LIBRO SEGUNDO
EL NÚMERO TRES
I
El calabozo número tres era una cuadra con altas luces enrejadas, mal oliente de alcohol, sudor y tabaco. Colgaban en calle, a uno y otro lateral, las hamacas de los presos, reos políticos en su mayor cuento, sin que faltasen en aquel rancho el ladrón encanecido, ni el idiota sanguinario, ni el rufo valiente, ni el hipócrita desalmado. Por hacerles a los políticos más atribulada la cárcel, les befaba con estas compañías, el de la pata de palo, Coronel Irineo Castañón. La luz polvorienta y alta de las rejas resbalaba por la cal sucia de los muros, y la expresión macilenta de los encarcelados hallaba una suprema valoración en aquella luz árida y desolada. El Doctor Sánchez Ocaña, declamatorio, verboso, con el puño de la camisa fuera de la manga, el brazo siempre en tribuno arrebato, engolaba elocuentes apóstrofes contra la tiranía:
—El funesto fénix del absolutismo colonial renace de sus cenizas aventadas a los cuatro vientos, concitando las sombras y los manes de los augustos libertadores. Augustos, sí, y el ejemplo de sus vidas debe servirnos de luminar en estas horas, que acaso son las últimas que nos resta de vivir. El mar devuelve a la tierra sus héroes, los voraces monstruos de las azules minas se muestran más piadosos que el General Santos Banderas… Nuestros ojos…
Se interrumpía. Llegaba por el corredor la pata de palo. El Alcaide cruzó fumando en cachimba, y poco a poco extinguióse el alerta de su paso cojitranco.
II
Un preso, que leía tendido en su hamaca, sacó a luz, de nuevo, el libro que había ocultado. De la hamaca vecina le interrogó la sombra de Don Roque Cepeda:
—¿Siempre con las Evasiones Célebres?
—Hay que estudiar los clásicos.
—¡Mucho le intriga esa lectura! ¿Sueña usted con evadirse?
—¡Pues quién sabe!
—¡Ya estaría bueno podérsela jugar al Coronelito Pata de Palo! Cerró el libro con un suspiro el que leía:
—No hay que pensarlo. Posiblemente, a usted y a mí nos fusilan esta tarde.
Denegó con ardiente convicción Don Roque:
—A usted, no sé… Pero yo estoy seguro de ver el triunfo de la Revolución. Acaso más tarde me cueste la vida. Acaso. Se cumple siempre el Destino.
—Indudablemente. ¿Pero usted conoce su destino?
—Mi fin no está en Santa Mónica. Tengo encima el medio siglo, aún no hice nada, he sido un soñador, y forzosamente debo regenerarme actuando en la vida del pueblo, y moriré después de haberle regenerado.
Hablaba con esa luz fervorosa de los agonizantes, confortados por la fe de una vida futura, cuando reciben la Eucaristía. Su cabeza tostada de santo campesino erguíase sobre la almohada como en una resurrección, y todo el bulto de su figura exprimíase bajo el sabanil como bajo un sudario. El otro prisionero le miró con amistosa expresión de burla y duda:
—¡Quisiera tener su fe, Don Roque! Pero me temo que nos fusilen juntos en Foso- Palmitos.
—Mi destino es otro. Y usted déjese de cavilaciones lúgubres y siga soñando con evadirse.
—Somos muy opuestos. Usted, pasivamente, espera que una fuerza desconocida le abra las rejas. Yo hago planes para fugarme y trabajo en ello sin echar de la imaginación el presentimiento de mi fin próximo. A lo más hondo esta idea me trabaja, y solamente por no capitular sigo al acecho de una ocasión que no espero.
—El Destino se vence, si para combatirle sabemos reunir nuestras fuerzas espirituales. En nosotros existen fuerzas latentes, potencialidades que desconocemos. Para el estado de conciencia en que usted se halla, yo le recomendaría otra lectura más espiritual que esas Evasiones Célebres. Voy a procurarle El Sendero Teosófico: Le abrirá horizontes desconocidos.
—Recién le platicaba que somos muy opuestos. Las complejidades de sus autores me dejan frío. Será que no tengo espíritu religioso. Eso debe ser. Para mí todo acaba en Foso- Palmitos.
—Pues reconociéndose tan carente de espíritu religioso, usted será siempre un revolucionario muy mediocre. Hay que considerar la vida como una simiente sagrada que se nos da para que la hagamos fructificar en beneficio de todos los hombres. El revolucionario es un vidente.
—Hasta ahí llego.
—¿Y de quién recibimos esta existencia que tiene un sentido determinado? ¿Quién la sella con esa obligación? ¿Podemos impunemente traicionarla? ¿Concibe usted que no haya una sanción?
