El juego de la ranita

 

 

 

Libro Tercero

 

 

I

 

Tirano Banderas, terminado el despacho, salió por la arcada del claustro bajo al Jardín de los Frailes. Le seguían compadritos y edecanes:

—¡Se acabó la obligación! ¡Ahora, si les parece bien, mis amigos, vamos a divertir honestamente este rabo de tarde, en el jueguito de la rana!

Rancio y cumplimentero, invitaba para la trinca, sin perder el rostro sus vinagres, y se pasaba por la calavera el pañuelo de hierbas, propio de dómine o donado.

 

 

II

 

El Jardín de los Frailes, geométrica ruina de cactus y laureles, gozaba la vista del mar: Por las mornas tapias corrían amarillos lagartos: En aquel paraje estaba el juego de la rana, ya crepuscular, recién pintado de verde. El Tirano, todas las tardes esparcía su tedio en este divertimiento: Pausado y prolijo, rumiando la coca, hacía sus tiradas, y en los yerros, su boca rasgábase toda verde, con una mueca: Se mostraba muy codicioso y atento a los lances del juego, sin ser parte a distraerle las descargas de fusilería que levantaban cirrus de humo a lo lejos, por la banda de la marina. Las sentencias de muerte se cumplimentaban al ponerse el sol, y cada tarde era pasada por las armas alguna cuerda de revolucionarios. Tirano Banderas, ajeno a la fusilería, cruel y vesánico, afinaba el punto apretando la boca. Los cirrus de humo volaban sobre el mar.

—¡Rana!

El Tirano, siempre austero, vuelto a la trinca de compadres, desplegaba el pañuelo de dómine, enjugándose el cráneo pelado:

—¡Aprendan, y no se distraigan del juego con macanas!

Un vaho pesado, calor y catinga, anunciaba la proximidad de la manigua, donde el crepúsculo enciende, con las estrellas, los ojos de los jaguares.

 

 

III

 

Aquella india vieja, acurrucada en la sombra de un toldillo, con el bochinche de limonada y aguardiente, se ha hispido, remilgada y corretona bajo la seña del Tirano:

—¡Horita, mi jefe!

Doña Lupita cruza las manos enanas y orientales, apretándose al pecho los cabos del rebocillo, tirado de priesa sobre la greña: Tenía esclava la sonrisa y los ojos oblicuos de serpiente sabia: Los pies descalzos, pulidos como las manos: Engañosa de mieles y lisonjas la plática:

—¡Mándeme, no más, mi Generalito!

Generalito Banderas doblaba el pañuelo, muy escrupuloso y espetado:

—Se gana plata, Doña Lupita?

—¡Mi jefecito, paciencia se gana! ¡Paciencia y trabajos, que es ganar la Gloria Bendita!

Viernes pasado compré un mecate para me ajorcar, y un ángel se puso de por medio. ¡Mi jefecito, no di con una escarpia!

Tirano Banderas, parsimonioso, rumiaba la coca, tembladera la quijada y saltante la nuez:

—¿Diga, mi vieja, y qué le sucedió al mecatito?

—A la Santa de Lima amarrado se lo tengo, mi jefecito.

—Qué le solicita, vieja?

—Niño Santos, pues que su merced disfrute mil años de soberanía.

—¡No me haga pendejo, Doña Lupita! ¿De qué año son las enchiladas?

—¡Merito acaban de enfriarse, patroncito!

—Qué otra cosa tiene en la mesilla?

—Coquitos de agua. ¡La chicha muy superior, mi jefecito! Aguardiente para el gauchaje.

—Pregúntele, vieja, el gusto a los circunstantes, y sirva la convidada.

Doña Lupita, torciendo la punta del rebocillo, interrogó al concurso que acampaba en torno de la rana, adulador y medroso ante la momia del Tirano:

—¿Con qué gustan mis jefecitos de refrescarse? Les antepongo que solamente tres copas tengo. Denantes, pasó un coronelito briago, que todo me lo hizo cachizas, caminándose sin pagar el gasto.

El Tirano formuló lacónico:

—Denúncielo en forma y se hará justicia.

Doña Lupita jugó el rebocillo como una dama de teatro:

—¡Mi Generalito, el memorialista no moja la pluma sin tocar por delante su estipendio!

Marcó un temblor la barbilla del Tirano:

—Tampoco es razón. A mi sala de audiencias puede llegar el último cholo de la República. Licenciado Sóstenes Carrillo, queda a su cargo instruir el proceso en averiguación del supuesto fregado...

 

 

IV

 

Doña Lupita, corretona y haldeando, fue a sacar los cocos puestos bajo una cobertera de palmitos en la tierra regada. El Tirano, sentado en el poyo miradero de los frailes, esparcía el ánimo cargado de cuidados: Sobre el bastón con borlas doctorales y puño de oro, cruzaba la cera de las manos: En la barbilla, un temblor; en la boca verdosa, un gesto ambiguo de risa, mofa y vinagre:

—Tiene mucha letra la guaina, Señor Licenciado.

—Patroncito, ha visto la chuela.

—Muy ocurrente en las leperadas. ¡Puta madre! Va para el medio siglo que la conozco, de cuando fui abanderado en el Séptimo Ligero: Era nuestra rabona.

Doña Lupita amusgaba la oreja, haldeando por el jacalito. El Licenciado recayó con apremio chuflero:

—¡No se suma, mi vieja!

—En boca cerrada no entran moscas, valedorcito.

