LIBRO PRIMERO
LA RECÁMARA VERDE
I
¡Famosas aquellas ferias de Santos y Difuntos! La Plaza de Armas, Monotombo, Arquillo de Madres, eran zoco de boliches y pulperías, ruletas y naipes. Corre la chusma, a los anuncios de toro candil en los Portalitos de Penitentes: Corren las rondas de burlones apagando las luminarias, al procuro de hacer más vistoso el candil del bulto toreado. Quiebra el oscuro en el vasto cielo, la luna chocarrera y cacareante: Ahuman las candilejas de petróleo por las embocaduras de tutilimundis, tinglados y barracas: Los ciegos de guitarrón cantan en los corros de pelados: El criollaje ranchero—poncho facón, jarano—se estaciona al ruedo de las mesas con tableros de azares y suertes fulleras. Circula en racimos la plebe cobriza, greñuda, descalza, y por las escalerillas de las iglesias, indios alfareros venden esquilones de barro con círculos y palotes de pinturas estentóreas y dramáticas. Beatas y chamacos mercan los fúnebres barros, de tañido tan triste que recuerdan la tena y el caso del fraile peruano. A cada vuelta saltan risas y bravatas. En los portalitos, por las pulperías de cholos y lepes, la guitarra rasguea los corridos de milagros y ladrones:
Era Diego Pedernales
de buena generación.
II
El Congal de Cucarachita encendía farolillos de colores en el azoguejo, y luces de difuntos en la Recámara Verde.—Son consorcios que aparejan las ferias—. Lupita la Romántica, con bata de lazos y el moño colgante, suspiraba caída en el sueño magnético, bajo la mirada y los pasos del Doctor Polaco: Alentaba rendida y vencida, con suspiros de erótico tránsito:
—¡Ay!
—Responda la Señorita Medium.
—¡Ay! Alumbrándose sube por una escalera muy grande… No puedo. Ya no está… Se me ha desvanecido.
—Siga usted hasta encontrarle, Señorita.
—Entra por una puerta donde hay un centinela.
—¿Habla con él?
—Sí. Ahora no puedo verle. No puedo… ¡Ay!
—Procure situarse, Señorita Medium.
—No puedo.
—Yo lo mando.
—¡Ay!
—Sitúese. ¿Qué ve en torno suyo?
—¡Ay! Las estrellas grandes como lunas pasan corriendo por el cielo.
—¿Ha dejado el plano terrestre?
—No sé.
—Sí lo sabe. Responda. ¿Dónde se sitúa?
—¡Estoy muerta!
—Voy a resucitarla, Señorita Medium.
El farandul le puso en la frente la piedra de un anillo. Después fueron los pases de manos y el soplar sobre los párpados de la daifa durmiente:
—¡Ay!…
—Señorita Medium, va usted a despertarse contenta y sin dolor de cabeza. Muy despejada, y contenta, sin ninguna impresión dolorosa.
Hablaba de rutina, con el murmullo apacible, del clérigo que reza su misa diaria. Gritaba en el corredor la madrota, y en el azoguejo, donde era el mitote de danza, aguardiente
y parcheo, metía bulla del Coronelito Domiciano de la Gándara.
III
El Coronelito Domiciano de la Gándara templa el guitarrón: Camisa y calzones, por aberturas coincidentes, muestran el vientre rotundo y risueño de dios tibetano: En los pies desnudos arrastra chancletas. y se toca con un jaranillo mambís, que al revirón descubre el rojo de un pañuelo y la oreja con arete: El ojo guiñate, la mano en los trastes, platica leperón con las manflotas en cabellos y bata escotada: Era negrote, membrudo, rizoso, vestido con sudada guayabera y calzones mamelucos, sujetos por un cincho con gran broche de plata: Los torpes conceptos venustos, celebra con risa saturnal y vinaria. Niño Domiciano, nunca estaba sin cuatro candiles, y como arrastraba su vida por bochinches y congales, era propenso a las tremolinas y escandaloso al final de las farras. Las niñas del pecado, desmadejadas y desdeñosas, recogían el bulle-bulle en el vaivén de las mecedoras: El rojo de los cigarros las señalaba en sus lugares. El Coronelito, dando el último tiento a los trastes, escupe y rasguea cantando por burlas el corrido que rueda estos tiempos, de Diego Pedernales. La sombra de la mano, con el reflejo de las tumbagas, pone rasgueo de luces en el rasgueo de la guitarra:
—Preso le llevan los guardias,
sobre caballo pelón,
que en los Ranchos de Valdivia
le tomaron a traición.
