La tumbaga
Libro Segundo
I
EMPEÑITOS DE QUINTÍN PEREDA. — La chinita se detuvo ante el escaparate, luciente de arracadas, fistoles y mancuernas, guarnecido de pistolas y puñales, colgado de ñandutís y zarapes: Se estuvo a mirar un buen espacio: Cargaba al crío sobre la cadera, suspenso del rebozo, como en hamaca: Con la mano barríase el sudor de la frente: Parejo recogía y atusaba la greña: Se metió por la puerta con humilde salmodia:
—¡Salucita, mi jefe! Pues aquí estamos, no mis, para que el patroncito se gane un buen premio. ¡Lo merece, que es muy valedor y muy cabal gente! ¡Vea qué alhajita de mérito!
Jugaba sobre el mostrador la mano prieta, sin sacarse el anillo. Quintín Pereda, el honrado gachupín, declinó en las rodillas el periódico que estaba leyendo y se puso las antiparras en la calva:
—¿Qué se ofrece?
—Su tasa. Es una tumbaga muy chulita. Mi jefecito, vea no más los resplandores que tiene.
—¡No querrás que te la precie puesta en el dedo!
—¡Pues sí que el patroncito no es baqueano!
—¡Hay que tocar el aro con el aguafuerte y calibrar la piedra!
La chinita se quitó el anillo, y, con un mohín reverente, lo puso en las uñas del gachupín:
—Señor Peredita, usted me ordena.
Agazapada al canto del mostrador, quedó atenta a la acción del usurero, que, puesto en la luz, examinaba la sortija con una lente:
—Creo conocer esta prenda.
Se avizoró la chinita:
—No soy su dueña. Vengo mandada de una familia que se ve en apuro.
El empeñista tornaba al examen, modulando una risa de falso teclado:
—Esta alhajita estuvo aquí otras veces. Tú la tienes de la uña, muy posiblemente.
—¡Mi jefecito, no me cuelgue tan mala fama!
El usurero se bajaba los espejuelos de la calva, recalcando la risa de Judas:
—Los libros dirán a qué nombre estuvo otras veces pignorada.
Tomó un cartapacio del estante y se puso a hojearlo. Era un viejales maligno, que al hablar entreveraba insidias y mieles, con falsedades y reservas. Había salido motín de su tierra, y al rejo nativo juntaba las suspicacias de su arte y la dulzaina criolla de los mameyes:
Levantó la cabeza y volvió a ponerse en la frente los espejuelos:
—El Coronel Gandarita pignoró este solitario el pasado agosto... Lo retiró el 7 de octubre.
Te daré cinco soles.
Salmodió la chinita, con una mano sobre la boca:
—¿En cuánto estuvo? Eso mismo me dará el patroncito.
—¡No te apendejes! Te daré cinco soles, por hacerte algún beneficio. A bien ser, mi obligación será llamar horita a los gendarmes.
—¡Qué chance!
—Esta prenda no te pertenece. Yo, posiblemente, perderé los cinco soles, y tendré que devolvérsela a su dueño, si formula una reclamación judicial. Puedo fregarme por hacerte un servicio que no agradeces. Te dará tres soles, y con ellos tomas viento fresco.
—¡Mi jefecito, usted me ve chuela!
El empeñista se apoyó en el mostrador con sorna y recalma:
—Puedo mandarte presa.
La chinita se rebotó, mirándole aguda, con el crío sobre el anca y las manos en la greña:
—¡La Guadalupita me valga! Denantes le antepuse que no es mía la prenda. Vengo mandada del Coronelito.
—Tendrás que justificarlo. Recibe los tres soles y no te metas en la galera.
—Patroncito, vuélvame el anillo.
—Ni lo sueñes. Te llevas los tres soles, y si hay engaño en mis sospechas, que venga a cerrar trato el legítimo propietario. Esta alhajita se queda aquí depositada. Mi casa es muy suficientemente garante. Recoge la plata y camínate luego luego.
