06-2-Flaquezas humanas

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LIBRO SEGUNDO

FLAQUEZAS HUMANAS

I

Don Mariano Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Católica en Santa Fe de Tierra Firme, Barón de Benicarlés y Caballero Maestrante, condecorado con más lilailos que borrico cañí, era a las doce del día en la cama, con gorra de encajes y camisón de seda rosa. Merlín, el gozque faldero, le lamía el colorete y adobaba el mascarón esparciéndole el afeite con la espátula linguaria. Tenía en el hocico el faldero arrumacos, melindres y mimos de maricuela.

II

Sin anuncio del ayuda de cámara, entró, gambetero, Currito Mi-Alma. El niño andaluz se detuvo en la puerta, marcó un redoble de las uñas en el alón del cordobés, y con un papirote se lo puso terciado. En el mismo compás levantaba el veguero al modo de caña sanluqueña, entonado, ceceante, con el mejor estilo de la cátedra sevillana:

—¡Gachó! ¿Te has pintado para la Semana de Pasión? Merlín te ha puesto la propia jeta de un disciplinante.

Su Excelencia se volvió, dando la espalda al niño marchoso:

—¡Eres incorregible! Ayer, todo el día sin dejarte ver el pelo.

—Formula una reclamación diplomática. Horita salgo del estaribel, que decimos los clásicos.

—Deja la guasa, Curro. Estoy sumamente irritado.

—La veri, Isabelita.

—¡Eres incorregible! Habrás dado algún escándalo.

—Ojerizas. He dormido en la delega, sobre un petate, y esto no es lo más malo: La poli se ha hecho cargo de mi administración y de toda la correspondencia.

El Ministro de España se incorporó en las almohadas, y al faldero, suspendiéndole por las lanas del cuello, espatarró en la alfombra:

—¿Qué dices?

El Curro afligió la cara:

—¡Isabelita, un sinapismo para puesto en el rabo!

—¿Dónde tenías mis cartas?

—En una valija con siete candados mecánicos.

—¡Nos conocemos, Curro! Te vienes con ese infundio idiota para sacarme dinero.

—¡Que no es combina, Isabelita!

—¡Curro, tú te pasas de sinvergüenza!

—Isabelita, agradezco el requiebro, pero en esta corrida sólo es empresa el Licenciado López de Salamanca.

—¡Currito, eres un canalla!

—¡Que me coja un toro y me mate!

—¡Esas cartas se queman! ¡Deben quemarse! ¡Es lo correcto!

—Pero siempre se guardan.

—¡Si anda en esto la mano del Presidente! ¡No quiero pensarlo! ¡Es una situación muy difícil y muy complicada!

——¿Me dirás que es la primera en que te ves?

—¡No me exasperes! En las circunstancias actuales puede costar-me la pérdida de la carrera.

—¡Acude al quite!

—Estoy distanciado del Gobierno.

—Pues te arrimas al morlaco y lo pasas de muleta. ¡Mi alma, que no sabes tú hacer eso!

El representante de Su Majestad Católica echó los pies fuera de la cama, agarrándose la cabeza:

—¡Si trasciende a los periódicos se me crea una situación imposible! ¡Cuando menos su silencio me cuesta un riñón y mitad del otro!

—Dale changüí a Tirano Banderas.

El Ministro de España se levantó apretando los puños:

—¡No sé cómo no te araño!

—Una duda muy meritoria.

—¡Currito, eres un canalla! Todo esto son gaterías tuyas para sacarme dinero, y me están atormentando.

—Isabelita, ¿ves estas cruces? Te hago juramento por lo más sagrado.

El Barón repitió, temoso:

—¡Eres un canalla!

—Deja esa alicantina. Te lo juro por el escapulario que mi madre, pobrecita, me puso al salir de la adorada España.

El Curro se había conmovido con un eco sentimental de copla andaluza. Su Excelencia apuntaba una llama irónica en el azulino horizonte de sus ojos huevones:

—Bueno, sírveme de azafata.

—¡Sinvergonzona!

