La oreja del zorro
Libro Tercero
I
Tirano Banderas, con olisca de rata fisgona, abandonó la rueda de lisonjeros compadres y atravesó el claustro: Al Inspector de Policía, Coronel-Licenciado López de Salamanca, acabado de llegar, hizo seña con la mano, para que le siguiese. Por el locutorio, adonde entraron todos, cruzó la momia siempre fisgando, y pasó a la celda donde solía tratar con sus agentes secretos. En la puerta saludó con una cortesía de viejo cuáquero:
—Ilustre Don Celes, dispénseme no más un instante. Señor Inspector, pase a recibir órdenes.
II
El Señor Inspector atravesó la estancia cambiando con unos y otros guiños, mamolas y leperadas en voz baja. El General Banderas había entrado en la recámara, estaba entrando, se hallaba de espaldas, podía volverse, y todos se advertían presos en la acción de una guiñolada dramática. El Coronel-Licenciado López de Salamanca, Inspector de Policía, pasaba poco de los treinta años: Era hombre agudo, con letras universitarias y jocoso platicar: Nieto de encomenderos españoles, arrastraba una herencia sentimental y absurda de orgullo y premáticas de casta. De este heredado desprecio por el indio se nutre el mestizo criollaje dueño de la tierra, cuerpo de nobleza llamado en aquellas Repúblicas Patriciado. El Coronel Inspector entró, recobrado en su máscara de personaje:
—A la orden, mi General.
Tirano Banderas con un gesto le ordenó que dejase abierta la puerta. Luego quedó en silencio. Luego habló con escandido temoso de cada palabra:
—Diga no más. ¿Se ha celebrado el mitote de las Juventudes? ¿Qué loros hablaron?
—Abrió los discursos el Licenciado Sánchez Ocaña. Muy revolucionario.
—¿Con qué tópicos? Abrevie.
—Redención del Indio. Comunismo precolombiano. Marsellesa del mar Pacífico.
Fraternidad de las razas amarillas. ¡Macanas!
—¿Qué otros loros?
—No hubo espacio para más. Sobrevino la consecuente boluca de gachupines y nacionales, dando lugar a la intervención de los gendarmes.
—¿Se han hecho arrestos?
—A Don Roque, y algún otro, los he mandado conducir a mi despacho, para tenerlos asegurados de las iras populares.
—Muy conveniente. Aun cuando antagonistas en ideas, son sujetos ameritados y vidas que deben salvaguardarse. Si arreciase la ira popular, déles alojamiento en Santa Mónica. No tema excederse. Mañana, si conviniese, pasaría yo en persona a sacarlos de la prisión y a satisfacerles con excusas personales y oficiales. Repito que no tema excederse. ¿Y qué tenemos del Honorable Cuerpo Diplomático? ¿Rememora el asunto que le tengo platicado, referente al Señor Ministro de España? Muy conviene que nos aseguremos con prendas.
—Esta misma tarde se ha realizado algún trabajo.
—Obró diligente y le felicito. Expóngame la situación.
—Se le ha dado luneta de sombra al guarango andaluz, entre buja y torero, al que dicen Currito Mi-Alma.
—Qué filiación tiene ese personaje?
—Es el niño bonito que entra y sale como perro faldero en la Legación de España. La
Prensa tiene hablado con cierto choteo.
El Tirano se recogió con un gesto austero:
—Esas murmuraciones no me son plato favorecido. Adelante.
—Pues no más que a ese niño torero lo han detenido esta tarde por hallarle culpado de escándalo público. Ofrecieron alguna duda sus manifestaciones, y se procedió a un registro domiciliario.
—Sobreentendido. Adelante. ¿Resultado del registro?
—Tengo hecho inventario en esta hoja.
—Acérquese al candil y lea.
El Coronel-Licenciado comenzó a leer un poco gangoso, iniciando someramente el tono de las viejas beatas:
—Un paquete de cartas. Dos retratos con dedicatoria. Un bastón con puño de oro y cifras.
Una cigarrera con cifras y corona. Un collar, dos brazaletes. Una peluca con rizos rubios, otra morena. Una caja de lunares. Dos trajes de señora. Alguna ropa interior de seda, con lazadas.
Tirano Banderas, recogido en un gesto cuáquero, fulminó su excomunión:
—¡Aberraciones repugnantes!
III
La ventana enrejada y abierta daba sobre un fondo de arcadas lunarias. Las sombras de los murciélagos agitaban con su triángulo negro la blancura nocturna de la ruina. El Coronel- Licenciado, lentamente, con esa seriedad jovial que matiza los juegos de manos, se sacaba de los diversos bolsillos joyas, retratos y cartas, poniéndolo todo en hilera, sobre la mesa, a canto del Tirano:
—Las cartas son especialmente interesantes. Un caso patológico.
