Guiñol dramático

 

 

 

Libro Tercero

 

 

I

 

¡Fue como truco de melodrama! El Coronelito, en el instante de pisar la calle, ha visto los fusiles de una patrulla por el Arquillo de las Portuguesas. El Mayor del Valle viene a prenderle. El peligro le da un alerta violento en el pecho: Pronto y advertido, se aplasta en tierra y a gatas cruza la calle: Por la puerta que entreabre un indio medio desnudo, lleno el pecho de escapularios, ya se mete. Veguillas le sigue arrastrado en un círculo de fatalidades absurdas: El Coronelito, acarrerado escalera arriba, se curva como el jinete sobre la montura.

Nachito, que hocica sobre los escalones, recibe en la frente el resplandor de las espuelas. Bajo la claraboya del sotabanco, en la primera puerta, está pulsando el Coronelito. Abre una mucama que tiene la escoba: En un traspiés, espantada y aspada, ve a los dos fugitivos meterse por el corredor: Prorrumpe en gritos, pero las luces de un puñal que ciega los ojos, la lengua le enfrenan.

 

 

II

 

Al final del corredor está la recámara de un estudiante. El joven, pálido de lecturas, que medita sobre los libros abiertos, de codos en la mesa. Humea la lámpara. La ventana está abierta sobre la última estrella. El Coronelito, al entrar, pregunta y señala:

—¿Adónde cae?

El estudiante vuelve a la ventana su perfil lívido de sorpresa dramática. El Coronelito, sin esperar otra respuesta, salta sobre el alféizar, y grita con humor travieso:

—¡Ándele, pendejo!

Nachito se consterna:

—¡Su madre!

—¡Jip!

El Coronelito, con una brama, echa el cuerpo fuera. Va por el aire. Cae en un tejadillo.

Quiebra muchas tejas. Escapa gateando. A Nachito, que asoma timorato la alcuza llorona, se le arruga completamente la cara:

—¡Hay que ser gato!

 

 

III

 

Y por las recámaras del Congal fulgura su charrasco el Mayor del Valle: Seguido de algunos soldados entra y sale, sonando las charras espuelas: A su vera, jaleando el nalgario, con ahogo y ponderaciones, zapato bajo y una flor en la oreja, la Madrota:

—¡Patroncito, soy gaditana y no miento! ¡Mi palabra es la del Rey de España! ¡El Coronel Gandarita no hace un bostezo que dijo: "¡Me voy!" ¡Visto y no visto! ¡Horitita! ¡Si no se tropezaron fue milagro! ¡Apenas llevaría tres pasos, cuando ya estaban en la puerta los soldados!

—¿No dijo adónde se caminaba?

—¡Iba muy trueno! Si algún bochinche no le tienta, buscará la cama.

El Mayor miró de través a la tía cherinola y llamó al sargento:

Vas a registrar la casa. Cucarachita, si te descubro el contrabando te caen cien palos.

—Niño, no me encontrarás nada.

La Madrota sonaba las llaves. El Mayor, contrariado, se mesaba la barba chivona, y en la espera, haciendo piernas entróse por la Sala de la Recámara Verde. El susto y el grito, la carrera furtiva, un rosario de léperos textos, concertaban toda la vida del Congal, en la luz cenicienta del alba. Lupita, taconeando, surgió en el arco de la verde recámara, un lunar nuevo en la mejilla: Por el pintado corazón de la boca vertía el humo del cigarro:

—¡Abilio, estás de mi gusto!

—Me mandé mudar.

—Oye, ¿y tú piensas que se oculta aquí Domiciano? ¡Poco faltó para que le armases la ratonera! ¡Ahora, échale perros!

 

 

IV

 

Y Nachito Veguillas aún exprime su gesto turulato frente a la ventana del estudiante. El tiempo parece haber prolongado todas las acciones, suspensas absurdamente en el ápice de un instante, estupefactas, cristalizadas, nítidas, inverosímiles como sucede bajo la influencia de la marihuana. El estudiante, entre sus libros, tras de la mesa, despeinado, insomne, mira atónito:

A Nachito tiene delante, abierta la boca y las manos en las orejas:

—¡Me he suicidado!

El estudiante cada vez parece más muerto:

—¿Usted es un fugado de Santa Mónica?

Nachito se frota los ojos:

—Viene a ser como un viceversa... Yo, amigo, de nadie escapo. Aquí me estoy. Míreme usted, amigo. Yo no escapo... Escapa el culpado. No soy más que un acompañante... Si me pregunta usted por qué tengo entrado aquí, me será difícil responderle. ¿Acaso sé dónde me encuentro? Subí por impulso ciego, en el arrebato de ese otro que usted ha visto. Mi palabra le doy. Un caso que yo mismo no comprendo. ¡Biomagnetismo!