III

El representante de Su Majestad Católica, perfumado y acicalado, acudió al salón donde hacía espera Don Celes. Un pesimismo sensual y decadente, con lemas y apostillas literarias, retocaba, como otro afeite, el perfil psicológico del carcamal diplomático, que en los posos de su conciencia sublimaba resabios de amor, con laureles clásicos: Frecuentemente, en el trato social, traslucía sus aberrantes gustos con el libre cinismo de un elegante en el Lacio: Tenía siempre pronta una burla de amables epigramas para los jóvenes colegas incomprensivos, sin fantasía y sin humanidades: Insinuante, con indiscreta confidencia, se decía sacerdote de Hebe y de Ganímedes. Bajo esta apariencia de frívolo cinismo, prosperaban alarde y engaño, porque nunca pudo sacrificar a Hebe. El Barón de Benicarlés mimaba aquella postiza afición flirteando entre las damas, con un vacuo cotorreo susurrante de risas, reticencias e intimidades. Para las madamas era encantador aquel pesimismo de casaca diplomática, aquellos giros disertantes y parabólicos de los guantes londinenses, rozados de frases ingeniosas diluidas en una sonrisa de oros odontálgicos. Aquellas agudezas eran motivo de gorjeos entre las jamonas otoñales: El mundo podía ofrecer un hospedaje más confortable, ya que nos tomamos el trabajo de nacer. Sería conveniente que hubiese menos tontos, que no doliesen las muelas, que los banqueros cancelasen sus créditos. La edad de morir debía ser una para todos, como la quinta militar. Son reformas sin espera, y con relación a las técnicas actuales, está anticuado el Gran Arquitecto. Hay industriales yanquis y alemanes que promoverían grandes mejoras en el orden del mundo si estuviesen en el Consejo de Administración. El Ministro de Su Majestad Católica tenía fama de espiritual en el corro de las madamas, que le tentaban en vano poniéndole los ojos tiernos.

IV

—¡Querido Celes!

Al penetrar en el salón con sonrisa belfona recataba la congoja del ánimo, estarcido de suspicacias: ¡Don Celes! ¡Las cartas! ¡La mueca del Tirano! Un circunflejo del pensamiento sellaba la tríada con intuición momentánea, y el carcamal rememoraba su epistolario amoroso, y la dolorosa inquietud de otro disgusto lejano, en una Corte de Europa. El ilustre gachupín era en el estrado, con el jipi y los guantes sobre la repisa de la botarga: Bombón y badulaque, tendida la mano, en el salir de la penumbra dorada, se detuvo, fulmina-do por el ladrido del faldero, que arisco y mimoso, sacaba el agudo flautín entre las zancas de Su Excelencia:

—No quiere reconocerme por amigo.

Don Celes, como en un pésame, estrechó largamente la mano del carcamal, que le animó con gesto de benévola indiferencia:

—¡Querido Celes, trae usted cara de grandes sucesos!

—Estoy, mi querido amigo, verdaderamente atribulado.

El Barón de Benicarlés le interrogó con una mueca de suripanta:

—¿Qué ocurre?

—Querido Mariano, me causa una gran mortificación dar este paso. Créamelo usted. Pero las críticas circunstancias por que atraviesan las finanzas del país me obligan a recoger numerario.

El Ministro de Su Majestad Católica, falso y declamatorio, estrechó las manos del ilustre gachupín:

—Celes, es usted el hombre más bueno del mundo. Estoy viendo lo que usted sufre al pedirme su plata. Hoy se me ha revelado su gran corazón. ¿Sabe usted las últimas noticias de España?

—¿Pero hubo paquete?

—Me refiero al cable.

—¿Hay cambio político?

—El Posibilismo en Palacio.

—¿De veras? No me sorprende. Eran mis noticias, pero los sucesos han debido anticiparse.

—Celes, usted será Ministro de Hacienda. Acuérdese usted de este desterrado y venga un abrazo.

—¡Querido Mariano!

—¡Qué digna coronación de su vida, Celestino!