—¡Señor Peredita, es un escarnio el que me hace!
—¡Si debías ir a la galera!
—Señor Peredita, no me denigre, que va equivocado. El Coronelito está en un apuro y queda no más esperando la plata. Si recela hacer trato, vuélvame la tumbaguita. Ándele, mi jefecito, y no sea horita malo, que siempre ha sido para mí muy buena reata.
—No me sitúes en el caso de cumplir con la ley. Si te dilatas en recoger la moneda y ponerte en la banqueta, llamo a los gendarmes.
La chinita se revolvió amendigada y rebelde:
—¡No desmentís el ser gachupín!
—¡A mucha honra! Un gachupín no ampara el robo.
—¡Pero lo ejerce!
—¡Tú te buscas algo bueno!
—¡Mala casta!
—¡Voy a solfearte la cochina cuera!
—De mala tierra venís, para tener conciencia.
—¡No me toques a la patria, porque me ciego!
El empeñista se agacha bajo el mostrador y se incorpora blandiendo un rebenque.
II
Metíase, vergonzante, por la puerta del honrado gachupín la pareja del ciego lechuzo y la niña mustia. La niña detuvo al ciego sobre la cortinilla roja de la mampara vidriera. Musitó el padre:
—¿Con quién es el pleito?
—Una indita.
—¡Hemos venido en mala sazón!
—¡Pues y quién sabe!
—Volveremos luego.
—Y hallaríamos el mismo retablo.
—Pues esperemos.
El empeñista se adelantó, hablándoles:
—Pasen ustedes. Supongo que traerán los atrasitos del piano. Son ya tres plazos lo que me adeudan.
Murmuró el ciego:
—Solita, explícale la situación y nuestros buenos deseos al Señor Pereda.
Suspiró, redicha, la mustia:
—Nuestro deseo es cumplir y ponernos al corriente.
Sonrió el gachupín con hieles judaicas:
—El deseo no basta, y debe ser acompañado de los hechos. Están ustedes muy atrasados.
A mí me gusta atender las circunstancias de mis clientes, aun contrariando mis intereses: Ésa ha sido mi norma y volverá a serlo, pero con la revolución, todos los negocios marchan torcidos. ¡Son muy malas las circunstancias para poder relajar las cláusulas del contrato! ¿Qué pensaban abonar horita?
El ciego lechuzo torcía la cabeza sobre el hombro de la niña:
—Explícale nuestras circunstancias, Solita. Procura ser elocuente.
Murmuró dolorosa la chicuela:
—No hemos podido reunir la plata. Deseábamos rogarle que esperase a la segunda quincena.
—¡Imposible, chulita!
—¡Hasta la segunda quincena!
—Me duele negarme. Pero hay que defenderse, niña, hay que defenderse. Si no cumplen me veré en el dolor de retirarles el pianito. Acaso para ustedes represente una tranquilidad quitarse la carguita de los plazos. ¡Todo hay que mirarlo!
El ciego se torcía sobre la chicuela.
—¿Y perderíamos lo entregado?
Encareció con mieles el empeñista:
—¡Naturalmente! Y aún me cargo yo con los transportes y el deterioro que representa el uso.
Murmuró, acobardado, el ciego:
—Alargue usted el plazo a la segunda quincena, Señor Peredita.
Tornó a su encarecimiento meloso el empeñista:
—¡Imposible! ¡Me estoy arruinando con las complacencias! ¡Ya no puede ser más! ¡He puesto fechos al corazón para no verme fregado en el negocio! ¡Si no tengo nervio, entre todos me hunden en la pobreza! Hasta mañanita puedo alargarles el plazo, más no. Vean de arreglarse. No pierdan aquí el tiempo.
Suplicó la niña:
—¡Señor Peredita, dilate su plazo a la segunda quincena!
—¡Imposible, primorosita! ¡Qué mis quisiera yo que poder complacerte!