—Una sinvergüenzada. Señor Coronel, todo eso se archiva. La Madre Patria merece mi mayor predilección, y por ese motivo tengo un interés especial en que no se difame al Barón de Benicarlés: Usted va a proceder diligente para que recobre su libertad el guarango. El Señor Ministro de España, muy conveniente que conozca la ocurrencia. Pudiera suceder que con sólo eso cayese en la cuenta del ridículo que hace tocando un pífano en la mojiganga del Ministro Inglés. ¿Qué noticias tiene usted referentes a la reunión del Cuerpo Diplomático?
—Que ha sido aplazada.
—Sentiría que se comprometiese demasiado el Señor Ministro de España.
—Ya rectificará, cuando el pollo le ponga al corriente.
Tirano Banderas movió la cabeza, asintiendo: Tenía un reflejo de la lámpara sobre el marfil de la calavera y en los vidrios redondos de las antiparras: Miró su reloj, una cebolla de plata, y le dio cuerda con dos llaves:
—Don Celes nos iluminará en lo referente a la actitud del Señor Ministro. ¿Sabe usted si ha podido entrevistarle?
—Merito me platicaba del caso.
—Señor Coronel, si no tiene cosa de mayor urgencia que comunicarme, aplazaremos el despacho. Será bien conocer el particular de lo que nos trae Don Celestino Galindo. Así tenga a bien decirle que pase, y usted permanezca.
IV
Don Celes Galindo, el ilustre gachupín, jugaba con el bastón y el sombrero mirando a la puerta de la recámara: Su redondez pavona, en el fondo mal alumbrado del vasto locutorio, tenía esa actitud petulante y preocupada del cómico que entre bastidores espera su salida a escena. Al Coronel-Licenciado, que asomaba y tendía la mirada, hizo reclamo, agitando bastón y sombrero. Presentía su hora, y la trascendencia del papelón le rebosaba. El Coronel- Licenciado levantó la voz, parando un ojo burlón y compadre sobre los otros asistentes:
—Mi señor Don Celeste, si tiene el beneplácito.
Entró Don Celeste y le acogió con su rancia ceremonia el Tirano:
—Lamento la espera y le ruego muy encarecido que acepte mis justificaciones. No me atribuya indiferencia por saber sus novedades: ¿Entrevistó al Ministro? ¿Platicaron?
Don Celes hizo un amplio gesto de contrariedad:
—He visto a Benicarlés: Hemos conferenciado sobre la política que debe seguir en estas Repúblicas la Madre Patria: Hemos quedado definitivamente distanciados.
Comentó ceremoniosa la momia:
—Siento el contratiempo, y mucho más si alguna culpa me afecta. Don Celes plegó el labio y entornó el párpado, significando que el suceso carecía de importancia:
—Para corroborar mis puntos de vista, he cambiado impresiones con algunas personalidades relevantes de la Colonia.
—Hábleme de su Excelencia el Señor Ministro de España. ¿Cuáles son sus compromisos diplomáticos? ¿Por qué su actuación contraría a los intereses españoles aquí radicados? ¿No comprende que la capacitación del indígena es la ruina del estanciero? El estanciero se verá aquí con los mismos problemas agrarios que deja planteados en el propio país, y que sus estadistas no saben resolver.
Don Celeste tuvo un gran gesto adulador y enfático:
—Benicarlés no es hombre para presentarse con esa claridad y esa trascendencia las cuestiones.
—¿En qué argumentación sostiene su criterio? Eso estimaría saber. —No argumenta.
—¿Cómo sustenta su opinión?
—No la sustenta.
—¿Algo dirá?
—Su criterio es no desviarse en su actuación de las vistas que adopte el Cuerpo Diplomático. Le hice toda suerte de objeciones, llegué a significarle que se exponía a un serio conflicto con la Colonia. Que acaso se jugaba la carrera. ¡Inútil! ¡Mis palabras han resbalado sobre su indiferencia! ¡Jugaba con el faldero! ¡Me ha indignado!
Tirano Banderas interrumpió con su falso y escandido hablar ceremonioso:
—Don Celes, venciendo su repugnancia, aún tendrá usted que entrevistarse con el Señor Ministro de España: Será conveniente que usted insista sobre los mismos tópicos, con algunas indicaciones muy especializadas. Acaso logre apartarle de la perniciosa influencia del Representante Británico. El Señor Inspector de Policía tiene noticia de que nuestras actuales dificultades obedecen a un complot de la Sociedad Evangélica de Londres. ¿No es así, Señor Inspector?
—¡Indudablemente! La Humanidad que invocan las milicias puritanas es un ente de razón, una logomaquia. El laborantismo inglés, para influenciar sobre los negocios de minas y finanzas, comienza introduciendo la Biblia.
