría que parar mientes en el destino de esta nueva última lectura, la mía, cuyo propósito es darse a leer mediante la escritura. Se volvería así, inevitablemente, a las consideraciones de la primera parte acerca de la lectura escribiente o, indiferentemente, la escritura leyente. Y sería este el momento de considerar las deformaciones y las limitaciones que toda escritura impone a la lectura que supuestamente refleja: cómo y por qué la recorta y la ordena y, al hacerlo, la traiciona hasta el punto de dejar de representarla.

La provisionalidad de esta conclusión, más cercana a la perplejidad que al reposo de la certidumbre, daría pie a una propuesta de escrilectura menos empeñada en sujetar y dominar a la lectura y más dispuesta a colaborar con cualquier lectura—una propuesta que, siguiendo el ejemplo o la lección del Quijote, estaría intentado poner por obra el estudio mismo en que se declara, de modo que su conclusión igualmente podría haberse presentado como su introducción.

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Escrilecturas del Quijote

 

Los textos que se ofrecen a continuación son los borradores de algunos de los ensayos que compondrán el libro provisionalmente titulado Escrilecturas del Quijote. Se pueden leer y descargar aquí en formato html o en formato pdf. La versión en pdf es la publicada tal como se indica. La versión en html es más reciente, aunque no definitiva, de modo que puede diferir ligeramente de la publicada.

1.
El Quijote lectura a través” -html
El Quijote lectura a través” -pdf

Publicado en
INTI. Revista de Literatura Hispánica. Número Especial. ‘Para no volver a La Mancha’, Julio Ortega, editor. 45 (Primavera de 1997), págs. 57-62.

2.
Antes de leer el Quijote: impertinencia prologal y deformación lectora” -html
Antes de leer el Quijote: impertinencia prologal y deformación lectora” -pdf

Publicado en
Volver a Cervantes : Actas del IV Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, Lepanto 1/8 de Octubre de 2000, coordinado por Antonio Pablo Bernat Vistarini, Vol.1, 2001, ISBN 84-7632-645-9, págs. 539-544

3.
El Quijote muerto de risa” -html
El Quijote muerto de risa” -pdf

Publicado en
Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America, ISSN-e 0277-6995, Vol. 19, Nº. 2, 1999, págs. 11-23.

4.
La locura de leer: Don Quijote en Sierra Morena” -html
La locura de leer: Don Quijote en Sierra Morena” -pdf

Publicado en
Actas del V Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Münster 20-24 de julio de 1999, coordinado por Christoph Strosetzki, 2001, ISBN 84-8489-019-8, págs. 422-428.

5.
Autenticidad y lectura en el Quijote, II” -html
Autenticidad y lectura en el Quijote, II” -pdf

Publicado en
Actas del VIII Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, Oviedo 11-15 de junio de 2012, coordinado por Emilio Martínez Mata (en prensa).

6.
Autor y escritor ante el robo del rucio” -html
Autor y escritor ante el robo del rucio” -pdf

Publicado en
El Quijote en Buenos Aires: lecturas cervantinas en el cuarto centenario,  coordinado por Alicia Parodi, Julia D’ Onofrio, Juan Diego Vila, 2006, ISBN 950-29-0965-8, págs. 155-162.

7.
El sueño de  la lectura en la Cueva de Montesinos” -html
El sueño de la lectura en la Cueva de Montesinos” -pdf

Publicado en
Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas 21-26 de agosto de 1995, Birmingham, Vol. 2, 1998 (Estudios áureos I, coordinado por Jules Whicker), ISBN 0-7044-1900-9, págs.187-193.

8.
La paradójica identidad del morisco Ricote” -html
La paradójica identidad del morisco Ricote” -pdf

Publicado en
Actas del XI Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Seúl, 17-20 de noviembre de 2004, coordinado por Chul Park, 2005, ISBN 89-7464-348-0, págs. 43-52.

9.
La escrilectura del Quijote” -pdf
La escrilectura del Quijote” -html

10.
“Una lectura decisiva”

11.
“Nombre y renombre. El testamento de don Quijote”

https://www.gdmigoyo.com/wp-content/uploads/Nombre-y-renombre.-el-testamento-de-Alonso-Quijano.pdf

12.
“Retórica de la cordura. La agonía de don Quijote”

https://www.gdmigoyo.com/wp-content/uploads/Retorica-de-la-cordura.-El-ultimo-capitulo-del-Quijote-1.pdf

13.

Uno y trino. Relectura (de cerca) del ingenioso epílogo del Quijote

Conferencia

https://www.gdmigoyo.com/wp-content/uploads/Uno-y-trino.pdf

14.
Ricote y Ana Félix redux

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