—¡No sea usted de su tierra, Señor Peredita!
—Para mentar a mi tierra, límpiate la lengua contra un cardo. No amolarla, hijita, que si no andáis con plumas, se lo debéis a España.
El ciego se doblaba rencoroso, empujando a la niña para que le sacase fuera:
—España podrá valer mucho, pero las muestras que acá nos remite son bien chingadas.
El empeñista azotó el mostrador con el rebenque:
—Merito póngase en la banqueta. La Madre Patria y sus naturales estamos muy por encima de los juicios que pueda emitir un roto indocumentado.
La mustia mozuela, con acelero, llevábase al padre por la manga:
—Taitita, no hagás una cólera.
El ciego golpeaba en el umbral con el hierro del bastón:
—Este judío gachupín nos crucifica. ¡Te priva del pianito cuando marchabas mejor en tus estudios!
III
La otra chinita del crío al flanco, sale de un rincón de sombra, con cautela de blandas pisadas:
—¡Don Quintinito, no sea usted tan ruin! ¡Devuélvame la tumbaguita!
De una mano requiere el tapado, de la otra hace señal a la mustia pareja porque atienda y no se vaya. El empeñista azota el mostrador con el rebenque:
—¡Se me hace que vas a buscarte un compromiso, so pendeja!
—¡Vuélvame la tumbaguita!
—Tanicuanto regrese mi dependiente lo mandaré a entrevistarse con el legítimo propietario. Ten un tantito de paciencia, hasta cuando que haya sido evacuada la diligencia.
Mi crédito debe serte muy suficientemente garante. En el entanto, la alhajita queda aquí depositada. Ponte, merito, en la banqueta y no me dejes aquí los piojos.
La chinita acude al umbral y, alborotada, reclama a la mustia pareja, que se ausenta con rezo de protestas y lástimas:
—¡Oigan no más! Atiendan al tanto de cómo este hombre me despoja.
El gachupín la llamó, revolviendo en el cajón de la plata:
—No seas leperona. Toma cinco soles.
—Guárdese la moneda y vuélvame la tumbaguita.
—No me friegues.
—Señor Peredita, usted no mide bien lo que hace. Usted se busca que venga con reclamaciones mi gallo. ¡Don Quintinito, sépase usted que tiene un espolón muy afilado!
El empeñista apilaba en el mostrador los cinco soles:
—Hay leyes, hay gendarmería, hay presidios y, en últimas resultas, hay una bala: Pagaré mi multa y libertaré de un pícaro a la sociedad.
—Patroncito, no le presuponga tan pendejo que se venga dando la cara.
—Cholita, recoge la moneda. Si merito, hechas las investigaciones que me exigen las leyes, hubiera lugar a darte más alguna cosa, no te será negada. Recoge la moneda. Si tienes alguna papeletita al vencimiento, me la traes luego luego y procuraré de alargarte el plazo.
—¡Patroncito, no me vea chuela! Usted me da la tasa. El Coronel Gandarita se ha puesto impensadamente en viaje y deja algunas obligacioncitas. No lo piense más y ponga en el mostrador el cabal.
—¡Imposible, cholita! Te hago no más que el cincuenta por ciento de diferencia. La tasa, puedes verlo en el libro, son nueve soles. ¡Recibes más del cincuenta!
—¡Señor Peredita, no se coma usted los ceros!
—Vistas las circunstancias, te daré los nueve soles. ¡Y no me pudras la sangre! Si sale mentira tu cuento, me echo encima una denuncia del legítimo propietario.
Durante el rezo del honrado gachupín, la chinita arrebañaba del mostrador las nueve monedas, hacía el recuento pasándolas de una mano a otra, se las ataba en una punta del rebozo. Encorvándose, con el chamaco sobre el flanco, se aleja, galguera:
—¡Mi jefecito, usted condenará su alma!
—¡País de ingratos!