Meció la cabeza Don Celes:
—Ya estoy al cabo.
La momia se inclinó con rígida mesura, sesgando la plática:
—Un español ameritado, no puede sustraer su actuación cuando se trata de las buenas relaciones entre la República y la Patria Española. Hay a más un feo enredo policiaco. El Señor Inspector tiene la palabra.
El Señor Inspector, con aquel gesto de burla fúnebre, paró un ojo sobre Don Celes:
—Los principios humanitarios que invocan la Diplomacia, acaso tengan que supeditarse a las exigencias de la realidad palpitante. Rumió la momia:
—Y en última instancia, los intereses de los españoles aquí radicados están en contra de la Humanidad. ¡No hay que fregarla! Los españoles aquí radicados representan intereses contrarios. ¡Que lo entienda ese Señor Ministro! ¡Que se capacite! Si le ve muy renuente, manifiéstele que obra en los archivos policiacos un atestado por verdaderas orgías romanas, donde un invertido simula el parto. Tiene la palabra el Señor Inspector.
Se consternó Don Celes. Y puso su rejón el Coronel-Licenciado:
—En ese simulacro, parece haber sido comadrón el Señor Ministro de España.
Gemía Don Celes:
—¡Estoy consternado!
Tirano Banderas rasgó la boca con mueca desdeñosa:
—Por veces nos llegan puros atorrantes representando a la Madre Patria.
Suspiró Don Celes:
—Veré al Barón.
—Véale, y hágale entender que tenemos su crédito en las manos. El Señor Ministro recapacitará lo que hace. Hágale presente un saludo muy fino de Santos Banderas.
El Tirano se inclinó, con aquel ademán mesurado y rígido de la figura de palo:
—La Diplomacia gusta de los aplazamientos, y de esa primera reunión no saldrá nada. En fin, veremos lo que nos trae el día de mañana. La República puede perecer en una guerra, pero jamás se rendirá ante una imposición de las Potencias Extranjeras.
V
Tirano Banderas salió al claustro, y encorvado sobre una mesilla de campaña, sin sentarse, firmó, con rápido rasgueo, los edictos y sentencias que sacaba de un cartapacio el Secretario de Tribunales, Licenciado Carrillo. Sobre la cal de los muros, daban sus espantos malas pinturas de martirios, purgatorios, catafalcos y demonios verdes. El Tirano, rubricado el último pliego, habló despacio, la mueca dolorosa y verde en la rasgada boca indiana:
—¡Chac-chac! Señor Licenciadito, estamos en deuda con la vieja rabona del 7.° Ligero.
Para rendirle justicia debidamente, se precisa chicotear a un jefe del Ejército. ¡Punirlo como a un roto! ¡Y es un amigo de los más estimados! ¡El macaneador de mi compadre Dominicano de la Gándara! ¡Ese bucanero, que dentro de un rato me llamará déspota, con el ojo torcido al campo insurrecto! Chicotear a mi compadre, es ponerle a caballo. Desamparar a la chola rabona, falsificar el designio que formulé al darle la mano, se llama sumirse, fregarse.
Licenciado, ¿cuál es su consejo?
—Patroncito, es un nudo gordiano.
Tirano Banderas, rasgada la boca por la verde mueca, se volvió al coro de comparsas:
—Ustedes, amigos, no se destierren: Arriéndense para dar su fallo. ¿Han entendido lo que platicaba con el Señor Licenciado? Bien conocen a mi compadre. ¡Muy buena reata y todos le estimamos! Darle chicote como a un roto, es enfurecerle y ponerle en el rancho de los revolucionarios. ¿Se le pune, y deja libre y rencoroso? ¿Tirano Banderas —como dice el pueblo cabrón— debe ser prudente o magnánimo? Piénsenlo, amigos, que su dictado me interesa. Constitúyanse en tribunal, y resuelvan el caso con arreglo a conciencia.
Desplegando un catalejo de tres cuerpos reclinóse en la arcada que se abría sobre el borroso diseño del jardín, y se absorbió en la contemplación del cielo.
VI
Los compadritos hacen rueda en el otro cabo, y apuntan distingos justipreciando aquel escrúpulo de conciencia, que como un hueso a los perros les arrojaba Tirano Banderas. El Licenciado Carrillo se insinúa con la mueca de zorro propia del buen curial:
—¿Cuál será la idea del patrón?
El Licenciado Nacho Veguillas, sesga la boca y saca los ojos remedando el canto de la rana:
—¡Cuá! ¡Cuá!
Y le desprecia con un gesto, tirándose del pirulo chivón de la barba, el Mayor Abilio del Valle:
—¡No está el guitarrón para ser punteado!
—¡Mayorcito del Valle, hay que fregarse!
