El Ministro de España
Libro Segundo
I
La Legación de España se albergó muchos años en un caserón con portada de azulejos y salomónicos miradores de madera, vecino al recoleto estanque francés llamado por una galante tradición Espejillo de la Virreina. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Católica, también proyectaba un misterio galante y malsano, como aquella virreina que se miraba en el espejo de su jardín, con un ensueño de lujuria en la frente. El Excelentísimo Señor Don Mariano Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Barón de Benicarlés y Maestrante de Ronda, tenía la voz de cotorrona y el pisar de bailarín. Lucio, grandote, abobalicado, muy propicio al cuchicheo y al chismorreo, rezumaba falsas melosidades: Le hacían rollas las manos y el papo: Hablaba con nasales francesas y mecía bajo sus carnosos párpados un frío ensueño de literatura perversa: Era un desvaído figurón, snob literario, gustador de los cenáculos decadentes, con rito y santoral de métrica francesa.
La sombra de la ardiente virreina, refugiada en el fondo del jardín, mirando la fiesta de amor sin mujeres, lloró muchas veces, incomprensiva, celosa, tapándose la cara.
II
Santos y Difuntos. En este tiempo, era luminosa y vibrante de tabanquillos y tenderetes la Calzada de la Virreina. El quitrí del gachupín, que rodaba haciendo morisquetas de petimetre, se detuvo ante la Legación Española. Un chino encorvado, la espalda partida por la coleta, regaba el zaguán. Don Celes subió la ancha escalera y cruzó una galería con cuadros en penumbra, tallas, dorados y sedas: El gachupín experimentaba un sofoco ampuloso, una sensación enfática de orgullo y reverencia: Como collerones le resonaban en el pecho fanfarrias de históricos nombres sonoros, y se mareaba igual que en un desfile de cañones y banderas. Su jactancia, ilusa y patriótica, se revertía en los escandidos compases de una música brillante y ramplona: Se detuvo en el fondo de la galería. La puerta luminosa, silenciosa, franca sobre el gran estrado desierto, amortiguó extrañamente al barroco gachupín, y sus pensamientos se desbandaron en fuga, potros cerriles rebotando las ancas. Se apagaron de repente todas las bengalas, y el ricacho se advirtió pesaroso de verse en aquel trámite:
Desasistido de emoción, árido, tímido como si no tuviese dinero, penetró en el estrado vacío, turbando la dorada simetría de espejos y consolas.
III
El Barón de Benicarlés, con quimono de mandarín, en el fondo de otra cámara, sobre un canapé, espulgaba meticulosamente a su faldero. Don Celes llegó, mal recobrado el gesto de fachenda entre la calva panzona y las patillas color de canela: Parecía que se le hubiese aflojado la botarga:
—Señor Ministro, si interrumpo, me retiro.
—Pase usted, ilustre Don Celestino.
El faldero dio un ladrido, y el carcamal diplomático, rasgando la boca, le tiró de una oreja:
—¡Calla, Merlín! Don Celes, tan contadas son sus visitas, que ya le desconoce el Primer Secretario.
El carcamal diplomático esparcía sobre la fatigada crasitud de sus labios una sonrisa lenta y maligna, abobada y amable. Pero Don Celes miraba a Merlín, y Merlín le enseñaba los dientes a Don Celes. El Ministro de Su Majestad Católica, distraído, evanescente, ambiguo, prolongaba la sonrisa con una elasticidad inverosímil, como las diplomacias neutrales en año de guerras. Don Celes experimentaba una angustia pueril entre la mueca del carcamal y el hocico aguzado del faldero: Con su gesto adulador y pedante, lleno de pomposo afecto, se inclinó hacia Merlín:
—¿No quieres que seamos amigos?
El faldero, con un ladrido, se recogió en las rodillas de su amo, que adormilaba los ojos huevones, casi blancos, apenas desvanecidos de azul, indiferentes como dos globos de cristal, consonantes con la sonrisa sin término, de una deferencia maquillada y protocolaria. La mano gorja y llena de hoyos, mano de odalisca, halagaba las sedas del faldero:
—¡Merlín, ten formalidad!
—¡Me ha declarado la guerra!
El Barón de Benicarlés, diluyendo el gesto de fatiga por toda su figura crasa y fondona, se dejaba besuquear del faldero. Don Celes, rubicundo entre las patillas de canela, poco a poco, iba inflando la botarga, pero con una sombra de recelo, una íntima y remota cobardía de cómico silbado. Bajo el besuqueo del falderillo, habló, confuso y nasal, el figurón diplomático:
—,Por dónde se peregrina, Don Celeste? ¿Qué luminosa opinión me trae usted de la Colonia Hispana? ¿No viene usted como Embajador?... Ya tiene usted despejado el camino, ilustre Don Celes.
Don Celes se arrugó con gesto amistoso, aquiescente, fatalista: La frente panzona, la papada apoplética, la botarga retumbante, apenas disimulaban la perplejidad del gachupín.
Rió falsamente:
—La tan mentada sagacidad diplomática se ha confirmado una vez más, querido Barón.