Falso y confidencial, hizo sentar en el sofá al orondo ricacho, y, sacando la cadera, cotorrón, tomó asiento a su lado. La botarga del gachupín se inflaba complacida. Emilio le llamaría por cable. ¡La Madre Patria! Se sintió con una conciencia difusa de nuevas obligaciones, una respetabilidad adiposa de personaje. Experimentaba la extraña sensación de que su sombra creciese desmesurada-mente, mientras el cuerpo se achicaba. Enternecíase. Le sonaban eufónicamente escandidas palabras —Sacerdocio, Ponencia, Parlamento, Holocausto—. Y adoptaba un lema: ¡Todo por mi Patria! Aquella matrona entrada en carnes, corona, rodela y estoque, le conmovía como dama de tablas que corta el verso en la tramoya de candilejas, bambalinas y telones. Don Celes sentíase revestido de sagradas ínfulas y desplegaba petulante la curva de su destino con casaca bordada, como el pavo real la fábula de su cola. Fatuas imágenes y suspicacias de negociante compendiaban sus larvados arabescos en fugas colmadas de resonancias. El ilustre gachupín temía la mengua de sus lucros, si trocaba la explotación de cholos y morenos por el servicio de la Madre Patria. Se tocó el pecho y sacó la cartera:

—¡Querido Mariano, real y verdaderamente, en las circunstancias por que atraviesa este país, con la incertidumbre y poca fijeza de sus finanzas, me representa un grave quebranto la radicación en España! ¡Usted me conoce, usted sabe todo lo que me violenta apremiarle, usted, dándose cuenta de mi buena voluntad, no me creará una situación embarazosa!…

El Barón de Benicarlés, con apagada sonrisa, tiraba de las orejas a Merlín:

—¡Carísimo Celestino, pero si está usted haciendo mi rol! Sus disculpas, todas sus palabras, las hago mías. No es a usted a quien corresponde hablar así. ¡Carísimo Celestino, no me amenace usted con la cartera que me da más miedo que una pistola! ¡Guárdesela para que sigamos hablando! Tengo en venta una masía en Alicante. ¿Por qué no se decide usted y me la compra? Sería un espléndido regalo para su amigo el elocuente tribuno. Decídase usted, que se la doy barata.

Don Celes Galindo entornaba los ojos, abierta una sonrisa de oráculo entre las patillas de canela.

V

El ilustre gachupín extravagaba por los más encumbrados limbos la voluta del pensamiento: Investido de conciencia histórica, pomposo, apesadumbrado, discernía como un deshonor rojo y gualda el epistolario del Ministro de Su Majestad Católica al Currito de Sevilla.

¡Aberraciones! Y subitánea, en un silo de sombra taciturna, atisbó la mueca de Tirano Banderas. ¡Aberraciones! El verde mohín trituraba las letras. Y Don Celes, con mentales votos de hijo predilecto, ofrecía el sonrojo de su calva panzona en holocausto de la Madre Patria. El impulso de imponerle un parche en las vergüenzas le inundó generoso, calde, con el latido entusiasta de la onda sanguínea en los brindis y aniversarios nacionales. La botarga del ricacho era una boya de ecos magnánimos. El Barón, de media anqueta en el sofá, cristalizaba los ambiguos caramelos de una sonrisa protocolaria. Don Celestino le tendió la mano condolido, piadoso, tal corno su lienzo en el Vía-Crucis la María Verónica:

—Yo he vivido mucho. Cuando se ha vivido mucho, se adquiere cierta filosofía para considerar las acciones humanas. Usted me comprende, querido Mariano.

—Todavía no.

El Barón de Benicarlés, limitaba el azul horizonte de los ojos huevones, entornando los párpados. Don Celes cambió toda la cara en un gran gesto abismado y confidencial:

—Ayer, la policía, en mi opinión propasándose, ha efectuado la detención de un súbdito español y practicado un registro en sus petacas… Ya digo, en mi opinión, extralimitándose.

El carcamal diplomático asintió con melindre displicente:

—Acabo de enterarme. Me ha visitado con ese mismo duelo Currito Mi-Alma.

El Ministro de Su Majestad Católica sonreía, y sobre la crasa rasura, el colorete, abriéndose en grietas, tenía un sarcasmo de careta chafada. Se consternó Don Celes:

—Mariano, es asunto muy grave. Precisa que, puestos de acuerdo, lo silenciemos.

—¡Carísimo Celestino, es usted una virgen inocente! Todo eso carece de importancia.

