Recreos del Tirano

 

 

 

Libro Primero

 

 

I

 

Generalito Banderas metía el tejuelo por la boca de la rana. Doña Lupita, muy peripuesta de anillos y collares, presidía el juego sentada entre el anafre del café y el metate de las tortillas, bajo un rayado parasol, en los círculos de un ruedo de colores:

—¡Rana!

 

 

II

 

—¡Cuá! ¡Cuá!

Nachito, adulón y ramplón, asistía en la rueda de compadritos, por maligna humorada del Tirano. La mueca verde remegía los venenos de una befa aún soturna y larvada en los repliegues del ánimo: Diseñaba la vírgula de un sarcasmo hipocondriaco:

—Licenciado Veguillas, en la próxima tirada va usted a ser mi socio. Procure mostrarse a la altura de su reputación, y no chingarla. ¡Ya está usted como un bejuco temblando! ¡Pero qué flojo se ha vuelto, valedor! Un vasito de limón le caerá muy bueno. Licenciadito, si no serena los pulsos perderá su buena reputación. ¡No se arrugue, Licenciado! El refresquito de limón es muy provechoso para los pasmos del ánimo. Signifíquese, no más, con la vieja rabona, y brinde a los amigos la convidada. Despídase rumboso y le rezaremos cuando estire el zancajo.

Nachito suspiraba meciéndose sobre el pando compás de las piernas, rubicundo, inflada la carota de lágrimas:

—¡La sílfide mundana me ha suicidado!

—¡No divague!

—¡Generalito, me condena un juego ilusorio de las Ánimas Benditas! ¡Apelo de mi martirio! ¡Una esperanza! ¡Una esperanza no más! En el médano más desamparado da sus flores el rosal de la esperanza. No vive el hombre sin esperanza. El pájaro tiene esperanza, y canta aunque la rama cruja, porque sabe lo que son sus alas. El rayo de la aurora tiene esperanza. ¡Mi Generalito, todos los seres se decoran con el verde manto de la Deidad! ¡Canta su voz en todos los seres! ¡El rayo de su mirada se sume hasta el fondo de las cárceles!

¡Consuela al sentenciado en capilla! ¡Le ofrece la promesa de ser indultado por los Poderes Públicos!

Niño Santos extraía de su levitón el pañuelo de dómine y se lo pasaba por la calavera:

—¡Chac! ¡Chac! Una síntesis ha hecho, muy elocuente, Licenciadito. El Doctor Sánchez Ocaña le ha dado, sin duda, sus lecciones, en Santa Mónica. ¡Chac! ¡Chac!

Hacían bulla los compadres, celebrando el rejo maligno del Tirano.

 

 

III

 

Doña Lupita, achamizada, zalamera, servía en un rayo de sol el iris de los refrescos. Niño Santos, alternativamente, ponía los labios en el vidrio de limón y fisgaba a la comadreja:

Sartas de corales, mieles de esclava, sonrisa de Oriente:

—¡Chac! ¡Chac! Doña Lupita, me está pareciendo que tenés vos la nariz de la Reina Cleopatra. Por mero la cachiza de cuatro copas, un puro trastorno habéis vos traído a la República. Enredáis vos más que el Honorable Cuerpo Diplomático. ¿Cuántas copas os había quebrado el Coronel de la Gándara? ¡Doña Lupita, por menos de un boliviano me lo habéis puesto en la bola revolucionaria! No hacia más la nariz de la Reina Faraona. Doña Lupita, la deuda de justicia que vos me habéis reclamado ha sido una madeja de circunstancias fatales:

Es causa primordial en la actuación rebelde del Coronel de la Gándara: Ha puesto en Santa Mónica al chamaco de Doña Rosa Pintado. Cucarachita la Taracena reclama contra la clausura de su lenocinio, y tenemos pendiente una nota del Ministro de Su Majestad Católica.

¡Pueden romperse las relaciones con la Madre Patria! ¡Y vos, mi vieja, ahí os estás, sin la menor conturbación por tantas catástrofes! Finalmente, cuatro copas de vuestra mesilla, un peso papel, menos que nada, me han puesto en el trance de renunciar a los conciertos batracios del Licenciadito Veguillas.

—¡Cuá! ¡Cuá!