Ladró Merlín, y el carcamal le amenazó levantando un dedo:
—No interrumpas, Merlín. Perdone usted la incorrección y continúe, ilustre Don Celes.
Don Celes, por levantarse los ánimos, hacía oración mental, recapacitando los pagarés que tenía del Barón: Luchaba desesperado por no desinflarse: Cerró los ojos:
—La Colonia, por sus vinculaciones, no puede ser ajena a la política del país: Aquí radica su colaboración y el fruto de sus esfuerzos. Yo, por mis sentimientos pacifistas, por mis convicciones de liberalismo bajo la gerencia de gobernantes serios, me hallo e n una situación ambigua, entre el ideario revolucionario y los procedimientos sumarísimos del General Banderas. Pero casi me convence la colectividad española, en cuanto a su actuación, porque la más sólida garantía del orden es, todavía, Don Santos Banderas. ¡El triunfo revolucionario traería el caos!
—Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes.
—Pero hay un momento de crisis comercial: Los negocios: se resienten, oscilan las finanzas, el bandolerismo renace en los campos. Subrayó el Ministro:
—No más que ahora, con la guerra civil.
—¡La guerra civil! Los radicados de muchos años en el país; ya la miramos como un mal endémico. Pero el ideario revolucionario es algo más grave, porque altera los fundamentos sagrados de la propiedad. El indio, dueño de la tierra, es una aberración demagógica, que no puede prevalecer en cerebros bien organizados. La Colonia profesa unánime este sentimiento:
Yo quizá lo acoja con algunas reservas, pero, hombre de realidades, entiendo que la actuación del capital español es antagónica con el espíritu revolucionario.
El Ministro de Su Majestad Católica se recostó en el canapé, escondiendo en el hombro el hocico del faldero:
—Don Celes, ¿y es oficial ese ultimátum de la Colonia?
—Señor Ministro, no es ultimátum. La Colonia pide solamente una orientación.
—¿La pide o la impone?
—No habré sabido explicarme. Yo, como hombre de negocios, soy poco dueño de los matices oratorios, y si he vertido algún concepto por donde haya podido entenderse que ostento una representación oficiosa, tengo especial interés en dejar rectificada plenamente esa suspicacia del Señor Ministro.
El Barón de Benicarlés, con una punta de ironía en el azul desvaído de los ojos, y las manos de odalisca entre las sedas del faldero, diluía un gesto displicente sobre la boca belfona, untada de fatiga viciosa:
—Ilustre Don Celestino, usted es una de las personalidades financieras, intelectuales y sociales más remarcables de la Colonia... Sus opiniones, muy estimables... Sin embargo, usted no es todavía el Ministro de España. ¡Una verdadera desgracia! Pero hay un medio para que usted lo sea, y es solicitar por cable mi traslado a Europa. Yo apoyaré la petición, y le venderé a usted mis muebles en almoneda.
El ricacho se infló de vanidad ingeniosa:
—¿Incluido Merlín para consejero?
El figurón diplomático acogió la agudeza con un gesto frío y lacio, que la borró:
—Don Celes, aconseje usted a nuestros españoles que se abstengan de actuar en la política del país, que se mantengan en una estricta neutralidad, que no quebranten con sus intemperancias la actuación del Cuerpo Diplomático. Perdone, ilustre amigo, que no le acoja más tiempo, pues necesito vestirme para asistir a un cambio de impresiones en la Legación Inglesa.
Y el desvaído carcamal, en la luz declinante de la cámara, desenterraba un gesto chafado, de sangre orgullosa.
IV
Don Celes, al cruzar el estrado, donde la alfombra apagaba el rumor de los pasos, sintió más que nunca el terror de desinflarse. En el zaguán, el chino rancio y coletudo, en una abstracción pueril y maniática, seguía regando las baldosas. Don Celes experimentó todo el desprecio del blanco por el amarillo:
—¡Deja paso, y mira, no me manches el charol de las botas, gran chingado!
Andando en la punta de los pies, con mecimiento de doble suspensión la botarga, llegó a la puerta y llamó al moreno del quitrí, que con otros morenos y rotos refrescaba bajo los laureles de un bochinche: Juego de bolos y piano automático con platillos:
—¡Vamos, vivo, pendejo!
V
Calzada de la Virreina tenía un luminoso bullicio de pregones,
guitarros, faroles y gallardetes. Santa Fe se regocijaba con un vértigo
encendido, con una calentura de luz y tinieblas: El aguardiente y el facón del
indio, la baraja y el baile lleno de lujurias, encadenaban una sucesión de
imágenes violentas y tumultuosas. Sentíase la oscura y desolada palpitación de
la vida sobre la fosa abierta. Santa Fe, con una furia trágica y devoradora del
tiempo, escapaba del terrorífico sopor cotidiano, con el grito de sus ferias,
tumultuoso como un grito bélico. En la lumbrada del ocaso, sobre la loma de
granados y palmas, encendía los azulejos de sus redondas cúpulas coloniales San
Martín de los Mostenses.