El empeñista colgó el rebenque de un clavo, pasó una escobilla por los cartapacios comerciales y se dispuso al goce efusivo del periodiquín que le mandaban de su villa asturiana. El Eco Avilesino colmaba todas las ternuras patrióticas del honrado gachupín. Las noticias de muertes, bodas y bautizos le recordaban de los chigres con músicas de acordeón, de los velorios con ronda de anisete y castañas. Los edictos judiciales donde los predios rústicos son descritos con linderos y sembradura, le embelesaban, dándole una sugestión del húmedo paisaje: Arco iris, lluvias de invierno, sol en claras, quiebras de montes y verdes mares.
IV
Entró Melquíades, dependiente y sobrino del gachupín. Conducía una punta de chamacos, que sonaban las pintadas esquilas de fúnebres barros que se venden en la puerta de las iglesias por la fiesta de los Difuntos. Melquíades era chaparrote, con la jeta tozuda del emigrante que prospera y ahorra caudales. La tropa babieca, enfilada a canto del mostrador, repica los barros:
—¡Hijos míos! ¡Qué esperanza! ¡Idos a darle la murga a vuestra mamasita! ¡Que os vista los trajes de diario! ¡Melquíades, no debiste haberles relajado la moral, autorizándoles esta dilapidación de sus centavitos! ¡Muy suficiente una campanita para los cuatro! Entre hermanos bien avenidos, así se hace. Vayan a su mamá, que les mude sus trajecitos.
Melquíades, recadó la tropa, metiéndola por la escalerilla del piso alto:
—Don Celes Galindo les ha regalado los esquilones.
—¡Muy buena reata! Niños, a vuestra mamita, que os los guarde. Representan un recuerdo y debéis conservarlos para el año que viene y los sucesivos. ¡No sean rebeldes!
Melquíades, al pie de la escalerilla, vigilaba que el hato infantil subiese sin deterioro de los trajes nuevos. El arrastrarse por los escalones quedábase para el atuendo de diario.
Melquíades insistió, ponderando la largueza de Don Celes:
—Son los barros de más precio. Bajo Arquillo de Madres puso en fila a los chamacos y les mandó elegir. Como pendejos, se fueron a los más caros. Don Celes sacó la plata y pagó sin atenuante. Me ha recomendado que usted no falte a la junta de notables en el Casino Español.
—¡Los esquiloncitos! ¡Ya estoy pagando el primer rédito! ¡Me nombrarán de alguna comisión, tendré que abandonar por ratos el establecimiento, posiblemente me veré incluido para contribuir!... De tales reuniones siempre sale una lista de suscripción. El Casino está pervirtiendo su funcionamiento y el objetivo de sus estatutos. De centro recreativo se ha vuelto un sacadineros.
—¡Está revolucionada la Colonia!
—¡Con razón! Desmonta el solitario de esa tumbaguita. Hay que desfigurarla.
Melquíades, sentado al pie del mostrador, buscaba en el cajón los alicates.
El Criterio viene opuesto al cierre de cantinas que tramitan las Representaciones Extranjeras.
—¡Como que se vejan los intereses de muchos compatriotas! Los expendios de bebidas están autorizados por las leyes, y pagan muy buena matrícula. ¿Ha vertido alguna opinión Don Celestino?
—Don Celes se guía por que todo el comercio de españoles se haga solidario, y cierre en señal de protesta. Para eso es la junta de notables en el Casino.
—¡Qué esperanza! Esa opinión no puede prevalecer. Acudiré a la junta y haré patente mi disentimiento. Es una orientación nociva para los intereses de la Colonia. El comercio cumple funciones sociales en todos los países, y los cierres, cuando la medida no es general, sólo ocasionan pérdida de clientes. El Ministro de España, si llegado el caso, se conforma al cierre de los expendios de bebidas, se hará, de cierto, impopular con la Colonia. ¿Cómo respira Don Celestino?