Nachito, por congraciarse, hostigaba la befa, mimando el canto y el compás saltarín de la rana. Con cuáqueros vinagres le apostrofó el Tirano:

—No haga el bufón, Señor Licenciado. Estos buenos amigos que van a juzgarle, no se dejarán influenciar por sus macanas: Espíritus cultivados, el que menos, ha visto funcionar los Parlamentos de la vieja Europa.

—¡Juvenal y Quevedo!

El ilustre gachupín se acariciaba las patillas de canela, rotunda la botarga, inflado el papo de aduladores énfasis. Se santiguaba la vieja rabona:

¡Virgen de mi Nombre, la jugó Patillas!

¡Pues hizo saque!

—¡De salir siempre tan enredada la madeja del mundo, no se libraba ni el más santo de verse en el Infierno!

Una buena sentencia, Doña Lupita. ¿Pero su alma no siente el sobresalto de haber concitado el tumulto de tantas acciones, de tantos vitales relámpagos?

¡Mi jefecito, no me asombre!

Doña Lupita, ¿no temblás vos ante el problema de nuestras eternas responsabilidades?

—¡Entre mí estoy rezando!

 

 

IV

 

Recalaba sobre el camino la mirada Tirano Banderas:

¡Chac! ¡Chac! El que tenga de ustedes mejor vista, sírvase documentarme y decirme qué tropa es aquélla. ¿El jinete charro que viene delante no es el ameritado Don Roque Cepeda?

Don Roque, con una escolta de cuatro indios caballerangos, se detenía al otro lado del seto, sobre el camino, al pie de la talanquera. La frente tostada, el áureo sombrero en la mano, el potro cubierto de platas, daban a la figura del jinete, en las luces del ocaso, un prestigio de santoral románico. Tirano Banderas, con cuáquera mesura, hacía la farsa del acogimiento:

—¡Muy feliz de verle por estos pagos! A Santos Banderas le correspondía la obligación de entrevistarle. Mi Señor Don Roque, por qué se ha molestado? Era este servidor quien estaba en el débito de acudir a su casa y darle excusas con todo el Gobierno. A este propósito ha sido el enviarle uno de mis ayudantes, suplicándole audiencia y usted no más, extremando la cortesía, que se molesta, cuando el obligado era Santos Banderas.

Apeábase Don Roque, y abría los brazos con encomio amistoso el Tirano. Largas y confidenciales palabras tuvieron en el banco miradero de los frailes, frente al recalmado mar ecuatorial, con caminos de sol sobre el vasto incendio del poniente:

—¡Chac! ¡Chac! Muy feliz de verle.

—Señor Presidente, no he querido ausentarme para la campaña sin pasar a visitarle. Al acto de cortesía se suma mi sentimiento de amor a la República. He recibido la visita de su ayudante, Señor Presidente, y recién la de mi antiguo compañero Lauro Méndez, Secretario de Relaciones. He actuado en consecuencia de la plática que tuvimos, y de la cual supongo enterado al Señor Presidente.

—El Señor Secretario ha hecho mal si no le dijo que obedecía mis indicaciones. Me gusta la franqueza. Amigo Don Roque, la independencia nacional corre un momento de peligro, asaltada por todas las codicias extranjeras. El Honorable Cuerpo Diplomático —una ladronera de intereses coloniales— nos combate de flanco con notas chicaneras que divulga el cable. La Diplomacia tiene sus agencias de difamación, y hoy las emplea contra la República de Santa Fe. El caucho, las minas, el petróleo, despiertan las codicias del yanqui y del europeo. Preveo horas de suprema angustia para todos los espíritus patriotas. Acaso nos amenaza una intervención militar, y a fin de proponer a usted una tregua solicitaba su audiencia. ¡Chac!

¡Chac!

Repetía Don Roque:

—¿Una tregua?

—Una tregua hasta que se resuelva el conflicto internacional. Fije usted sus condiciones.

Yo comienzo por ofrecerle una amplia amnistía para todos los presos políticos que no hayan hecho armas.

Don Roque murmuró:

—La amnistía es un acto de justicia que aplaudo sin reservas. ¿Pero cuántos no han sido acusados injustamente de conspiración?

—A todos alcanzará el indulto.

—¿Y la propaganda electoral, será verdaderamente libre? ¿No se verá coaccionada por los agentes políticos del Gobierno?

