Nigromancia

 

 

 

Libo Séptimo

 

 

I

 

Están prontos los caballos para la fuga en el rancho de Ticomaipú. El Coronelito de la Gándara cena con Niño Filomeno. Sobre los términos de la colación, manda llamar a sus hijos el ranchero. Niña Laurita, con reservada tristeza, sale a buscarlos, y acude, brincante, la muchachada, sin atender a la madre, que asombra el gesto con un dedo en los labios. El patrón también sentía cubierta su fortaleza con una nube de duelo: Tenía los ojos en los manteles: No miraba ni a la mujer ni a los hijos: Recobrándose, levantó la frente con austera entereza.

 

 

II

 

Los chamacos, en el círculo de la lámpara, repentinamente mudos, sentían el aura de una adivinación telepática:

—Hijos, he trabajado para dejaros alguna hacienda y quitaros de los caminos de la pobreza: Yo los he caminado, y no los quisiera para ustedes. Hasta hoy, ésta ha sido la directriz de mi vida, y vean cómo hoy he mudado de pensamiento. Mi padre no me dejó riqueza, pero me dejó un nombre tan honrado como el primero, y esta herencia quiero yo dejarles. Espero que ustedes la tendrán en mayor aprecio que todo el oro del mundo, y si así no fuese, me ocasionarían un gran sonrojo.

Se oyó el gemido de la niña ranchera:

—¡Siempre nos dejas, Filomeno!

El patrón, con el gesto apagó la pregunta. La rueda de sus hijos en torno de la mesa tenía un brillo emocionado en los ojos, pero no lloraba:

—A vuestra mamasita pido que tenga ánimo para escuchar lo que me falta. He creído

hasta hoy que podía ser un buen ciudadano, trabajando por acrecentarles la hacienda, sin sacrificar cosa ninguna al servicio de la Patria. Pero hoy me acusa mi conciencia, y no quiero avergonzarme mañana, ni que ustedes se avergüencen de su padre.

Sollozó la niña ranchera:

—¡Desde ya te pasas a la bola revolucionaria!

—Con este compañero.

El Coronelito de la Gándara se levantó, alardoso, tendiéndole los brazos:

—¡Eres un patricio espartano, y no me rajo!

Suspiraba la ranchera:

—¿Y si hallas la muerte, Filomeno?

—Tú cuidarás de educar a los chamacos y de recordarles que su padre murió por la Patria.

La mujer presentía imágenes tumultuosas de la revolución. Muertes, incendios, suplicios y, remota, como una divinidad implacable, la momia del Tirano.

 

 

III

 

Ante la reja nocturna, fragante de albahacón, refrenaba su parejeño Zacarías el Cruzado:

Aparecióse en súbita galopada, sobresaltando la nocharniega campaña:

—¡Vuelo, vuelo, mi Coronelito! La chinita fue delatada. Ya la pagó el fregado gachupín.

¡Vuelo, vuelo!

Zacarías refrenaba el caballo, y la oscura expresión del semblante y el sofoco de la voz metía, afanoso, por los hierros. En la sala, todas las figuras se movieron unánimes hacia la reja. Interrogó el Coronelito:

—¿Pues qué se pasó?

—La tormentona más negra de mi vida. ¡De estrella pendeja fueron los brillos de la tumbaguita! ¡Vuelo, vuelo, que traigo perro sobre los rastros, mi Coronelito!

 

 

IV

 

La niña ranchera abraza al marido, en el fondo de la sala, y lloriquea la tropa de chamacos, encadillándose a la falda de la madre.

Hipando su grito, irrumpe por una puerta la abuela carcamana:

—¿Perché questa follia? Se il Filomeno trova fortuna nella rivoluzione potrá diventar un Garibaldi. ¡Non mi spaventar i bambini!

El Cruzado miraba por los hierros, la figura toda en sombra. El ojo enorme del caballo recibía por veces una luz en el juego de las siluetas que accionaban cortando el círculo del candil. Zacarías aún terciaba sobre la silla el saco con el niño muerto. En la sala, el grupo familiar rodeaba al patrón. La madre, uno por uno, levantaba a los hijos, pasándoles a los brazos del padre. Consideró Zacarías, con dejo apagado:

—¡Son pidazos del corazón!

 

 

V

 

Chino Viejo acercó los caballos, y los ecos de la galopada rodaron por la nocturna campaña. Zacarías, en el primer sofreno, al meterse por un vado, apareó su montura con la del Coronelito:

—¡Se chinga Banderitas! Tenemos un auxiliar muy grande. ¡Aquí ya conmigo!

El Coronelito, le miró, sospechándole borracho:

¿ —Qué dices, manís?

La reliquia de mi chamaco. Una carnicería que los chanchos me han dejado. Va en este alforjín.

El Coronel le tendió la mano:

—Me ocasiona un verdadero sentimiento, Zacarías. ¿Y cómo no has dado sepultura a esos restos?

—A su hora.

—No me parece bien.

—Esta reliquia nos sirve de salvoconducto.

—¡Es una creencia rutinaria!

—¡Mi jefecito, que lo cuente el chingado gachupín!

—¿Qué has hecho?

—Guindarlo. No pedía menos satisfacción esta carnicería de mi chamaco.

—Hay que darle sepultura.

—Cuando estemos a salvo.

—¡Y parecía muy vivo el cabroncito!

—¡Cuanti menos para su padre!

 © Gonzalo Díaz Migoyo 2011