—No hay sello para una vuelta de mancuerda.

—¡Santísimo Juez!

Qué jefe militar le arrugó el tenderete, mi vieja?

—¡Me aprieta, niño, y me expone a una venganza!

—No se atore y suelte el gallo.

—No me sea mala reata, Señor Licenciado.

El Señor Licenciado era feliz, rejoneando a la vieja por divertir la hipocondría del Tirano.

Doña Lupita, falsa y apenujada, trajo las palmas con el fruto enracimado, y un tranchete para rebanarlo. El Mayor Abilio del Valle, que se preciaba de haber cortado muchas cabezas, pidió la gracia de meter el facón a los coquitos de agua: Lo hizo con destreza mambís: Bélico y triunfador, ofrendó como el cráneo de un cacique enemigo, el primer coquito al Tirano. La momia amarilla desplegó las manos y tomó una mitad pulcramente:

—Mayorcito, el concho que resta, esa vieja maulona que se lo beba. Si hay ponzoña, que los dos reventemos.

Doña Lupita, avizorada, tomó el concho, saludando y bebiendo:

—Mi Generalito, no hay más que un firme acatamiento en esta cuera vieja: ¡El Señor San Pedro y toda la celeste cofradía me sean testigos!

Tirano Banderas, taciturno, recogido en el poyo, bajo la sombra de los ramajes, era un negro garabato de lechuzo. Raro prestigio cobró de pronto aquella sombra, y aquella voz de caña hueca, raro imperio:

—Doña Lupita, si como dice me aprecia, declare el nombre del pendejo briago que en tan poco se tiene. Luego luego, vos veréis, vieja, que también la aprecia Santos Banderas. Dame la mano, vieja...

—Taitita, dejá sos la bese.

Tirano Banderas oyó, sin moverse, el nombre que temblando le secreteó la vieja. Los compadritos, en torno de la rana, callaban amusgados, y a hurto se hacían alguna seña. La momia indiana:

—¡Chac, chac!

 

 

V

 

Tirano Banderas, con paso de rata fisgona, seguido por los compadritos, abandonó el juego de la rana: Al cruzar el claustro, un grupo de uniformes que choteaba en el fondo, guardó repentino silencio. Al pasar, la momia escrutó el grupo, y con un movimiento de cabeza, llamó al Coronel-Licenciado López de Salamanca, Jefe de Policía:

—¿A qué hora está anunciado el acto de las Juventudes Democráticas?

—A las diez.

—¿En el Circo Harris?

—Eso rezan los carteles.

—¿Quién ha solicitado el permiso para el mitin?

—Don Roque Cepeda.

—¿No se le han puesto obstáculos?

—Ninguno.

—¿Se han cumplimentado fielmente mis instrucciones?

—Tal creo...

—La propaganda de ideales políticos, siempre que se realice dentro de las leyes, es un derecho ciudadano y merece todos los respetos del Gobierno.

El Tirano torcía la boca con gesto maligno. El Jefe de Policía, Coronel-Licenciado López de Salamanca, atendía con burlón desenfado:

—Mi General, en caso de mitote, ¿habrá que suspender el acto?

—El Reglamento de Orden Público le evacuará cumplidamente cualquier duda.

El Coronel-Licenciado asintió con zumba gazmoña:

—Señor Presidente, la recta aplicación de las leyes será la norma de mi conducta.

—Y en todo caso, si usted procediese con exceso de celo, cosa siempre laudable, no le costará gran sacrificio presentar la renuncia del cargo. Sus servicios —al aceptarla— sin duda que los tendría en consideración el Gobierno.

Recalcó el Coronel-Licenciado:

—¿El Señor Presidente no tiene otra cosa que mandarme?

—¿Ha proseguido las averiguaciones referentes al relajo y viciosas costumbres del Honorable Cuerpo Diplomático?

—Y hemos hecho algún descubrimiento sensacional.

—En el despacho de esta noche tendrá a bien enterarme. El Coronel-Licenciado saludó:

—¡A la orden, mi General!

La momia indiana todavía le detuvo, exprimiendo su verde mueca:

—Mi política es el respeto a la ley. Que los gendarmes garantan el orden en Circo Harris.

¡Chac! ¡Chac! Las Juventudes Democráticas ejemplarizan esta noche practicando un ejercicio ciudadano.

Chanceó el jefe de Policía:

—Ciudadano y acrobático.

El Tirano, ambiguo y solapado, plegó la boca con su mueca verde:

—¡Pues, y quién sabe!... ¡Chac! ¡Chac!

 

 

VI

 

Tirano Banderas caminó taciturno. Los compadres, callados como en un entierro, formaban la escolta detrás. Se detuvo en la sombra del convento, bajo el alerta del guaita, que en el campanario sin campanas clavaba la luna con la bayoneta. Tirano Banderas estúvose mirando el cielo de estrellas: Amaba la noche y los astros: El arcano de bellos enigmas recogía el dolor de su alma tétrica: Sabía numerar el tiempo por las constelaciones: Con la matemática luminosa de las estrellas se maravillaba: La eternidad de las leyes siderales abría una coma religiosa en su estoica crueldad indiana. Atravesó la puerta del convento bajo el grito nocturno del guaita en la torre, y el retén, abriendo filas, presentó armas. Tirano Banderas, receloso, al pasar, escudriñaba el rostro oscuro de los soldados.


 © Gonzalo Díaz Migoyo 2011