—Libre y salvaguardada por las leyes. ¿Puedo decirle más? Deseo la pacificación del país y le brindo con ella. Santos Banderas no es el ambicioso vulgar que motejan en los círculos disidentes. Yo sólo amo el bien de la República. El día más feliz de mi vida será aquel en que, oscurecido, vuelva a mi predio, como Cincinato. En suma, usted, sus amigos, recobran la libertad, el pleno ejercicio de sus derechos civiles: Pero usted, hombre leal, espíritu patriota, trabajará por derivar la revolución a los cauces de la legalidad. Entonces, si en la lucha el pueblo le otorga sus sufragios, yo seré el primero en acatar la voluntad soberana de la Nación.

Don Roque, admiro su ideal humanitario y siento el acíbar de no poder compartir tan consolador optimismo. ¡Es mi tragedia de gobernante! Usted, criollo de la mejor prosapia, reniega del criollismo. Yo, en cambio, indio por las cuatro ramas, descreo de las virtudes y capacidades de mi raza. Usted se me representa como un iluminado, su fe en los destinos de la familia indígena me rememora al Padre Las Casas. Quiere usted aventar las sombras que han echado sobre el alma del indio trescientos años del régimen colonial. ¡Admirable propósito!

Que usted lo consiga es el mayor deseo de Santos Banderas. Don Roque, pasadas las actuales circunstancias, vénzame, aniquíleme, muéstreme con una victoria —que seré el primero en celebrar— todas las dormidas potencialidades de mi raza. Su triunfo, apartada mi derrota ocasional, sería el triunfo de la gravitación permanente del indio en los destinos de la Historia Patria. Don Roque, active su propaganda, logre el milagro, dentro de las leyes, y crea que seré el primero en celebrarlo. Don Roque, le agradezco que me haya escuchado y le ruego que me puntualice sus objeciones con toda la franqueza. No quiero que ahora se comprometa con una palabra que acaso luego no pudiera cumplir. Consulte a los conspicuos de su facción y ofrézcales el ramo de oliva en nombre de Santos Banderas.

Don Roque le miraba con honrada y apacible expresión, tan ingenua que descubría las sospechas del ánimo:

—¡Una tregua!

—Una tregua. La unión sagrada. Don Roque, salvemos la independencia de la Patria.

Tirano Banderas abría los brazos con patético gesto. Llegaba, cortado en ráfagas, el choteo de los compadritos, que en el fondo crepuscular de la campa se divertían con befas y chuelas al Licenciado Veguillas.

 

 

V

 

Don Roque, trotando por el camino, saludaba de lejos con el pañuelo. Niño Santos, asomado a la talanquera, respondía con la castora. Caballo y jinete ya iban ocultos por los altos maizales, y aún sobresalía el brazo con el blanco saludo del pañuelo:

—¡Chac! ¡Chac! ¡Una paloma!

La momia alargaba humorística el veneno de su mueca y miraba a la vieja rabona, que en los círculos del ruedo, entre el anafre del café y el metate de las tortillas, pasaba las cuentas del rosario, sobrecogida, estremecida en el terror de una noche sagrada. Se alzó a una seña del Tirano:

—Mi Generalito, los enredos del mundo meten al más santo en las calderas del Infierno.

—Mi vieja, vos tendrés que amputar la nariz de Cleopatra.

—Si con ello arreglase el mundo, ñata me quedaba esta noche mesma.

—Un zafarrancho de cuatro copas en vuestra mesilla, ha sacado una baza de Lucifer.

¡Vea, no más, a este filarmónico amigo en desgracia, acusado de traición! ¡Posiblemente le caerá sentencia de muerte!

—¿Y la culpa de mi tajamar?

—Ese problema se lo habrán de proponer los futuros historiadores. Licenciado Veguillas, despídase de la vieja rabona y otórguele su perdón: Manifieste su ánimo generoso: Revístase la clámide, y asombre a estos amigos que le ven chuela, con un gesto magnánimo.

—¡Juvenal y Quevedo!

La momia miró al gachupín con avinagrado sarcasmo:

—Ilustre Don Celestino, usted ocasionará que me saquen alguna chufla. Ni Quevedo ni Juvenal: Santos Banderas: Una figura en el continente del Sur. ¡Chac! ¡Chac!

 © Gonzalo Díaz Migoyo 2011