El estudiante le mira perplejo sin descifrar el enredo de pesadilla donde fulgura el rostro de aquel que escapó por la lívida ventana, abierta toda la noche con la perseverancia de las cosas inertes, en espera de que se cumpla aquella contingencia de melodrama. Nachito solloza, efusivo y cobarde:

—Aquí estoy, noble joven. Solamente pido para serenarme un trago de agua. Todo es un sueño.

En este registro, se le atora el gallo. Llega del corredor estrépito de voces y armas.

Empuñando el revólver, cubre la puerta la figura del Mayor Abilio del Valle. Detrás, soldados con fusiles:

—¡Manos arriba!

 

 

V

 

Por otra puerta una gigantona descalza, en enaguas y pañoleta: La greña aleonada, ojos y cejas de tan intensos negros que, con ser muy morena la cara, parecen en ella tiznes y lumbres: Una poderosa figura de vieja bíblica: Sus brazos de acusados tendones, tenían un pathos barroco y estatuario. Doña Rosita Pintado entró en una ráfaga de voces airadas, gesto y ademán en trastorno —¿Qué buscan en mi casa? ¿Es que piensan llevarse al chamaco' ¿Quién lo manda? ¡Me llevan a mí! ¿Éstas son leyes?

Habló el Mayor del Valle:

—No me vea chuela, Doña Rosita. El retoño tiene que venirse merito a prestar declaración. Yo le garanto que cumplida esa diligencia, como se halle sin culpa, acá vuelve el muchacho. No tema ninguna ojeriza. Esto lo dimanan las circunstancias. El muchacho vuelve, si está sin culpa, yo se lo garanto.

Miró a su madre el mozalbete, y con arisco ceño, le recomendó silencio. La gigantona, estremecida, corrió para abrazarle, en desolado ademán los brazos. La arrestó el hijo con gesto firme:

—Mi vieja, cállese y no la friegue. Con bulla nada se alcanza. Clamó la madre:

—¡Tú me matas, negro de Guinea!

—¡Nada malo puede venirme!

La gigantona se debatió, asombrada en una oscuridad de dudas y alarmas:

—¡Mayorcito del Valle, dígame usted lo que pasa!

Interrumpió el mozuelo:

—Uno que entró perseguido y se fugó por la ventana.

—¿Tú qué le has dicho?

—Ni tiempo tuve de verle la cara.

Intervino el Mayor del Valle:

—Con hacer esta declaración donde corresponde, todo queda terminado.

Plegó los brazos la gigantona:

—¿Y el que escapaba, se sabe quién era?

Nachito sacó la voz entre nieblas alcohólicas:

—¡El Coronel de la Gándara!

Nachito, luciente de lágrimas, encogido entre dos soldados, resoplaba con la alcuza llorona pingando la moca. Aturdida, en desconcierto, le miró Doña Rosita:

—¡Valedor! ¿También usted llora?

—¡Me he suicidado!

El Mayor del Valle levanta el charrasco y la escuadra se apronta, sacando entre filas al estudiante y a Nachito.

 

 

VI

 

Despeinadas y ojerosas atisbaban tras de la reja las niñas de Taracena. Se afanan por descubrir a los prisioneros, sombras taciturnas entre la gris retícula de las bayonetas. El sacristán de las monjas sacaba la cabeza por el arquillo del esquilón. Tocaban diana las cornetas de fuertes y cuarteles. Tenía el mar caminos de sol. Los indios, trajinantes nocturnos, entraban en la ciudad guiando recuas de llamas cargadas de mercaderías y frutos de los ranchos serranos: El bravío del ganado recalentaba la neblina del alba. Despertábase el Puerto con un son ambulatorio de esquilas, y la patrulla de fusiles desaparecían con los dos prisioneros, por el Arquillo de las Portuguesas. En el Congal, la Madrota daba voces ordenando que las pupilas se recogiesen a la perrera del sotabanco, y el coime, con una flor en el pelo, trajinaba remudando la ropa de las camas del trato. Lupita la Románica, en camisa rosa, rezaba ante el retablo de Luces en la Recámara Verde. Murmuró el coime con un alfiler en los labios, al mismo tiempo que estudiaba los recogidos de la colcha:

—¡Aún no se me fue el sobresalto!

 © Gonzalo Díaz Migoyo 2011