Celos de niña ranchera
hicieron la delación.
IV
Tecleaba un piano hipocondríaco, en la sala que nombraban Sala de la Recámara Verde. Como el mitote era en el patio, la sala agrandábase alumbrada y vacía, con las rejas abiertas sobre el azoguejo y el viento en las muselinas de los vidrios. El Ciego Velones—nombre de burlas—arañaba lívidas escalas, acompañando el canto a una chicuela consumida, tristeza, desgarbo, fealdad de hospiciana. En el arrimo de la reja, hacían duelo por la contraria suerte en los albures, dos peponas amulatadas: El barro melado de sus facciones se depuraba con una dulzura de líneas y tintas, en el ébano de las cabezas pimpantes de peines y moñetes, un drama oriental de lacres y verdes. El Ciego Velones tecleaba el piano sin luces, un piano lechuzo que se pasaba los días enfundado de bayeta negra. Cantaba la chicuela, tirantes las cuerdas del triste descote, inmóvil la cara de niña muerta, el fúnebre resplandor de la bandejilla del petitorio sobre el pecho:
—¡No me mates, traidora ilusión!
¡Es tu imagen en mi pensamiento,
una hoguera de casta pasión!
La voz lívida, en la lívida iluminación de la sala desierta, se desgarraba en una altura inverosímil:
—¿Una hoguera de casta pasión!
Algunas parejas bailaban en el azoguejo, mecidas por el ritmo del danzón: Perezosas y lánguidas, pasaban con las mejillas juntas por delante de las rejas. El Coronelito, más bruja que un roto, acompañaba con una cuerda en el guitarrón la voz en un trémolo:
—¡No me mates, traidora ilusión!
V
La cortina abomba su raso verde en el arco de la recámara: Brilla en el fondo, sobre el espejo, la pomposa cama del trato, y por veces todo se tambalea en un guiño del altarete.
Suspiraba Lupita:
—¡Animas del Purgatorio! ¡No más, y qué sueño se me ha puesto! ¡La cabeza se me parte!
La tranquilizó el farandul:
—Eso se pasa pronto.
—¡Cuando yo vuelva a consentir que usted me enajene, van a tener pelos las tortugas!
El Doctor Polaco, desviando la plática, felicitó a la daifa con ceremonia de farandul:
—Es usted un caso muy interesante de metensicopsis. Yo no tendría inconveniente en asegurarle a usted contrata para un teatro de Berlín. Usted podría ser un caso de los más célebres. ¡Esta experiencia ha sido muy interesante!
La daifa se oprimía las sienes, metiendo los dedos con luces de pedrería por los bandós endrinos del peinado:
—¡Para toda la noche tengo ya jaqueca!
—Una taza de café será lo bastante… Disuelve usted en la taza una perla de éter, y se hallará prontamente tonificada, para poder intentar otra experiencia.
—¡Una y no más!
—¿No se animaría usted a presentarse en público? Sometida a una dirección inteligente, pronto tendría usted renombre para actuar en un teatro de Nueva York. Yo le garanto a usted un tanto por ciento. Usted, antes de un año, puede presentarse con diplomas de las más acreditadas Academias de Europa. El Coronelito me ha tenido conservación de su caso, pero muy lejano, que ofreciese tanto interés para la ciencia. ¡Muy lejano! Usted se debe al estudio de los iniciados en los misterios del magnetismo.
—¡Con una cartera llena de papel, aun no cegaba! ¡A pique de quedar muerta en una experiencia!
—Ese riesgo no existe cuando se procede científicamente.
—La rubia que a usted acompañaba pasados tiempos, se corrió que había muerto en un teatro.
—¿Y que yo estaba preso? Esa calumnia es patente. Yo no estoy preso.
—Habrá usted limado las rejas de la cárcel.
—¿Me cree usted con poder para tanto?
—¿No es usted brujo?
—El estudio de los fenómenos magnéticos no puede ser calificado de brujería. ¿Usted se encuentra libre ya del malestar cefálico?
—Sí, parece que se me pasa.
Gritaba en el corredor la Madrota:
—Lupita, que te solicitan.
—¿Quién es?
—Un amigo. ¡No pasmes!
—¡Voy! De hallarme menos carente, esta noche la guardaba por devoción de las Benditas.
—Lupita, puede usted obtener un suceso público en un escenario.
—¡Me da mucho miedo!
Salió de la recámara con bulle-bulle de faldas, seguida del Doctor Polaco. Aquel tuno nigromante, con una barraca en la feria, era muy admirado en el Congal de Cucarachita.