05-3-Carceleras

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LIBRO TERCERO

CARCELERAS

I

Bajo la luz de una reja, hacían corro jugando a los naipes hasta ocho o diez prisioneros.

Chucho el Roto, tiraba la carta: Era un bigardo famoso por muchos robos cuatreros, plagios de ricos hacendados, asaltos de diligencias, crímenes, desacatos, estropicios, majezas, amores y celos sangrientos. Tiraba despacio: Tenía las manos enjutas, la mejilla con la cicatriz de un tajo y una mella de tres dientes. En el juego de albures hacían rueda presos de muy distinta condición: Apuntaban en el mismo naipe charros y doctores, guerrilleros y rondines. Nachito Veguillas estaba presente: Aún no jugaba, pero ponía el ojo en la pinta y con una mano en el bolso se tanteaba la plata. Vino una sota y comentó, arrobándose:

—¡No falla ninguna!

Volvióse y tributó una sonrisa al caviloso jugador vecino, que permaneció indiferente:

Era un espectro vestido con fláccido saco de dril que le colgaba como de una escarpia.

Nachito recaló su atención a la baraja: Con súbito impulso sacó la mano con un puñado de soles, y los echó sobre la pulgona frazada que en las cárceles hace las veces del tapete verde:

—Van diez soles en el pendejo monarca.

Advirtió el Roto:

—Ha doblado.

—Mata la pinta.

—¡Va!

El Roto corrió la puerta y vino de patas el rey de bastos. Nachito, ilusionado con la ganancia, cobró y de lleno metióse en los albures. Por veces se levantaba un borrascón de voces, disputando algún lance. Nachito tenía siempre el santo de cara, y viéndole ganar, el caviloso espectro hepático le pagó la remota sonrisa dirigiéndole un gesto fláccido de mala fortuna. Nachito, con una mirada, le entregó su atribulado corazón:

—En nuestra lamentosa situación, ganar o perder no hace diferencia. Foso-Palmitos a todos iguala.

El otro denegó con su gesto fláccido y amarillo de vejiga desinflándose:

—Mientras hay vida, la plata es un factor muy importante. ¡Hay que considerarlo así!

Nachito suspiró:

—A un reo de muerte, ¿qué consuelo puede darle la plata?

—Cuando menos, éste del juego para poder olvidarse… La plata, hasta el último momento, es un factor indispensable.

—¿Su sentencia también es de muerte, hermano?

—¡Pues y quién sabe!

—¿No se fusila a todos por igual?

—¡Pues y quién sabe!

—Me abre usted un rayo de luz. Voy a meter cincuenta soles en el entrés.

Nachito ganó la puesta, y el otro arrugó la cara con su gesto fláccido:

—¿Y le sopla siempre la misma racha?

—No me quejo.

—¿Quiere que hagamos una fragata de cinco soles? Usted los gobierna como le plazca.

—Cinco golpes.

—Como le plazca.

—Vamos en la sota.

—¿Le gusta esa carta?

—Es el juego.

—¡Quebrará!

—Pues en ella vamos.

El Roto tiraba lentamente, y corrida la pinta para que todos la viesen, quedábase un momento con la mano en alto. Vino la sota. Nachito cobró, y repartida en las dos manos la columna de soles, cuchicheó con el amarillo compadre:

—¿Qué le decía?

—¡Parece que las ve!

—Ahora nos toca en el siete.

—¿Pues qué juego lleva?

—Gusto y contragusto. Antes jugué la que me gustaba y ahora corresponde el siete, que no me incita ni me dice nada.

—Gusto y contragusto llama usted a ese juego. ¡Lo desconocía!

—Mero mero, acabo de descubrirlo.

—Ahora perdemos.

—Mire el siete en puerta.

—¡En los días de mi vida he visto suerte tan continuada!

—Vamos al tercer golpe en el caballo.

—¿Le gusta?

—Le estoy agradecido. ¡Ya hemos ganado! Debemos repartir.

—Vamos a darle los cinco golpes.

—Perdemos.

—O ganamos. La carta del gusto es el cinco, nos corresponde la del contragusto.

—¡Juego chocante! Reserve la mitad, amigo.