—No mentó el tópico del Ministro.
—La junta de notables debía concretarse a fijar la actuación de ese loco de verano.
Necesita orientaciones, y si se niega a recibirlas, aleccionarle, solicitando por cable la destitución. Para un fin tan justificado yo me suscribiría con una cuota.
—¡Y cualquiera!
—¿Por qué no lo haces tú, so pendejo?
—Ponga usted en mi cabeza el negocio, y verá si lo hago.
—¡Siempre polémico, Melquíades! ¡Siempre polémico!... Pues un cable resolvería la situación tan fregada del Ministro. ¡Un sodomita, comentado en todos los círculos sociales, que horita tiene al crápula en la cárcel!
—Ya le han dado suelta. A quien merito se llevaban los gendarmes es a la Cucaracha.
¡Menuda revolución va armando!
—Esa gente escandalosa no debía estar documentada por el Consulado. Cucarachita, con el trato tan inmoralísimo que sostiene, denigra el buen nombre de la Madre Patria.
—No le ha caído mal pleito a la tía Cucaracha. Parece complicada en la evasión del Coronel Gandarita.
—¿El Coronel Gandarita evadido? ¡Deja esa tumbaga! ¡Vaya un compromiso! ¿Evadido de Santa Mónica?
—¡Evadido cuando iban a prenderle esta madrugada en el Congal de Cucarachita!
—¡Fugado! ¡La gran chivona me hizo pendejo! ¡Deja los alicates! ¡Fugado! El Coronel Gandarita era un descalificado y tenía que verse en este trance. ¡Vaya el viajecito que me pintó la chola fregada! ¡Melquíades, ese solitario ha pertenecido al Coronel Gandarita! ¡Un lazo que a última hora me tira ese briago! ¡Me sacó nueve soles!
Sonreía, cazurro, Melquíades:
—¡Vale quinientos!
Avinagróse el honrado gachupín:
—¡Un cuerno! Perderé la plata, si no quiero verme chingado. Horita me largo a denunciar el hecho en la Delegación de Policía. Posiblemente me exigirán la presentación de la tumbaguita y hacer el depósito.
Cabeceaba considerando el poco fundamento del mundo y sus prosperidades y fortunas.
V
El honrado gachupín, agachándose tras el mostrador, se muda las pantuflas por botas nuevas. Luego echa las llaves a los cajones, y de un clavo descuelga el jipi:
—Voy a esa diligencia.
Cazurreó Melquíades:
—Cállese usted la boca, y quede achantado.
—¡Y nos visitan los gendarmes antes de un rato! ¡Solamente cavilas macanas! ¡Poco vales para un consejo en caso apurado, Melquíades! La Policía andará sobreavisada, y no sería extraño que a la cabrona mediadora ya le tuvieran la mano en la espalda. Puedo verme complicado, si no denuncio el hecho y me atengo a las ordenanzas cíe Generalito Banderas.
¿Te correrías tú el compromiso de no cumplimentarlas? Nueve soles me cuesta operar confiado en la buena fe de los marchantes. Ahí tienes lo que produce el negocio con todo de una práctica dilatada, por sólo no tener en el sótano la conciencia. Yo, a esa cholita, que tan fullera me ha sido, pude darle no más tres soles, y le he puesto nueve en la mano. Para sacar adelante este negocio hay que vivir muy alertado y nunca obtendrás muchas prosperidades, sobrino. ¡En España soñáis que, arañando, se encuentra moneda acuñada en estas Repúblicas!
Para evitarme complicaciones tendré que desprenderme de la tumbaguita y perder los nueve soles.
Melquíades adormilaba una sonrisa astuta de pueblerino asturiano:
—Al formular la denuncia se puede acompañar una alhajita de menos tasa.
El honrado gachupín se quedó mirando al sobrino. Súbita y consoladora luz iluminaba el alma del viejales:
—¡Una alhajita de menos tasa!…