La fuga

 

 

 

Libro Primero

 

 

I

 

El Coronelito Domiciano de la Gándara, en aquel trance, se u cardó de un indio a quien tenía obligado con antiguos favores. Por Arquillo de Madres, retardando el paso para no mover sospecha, salió al Campo del Perulero.

 

 

II

 

Zacarías San José, a causa de un chirlo que le rajaba la cara, era más conocido por Zacarías el Cruzado: Tenía el chozo en un vasto charcal de juncos y médanos, allí donde dicen Campo del Perulero: En los bordes cenagosos picoteaban grandes cuervos, auras en los llanos andinos y zopilotes en el Seno de México. Algunos caballos mordían la hierba a lo largo de las acequias. Zacarías trabajaba el barro, estilizando las fúnebres bichas de chiromayos y chiromecas. La vastedad de juncos y médanos flotaba en nieblas de amanecida.

Hozaban los marranos en el cenagal, a espaldas del chozo, y el alfarero, sentado, sobre los talones, la chupalla en la cabeza, por todo vestido un camisote, decoraba con prolijas pinturas jícaras y güejas. Taciturno bajo una nube de moscas, miraba de largo en largo al bejucal donde había un caballo muerto. El Cruzado no estaba libre de recelos: Aquel zopilote que se había metido en el techado, azotándole ron negro aleteo, era un mal presagio. Otro signo funesto, las pinturas vertidas: El amarillo, que presupone hieles, y el negro, que es cárcel, cuando no llama muerte, juntaban sus regueros. Y recordó súbitamente que la chinita, la noche pasada, al apagar la lumbre, tenía descubierta una salamandra bajo el metate de las tortillas... El alfarero movía los pinceles con lenta minucia, cautivo en un dual contradictorio de acciones y pensamientos.

 

 

III

 

La chinita, en el fondo del jacal, se mete la teta en el hipil, desapartando de su lado al crío que berrea y se revuelca en tierra. Acude a levantarle con una azotaina, y suspenso de una oreja le pone fuera del techado. Se queda la chinita al canto del marido, atenta a los trazos del

pincel, que decora el barro de una güeja:

—¡Zacarías, mucho callas!

—Di no más.

—No tengo un centavito.

—Hoy coceré los barros.

—¿Y en el entanto?

Zacarías repuso con una sonrisa atravesada:

—¡No me friegues! Estas cuaresmas el ayunar está muy recomendado.

Y quedó con el pincelillo suspenso en el aire, porque era sobre la puerta del jacal el Coronelito Domiciano de la Gándara: Un dedo en los labios.

 

 

IV

 

El cholo, con leve carrerilla de pies descalzos, se junta al Coronelito: Platican, alertados, en la vera de un maguey culebrón:

—Zacarías, ¿quieres ayudarme a salir de un mal paso?

—¡Patroncito, bastantemente lo sabe!

—La cabeza me huele a pólvora. Envidias son de mi compadre Santos Banderas. ¿Tú quieres ayudarme?

—¡No más que diga, y obedecerle!

—¿Cómo proporcionarme un caballo?

—Tres veredas hay, patroncito: Se compra, se pide a un amigo o se le toma.

—Sin plata no se compra. El amigo nos falta. ¿Y dónde descubres tú un guaco para bolearle? Tengo sobre los pasos una punta de cabrones. ¡Verás no más! La idea que traía formada es que me subieses en canoa a Potrero Negrece.

—Pues a no dilatarlo, mi jefe. La canoa tengo en los bejucales.

—Debo decirte que te juegas la respiración, Zacarías.

—¡Para lo que dan por ella, patroncito!

 

 

V

 

Husmea el perro en torno del maguey culebrón, y bajo la techumbre de palmas engresca el crío, que pide la teta, puesto de pie, al flanco de la madre. Zacarías aseñó a la mujer para que se llegase:

—¡Me camino con el patrón!

Apagó la voz la chinita:

—¿Compromiso grande?

—Esa pinta descubre.

—Recuerda, si te dilatas, que no me dejas un centavo.

—¡Y qué hacerle, chinita! Llevas a colgar alguna cosa.

—¡Como no Lleve la frazada del catre!

—Empeñas el relojito.

—¡Con el vidrio partido, no dan un boliviano!

El Cruzado se descolgaba el cebollón de níquel, sujeto por una cadena oxidada. Y antes que la chinita, adelantóse a tomarlo el Coronel de la Gándara:

—¡Tan bruja estás, Zacarías!

Suspiró la comadre:

—¡Todo se lo lleva el naipe, mi jefecito! ¡Todo se lo Lleva la ciega ofuscación de este hombre!

—¡Sí que no vale un boliviano!

El Coronelito voltea el reloj por la cadena, y con risa jocunda lo manda al cenagal, entre los marranos:

—¡Qué valedor!

La comadre aprobaba mansamente. Había velado el tiro con el propósito de ir luego a catearlo. El Coronelito se quitó una sortija:

—Con esto podrás remediarte.

La chinita se echó por tierra, besando las manos al valedor.

 

 

VI

 

El Cruzado se metía puertas adentro, para ponerse calzones y ceñirse el cinto del pistolón y el machete. Le sigue la coima:

—¡Pendejada que resultare fullero el anillo!

—¡Pendejada y media!

La chinita le muestra la mano, jugando las luces de la tumbaga:

—¡Buenos brillos tiene! Puedo llegarme a un empeñito para tener cercioro.

—Si corres uno solo pudieran engañarte.

—Correré varios. A ser de ley, no andará muy distante de valer cien pesos.

—Tú ve en la cuenta de que vale quinientos, o no vale tlaco.

—¿Te parés lo lleve mero mero?

—¿Y si te dan cambiazo?

—¡Qué esperanza!

 

 

VII

 

El Coronelito, sobre la puerta del jacal, atalayaba el Campo del Perulero.

—No te dilates, manís.

Ya salía el cholo, con el crío en brazos y la chinita al flanco. Suspira, esclava, la hembra:

—¿Cuándo será la vuelta?

—¡Pues y quién sabe! Enciéndele una velita a la Guadalupe.

—¡Le encenderé dos!

—¡Está bueno!

Besó al crío, refregándole los bigotes, y lo puso en brazos de la madre.

 

 

VIII

 

El Coronelito y Zacarías caminaron por el borde de la gran acequia hasta el Pozo del Soldado. Zacarías echó al agua un dornajo, atracado en el légamo, y por la encubierta de altos bejucales y floridas lianas remontaron la acequia.

 © Gonzalo Díaz Migoyo 2011