—No reservo nada. Ochenta soles lleva el tres.

—No sale.

—Alguna vez debe quebrar.

—Retírese.

Chucho el Roto, con un ojo en el naipe, medía la diferencia entre las dos cartas del albur.

Silbó despectivo:

—Psss… Van igualadas.

Posando la baraja sobre la manta, se enjugó la frente con un vistoso pañuelo de seda.

Percibiendo a los jugadores atentos, comenzó a tirar con una mueca de sorna y la cara torcida bajo la cicatriz. Vino el tres que jugaba Nachito. Palpitó a su lado el espectro:

—¡Hemos ganado!

Reclamó Nachito, batiendo con los nudillos en la manta:

—Ciento sesenta soles.

Cucho el Roto, al pagarle, le clavó los ojos con mofa procaz:

—Otro menos pendejo, con esa suerte, había desbancado. ¡Ni que un ángel se las soplase a la oreja!

Nachito, con gesto de bonachón asentimiento, apilaba el dinero y hacía sus gracias.

—¡Cuá! ¡Cuá!

Y murmuraba desabrido un titulado Capitán Viguri:

—¡Siempre la Virgen se les aparece a los pastores!

Y Nachito, al mismo tiempo, tenía en la oreja el soplo del hepático espectro:

—Debemos repartir.

Denegó Nachito con un frunce triste en la boca:

—Después del quinto golpe.

—Es una imprudencia.

—Si perdemos, por otro lado nos vendrá la compensación. ¿Quién sabe? ¡Hasta pudieran no fusilarnos! Si ganamos es que tenemos la contraria en Foso-Palmitos.

—Déjese, amigo, de macanas, y no tiente la suerte.

—Vamos con la sota.

—Es una carga fregada.

—Pues moriremos en ella. Amigo tallador, ciento sesenta soles en la sota.

Respondió el Roto:

—¡Van!

Se almibaró Nachito:

—Muchas gracias.

Y repuso el tahúr, con su mueca leperona:

—¡Son las que me cuelgan!

Volvió la baraja, y apareció la sota en puerta, con lo cual movióse un murmullo entre los jugadores. Nachito estaba pálido y le temblaban las manos:

—Hubiera querido perder esta carta. ¡Ay, amigo, nos tiran la contraria en Foso-Palmitos!

Alentó el espectro con expresión mortecina:

—Por ahora vamos cobrando.

—Son ciento veintisiete soles por barba.

—¡La puerta nos ha chingado!

—Más debió chingarnos. En una situación tan lamentosa, es de muy mal augurio ganar en el juego.

—Pues déjele la plata al Roto.

—No es precisamente la contraria.

—¿Va usted a seguir jugando?

—¿Hasta perder! Sólo así podré tranquilizar mi ánimo.

—Pues yo voy a tomar el aire. Muchas gracias por su ayuda y reconózcame como un servidor: Bernardino Arias.

Se alejó. Nachito, con las manos trémulas, apilaba la plata. Le llenaba de terror angustioso el absurdo de aquel providencialismo maléfico, que, dándole tan obstinada ventura en el juego, le tenía decretada la muerte. Sentíase bajo el poder de fuerzas invisibles, las advertía en torno suyo, hostiles y burlonas. Cogió un puñado de dinero y lo puso a la primera carta que salió. Deseaba ganar y perder. Cerró los ojos para abrirlos en el mismo instante.

Chucho el Roto volvía la baraja, enseñaba la puerta, corría la pinta. Nachito se afligió. Ganaba otra vez. Se disculpó con una sonrisa, sintiendo la mirada aviesa del bandolero tahúr:

—¡Posiblemente esta tarde voy a ser ultimado!

II

Al otro rumbo del calabozo, algunos prisioneros escuchaban el relato fluido de eses y eles, que hacía un soldado tuerto: Hablaba monótonamente, sentado sobre los calcañares, y contaba la derrota de las tropas revolucionarias en Curopaitito. Echados sobre el suelo, atendían hasta cinco presos:

—Pues de aquélla, yo aún andaba incorporado a la partida de Doroteo Rojas. Un servicio perro, sin soltar el fusil, siempre mojados. Y el día más negro fue el 7 de julio: Íbamos atravesando un pantano, cuando empezó la balasera de los federales: No los habíamos visto porque tiraban al resguardo de los huisaches que hay a una mano y otra, y no más salimos de aquel pantano por la Gracia Bendita. Desde que salimos, les contestamos con fuego muy duro, y nos tiroteamos un chico rato, y otra vez, jala y jala y jala, por aquellos llanos que no se les miraba fin… Y un solazo que hacía arder las arenas, y ahí vamos jala y jala y jala y jala.