—¿Después de la muerte?
—Después de la muerte.
—Esas preguntas, yo me abstengo de resolverlas.
—Acaso porque no se las formula con bastante ahínco.
—Acaso.
—¿Y el enigma, tampoco le anonada?
—Procuro olvidarlo.
—¿Y puede?
—He podido.
—¿Y al presente?
—La cárcel siempre es contagiosa… Y si continúa usted platicándome como lo hace, acabará por hacerme rezar un Credo.
—Si le enoja dejaré el tema.
—Don Roque, sus enseñanzas no pueden serme sino muy gratas. Pero entre flores tan doctas me ha puesto usted un rejón que aún me escuece. ¿Por qué juzga que mi actuación revolucionaria será siempre mediocre? ¿Qué relaciones establece usted entre la conciencia religiosa y los ideales políticos?
—¡Mi viejo, son la misma cosa!
—¿La misma cosa? Podrá ser. Yo no lo veo.
—Hágase usted más meditativo y comprenderá muchas verdades que sólo así le serán reveladas.
—Cada persona es un mundo, y nosotros dos somos muy diversos. Don Roque, usted vuela muy remontado, y yo camino por los suelos; pero el calificativo que me ha puesto de mediocre revolucionario es una ofuscación que usted padece. La religión es ajena a nuestras luchas políticas.
—A ninguno de nuestros actos puede ser ajena la intuición de eternidad. Solamente los hombres que alumbran todos sus pasos con esa antorcha logran el culto de la Historia. La intuición de eternidad trascendida es la conciencia religiosa: Y en nuestro ideario, la piedra angular, la redención del indio, es un sentimiento fundamentalmente cristiano.
—Libertad, Igualdad, Fraternidad, me parece que fueron los tópicos de la Revolución Francesa. Don Roque, somos muy buenos amigos, pero sin poder entendernos. ¿No predicó el ateísmo la Revolución Francesa? Marat, Dantón, Robespierre…
—Espíritus profundamente religiosos, aun cuando lo ignorasen algunas veces.
—¡Santa ignorancia! Don Roque, concédame usted esa categoría para sacarme el rejón que me ha puesto.
—No me guarde rencor, se la concedo.
Se dieron la mano, y par a par en las hamacas, quedaron un buen espacio silenciosos. En el fondo de la cuadra, entre un grupo de prisioneros, seguía perorando el Doctor Sánchez Ocaña. El gárrulo fluir de tropos y metáforas resaltaba su frío amaneramiento en el ambiente pesado de sudor, aguardiente y tabaco del calabozo número tres.
III
Don Roque Cepeda convocaba en torno de su hamaca un grupo atento a las lecciones de ilusionada esperanza que vertía con apagado murmullo y clara sonrisa seráfica. Don Roque era profundamente religioso, con una religión forjada de intuiciones místicas y máximas indostánicas: Vivía en un pasmo ardiente, y su peregrinación por los caminos del mundo se le aparecía colmada de obligaciones arcanas, ineludibles como las órbitas estelares: Adepto de las doctrinas teosóficas, buscaba en la última hondura de su conciencia un enlace con la conciencia del Universo: La responsabilidad eterna de las acciones humanas le asombraba con el vasto soplo de un aliento divino. Para Don Roque, los hombres eran ángeles desterrados:
Reos de un crimen celeste, indultaban su culpa teologal por los caminos del tiempo, que son los caminos del mundo. Las humanas vidas con todos sus pasos, con todas sus horas, promovían resonancias eternas que sellaba la muerte con un círculo de infinitas responsabilidades. Las almas, al despojarse de la envoltura terrenal, actuaban su pasado mundano en límpida y hermética visión de conciencias puras. Y este círculo de eterna contemplación —gozoso o doloroso— era el fin inmóvil de los destinos humanos y la redención del ángel en destierro. La peregrinación por el limo de las formas, sellaba un número sagrado. Cada vida, la más humilde, era creadora de un mundo, y al pasar bajo el arco de la muerte, la conciencia cíclica de esta creación se posesionaba del alma, y el alma, prisionera en su centro, devenía contemplativa y estática. Don Roque era varón de muy varias y desconcertantes lecturas, que por el sendero teosófico lindaban con la cábala, el ocultismo y la filosofía alejandrina. Andaba sobre los cincuenta años. Las cejas, muy negras, ponían un trazo de austera energía bajo la frente ancha, pulida calva de santo románico. El cuerpo mostraba la firme estructura del esqueleto, la fortaleza dramática del olivo y de la vid. Su predicación revolucionaria tenía una luz de sendero matinal y sagrado.