En la liviana contracción de su máscara, el colorete seguía abriéndose, con nuevas roturas. Don Celes acentuaba su gesto confidencial:

—Querido Mariano, mi deber es prevenirle. Esas cartas están en poder del General Banderas. Acaso violo un secreto político, pero usted, su amistad, y la Patria… ¡Querido Mariano, no podemos, no debemos olvidarnos de la Patria! Esas cartas actúan en poder del General Banderas.

—Me satisface la noticia. El Señor Presidente es bien seguro que sabrá guardarlas.

El Barón de Benicarlés acogíase en una actitud sibilina de hierofante en sabias perversidades. Insistía Don Celes, un poco captado por aquel tono:

—Querido Mariano, ya he dicho que no juzgo de esas cartas, pero mi deber es prevenirle.

—Y se lo agradezco. Usted, ilustre amigo, se deja arrebatar de la imaginación, Crea usted que esas cartas no tienen la más pequeña importancia.

—Me alegraría que así fuese. Pero temo un escándalo, querido Mariano.

—¿Puede ser tanta la incultura de este medio social? Sería perfectamente ridículo.

Don Celes se avino, marcando con un gesto su avenencia.

—Indudablemente; pero hay que silenciar el escándalo.

El Barón de Benicarlés entornaba los ojos, relamido de desdenes:

—¡Un devaneo! Ese Currito, le confieso a usted que me ha tenido interesado. ¿Usted le conoce? ¡Vale la pena!

Hablaba con tan amable sonrisa, con un matiz británico de tan elegante indiferencia, que el asombrado gachupín no tuvo ánimos para sacar del fuelle los grandes gestos. Fallidos todos, murmuró jugando con los guantes:

—No, no le conozco. Mariano, mi consejo es que debe usted tener amigo al General.

—¿Cree usted que no lo sea?

—Creo que debe usted verle.

—Eso, sí, no dejaré de hacerlo.

—Mariano, hágalo usted, se lo ruego, en nombre de la Madre Patria. Por ella, por la Colonia. Ya usted conoce sus componentes, gente inculta, sin complicaciones, sin cultura. Si el cable comunica alguna novedad política…

—Le tendré a usted al corriente, y le repito mi enhorabuena. Es usted un gran hombre plutarquiano. Adiós, querido Celes.

—Vea usted al Presidente.

—Le veré esta tarde.

—Con esa promesa me retiro satisfecho.

VI

Currito Mi-Alma salió rompiendo cortinas y, por decirlo en su verba, más postinero que un ocho:

—¡Has estado pero que muy buena, Isabelita!

El Barón de Benicarlés le detuvo con áulico aspaviento, la estampa fondona y gallota, toda conmovida:

—¡Me parece una inconveniencia ese espionaje!

—¡Mírame este ojo!

—Muy seriamente.

—¡No seas panoli!

Los cedros y los mirtos del jardín trascendían remansadas penumbras de verdes acuarios a los estores del salón, apenas ondulados por la brisa perfumada de nardos. El jardín de la virreina era una galante geometría de fuentes y mirtos, estanques y ordenados senderos:

Inmóviles cláusulas de negros espejos pautaban los estanques, entre columnatas de cipreses.

El Ministro de Su Majestad Católica, con un destello de orgullo en el azul porcelana de las pupilas, volvió la espalda al rufo, y recluyéndose en el calmo mirador colonial, se incrustaba el monóculo bajo la ceja. Trepaban del jardín verdes de una enredadera, y era detrás de los cristales toda la sombra verde del jardín. El Barón de Benicarlés apoyó la frente en la vidriera:

Elegantona, atildada, britanizante, la figura dibujaba un gran gesto preocupado. El Curro y Merlín, cada cual desde su esquina, le contemplaban sumido en la luz acuaria del mirador; en la curva rotunda, labrada de olorosas maderas, con una evocación de lacas orientales y borbónicas, de minué bailado por Visorreyes y Princesas Flor de Almendro. El Curro rompió el encanto escupiendo, marchoso, por el colmillo:

—¡Isabelita, prenda, así te despeines, o te subas el moño, para menda lo mismo que la Biblia del Padre Garulla! Isabelita, hay que mover los pinreles y darse la lengua con Tirano Banderas.

—¡Canalla!

—¡Isabelita, evitémonos un solfeo!

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