Escapábamos a paso de coyote, embarrándonos en la tierra, y los federales se nos venían detrás. Y no más zumbaban las balas. Y nosotros jala y jala y jala.

La voz del indio, fluida de eses y eles se inmovilizaba sobre una sola nota. El Doctor Atle, famoso orador de la secta revolucionaria, encarcelado desde hacía muchos meses, un hombre joven, la frente pálida, la cabellera romántica, incorporado en su hamaca, guardaba extraordinaria atención al relato. De tiempo en tiempo escribía alguna cosa en un cuaderno, y tornaba a escuchar. El indio se adormecía en su monótono sonsonete:

—Y jala y jala y jala. Todo el día caminamos al trote, hasta que al meterse el sol divisamos un ranchito quemado, y corrimos para agazaparnos. Pero no pudo ser. También nos echaron, y fuimos más adelante y nos agarramos al hocico de una noria. Y ahí está otra vez la balasera, pero fuerte y tupida como granizo. Y aquí caía una bala, y allá caía otra, y empezó a hervir la tierra. Los federales tenían ganas de acabarnos, y nos baleaban muy fuerte, y al poco rato no más se oía el esquitero, y el esquitero y el esquitero como cuando mi vieja me tostaba el maíz. El compañero que estaba junto a mí, no más se hacía para un lado y para otro:

Motivado que le dije: No las atorees, manís, porque es peor. Hasta que le dieron un diablazo en la maceta, y allí se quedó mirando a las estrellas. Y fuimos al amanecer al pie de una sierra, donde no había ni agua ni maíz, ni cosa ninguna que comer.

Calló el indio. Los presos que formaban el grupo seguían fumando, sin hacer ningún comentario al relato, parecía que no hubiesen escuchado. El Doctor Atle repasaba el cuaderno de sus notas, y con el lápiz sobre el labio interrogó al soldado:

—¿Cómo te llamas?

—Indalecio.

—¿El apellido?

—Santana.

—¿De qué parte eres?

—Nací en la Hacienda de Chamulpo. Allí nací, pero todavía chamaco me trasladaron con una reata de peones a los Llanos de Zamalpoa. Cuando estalló la bola revolucionaria, desertamos todos los peones de las minas de un judas gachupín, y nos fuimos con Doroteo.

El Doctor Atle aún trazó algunas líneas en su cuaderno, y luego recostóse en la hamaca con los ojos cerrados y el lápiz sobre la boca, que sellaba un gesto amargo.

III

Conforme adelantaba el día, los rayos del sol, metiéndose por las altas rejas, sesgaban y triangulaban la cuadra del calabozo. En aquellas horas, el vaho de tabaco y catinga era de una crasitud pegajosa. Los más de los presos adormecían en sus hamacas, y al rebullirse alzaban una nube de moscas, que volvía a posarse apenas el bulto quedaba inerte. En corros silenciosos, otros prisioneros se repartían por los rumbos del calabozo, buscando los triángulos sin sol. Eran raras las pláticas, tenues, con un matiz de conformidad para las adversidades de la fortuna: Las almas presentían el fin de su peregrinación mundana, y este torturado pensamiento de todas las horas revestíalas de estoica serenidad. Las raras pláticas tenían un dejo de olvidada sonrisa, luz humorística de candiles que se apagan faltos de aceite.

El pensamiento de la muerte había puesto en aquellos ojos, vueltos al mundo sobre el recuerdo de sus vidas pasadas, una visión indulgente y melancólica. La igualdad en el destino determinaba un igual acento en la diversidad de rostros y expresiones. Sentíanse alejados en una orilla remota, y la luz triangulada del calabozo realzaba en un módulo moderno y cubista la actitud macilenta de las figuras.

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