El Licenciado Carrillo no salía de su tema:
—Preciso es adivinarle la idea al patrón, y dictaminar de acuerdo.
Nacho Veguillas hacía el tonto mojiganguero:
—¡Cuá! ¡Cuá! Yo me guío por sus luces, Licenciadito.
Murmuró el Mayor del Valle:
—Para acertarla, cada uno se ponga en el caso.
—¿Y puesto en el caso vos, Mayorcito?...
—¿Entre qué términos, Licenciado?
—Desmentirse con la vieja o chicotear como a un roto al Coronelito de la Gándara.
El Mayor Abilio del Valle, siempre a tirarse del pirulo chivón, retrucó soflamero:
—Tronar a Domiciano y después chicotearle, es mi consejo.
El Licenciado Nacho Veguillas sufrió un acceso sentimental de pobre diablo:
—El patroncito acaso mire la relación de compadres, y pudiera la vinculación espiritual aplacar su rigorismo.
El Licenciado Carrillo tendía la cola petulante:
—Mayorcito, de este nudo gordiano vos estate el Alejandro. Veguillas angustió la cara:
—¡Un escacho de botillería, no puede tener pena de muerte! Yo salvo mi responsabilidad.
No quiero que se me aparezca el espectro de Domiciano. ¿Vos conocés la obra que representó anoche Pepe Valero? Fernando el Emplazado. ¡Ché! Es un caso de la historia de España.
—Ya no pasan esos casos.
—Todos los días, Mayorcito.
—No los conozco.
—Permanecen inéditos, porque los emplazados no son testas coronadas.
—¿El mal de ojo? No creo en ello.
—Yo he conocido a un sujeto que perdía siempre en el juego si no tenía en la mano el cigarro apagado.
El Licenciado Carrillo aguzaba la sonrisa:
—Me permito llamarles al asunto. Sospecho que hay otra acusación contra el Coronel de la Gándara. Siempre ha sido poco de fiar ese amigo y andaba estos tiempos muy bruja, y acaso buscó remediarse de plata en la montonera revolucionaria.
Se confundieron las voces en un susurro:
—No es un secreto que conspiraba.
—Pues le debe cuanto es al patroncito.
—Como todos nosotros.
—Soy el primero en reconocer esa deuda sagrada.
—Con menos que la vida, yo no le pago a Don Santos.
—Domiciano le ha correspondido con la más negra ingratitud.
Puestos de acuerdo, ofreció la petaca el Mayor del Valle.
VII
El Tirano corría por el cielo el campo de su catalejo: Tenía blanca de luna la calavera:
—Cinco fechas para que sea visible el cometa que anuncian los astrónomos europeos.
Acontecimiento celeste, del que no tendríamos noticia, a no ser por los sabios de fuera.
Posiblemente, en los espacios sidéreos tampoco saben nada de nuestras revoluciones. Estamos parejos. Sin embargo, nuestro atraso científico es manifiesto. Licenciadito Veguillas, redactará usted un decreto para dotar con un buen telescopio a la Escuela Náutica y Astronómica.
El Licenciadito Nacho Veguillas, finchándose en el pando compás de las zancas, sacó el pecho y tendió el brazo en arenga:
—¡Mirar por la cultura es hacer patria!
El Tirano pagó la cordialidad avinada del pobre diablo con un gesto de calavera humorística, mientras volvía a recorrer con su anteojo el cielo nocturno. Y los cocuyos encendían su danza de luces en la borrosa y lunaria geometría del jardín.
VIII
Torva, esquiva, aguzados los ojos como montés alimaña, penetró, dando gritos, una mujer encamisada y pelona. Por la sala pasó un silencio, los coloquios quedaron en el aire. Tirano Banderas, tras una espantada, se recobró batiendo el pie con ira y denuesto. Temerosos del castigo, se arrestaron en la puerta la recamarera y el mucamo, que acudían a la captura de la encamisada. Fulminó el Tirano:
—¡Chingada, guarda tenés de la niña! ¡Hi de tal, la tenés bien guardada!
Las dos figuras parejas se recogían, susurrantes en el umbral de la puerta. Eran, sobre el hueco profundo de sombra, oscuros bultos de borroso realce. Tirano Banderas se acercó a la encamisada, que con el gesto obstinado de los locos, hundía las uñas en la greña y se agazapaba en un rincón, aullando:
—Manolita, vos serés bien mandada. Andate no más para la recámara.
Aquella pelona encamisada era la hija de Tirano Banderas: Joven, lozana, de pulido bronce, casi una niña, con la expresión inmóvil, sellaba un enigma cruel su máscara de ídolo:
Huidiza y doblada, se recogió al amparo de la recamarera y el mucamo, arrestados en la puerta. Se la llevaron con amonestaciones, y en la oscuridad se perdieron. Tirano Banderas, con un monólogo tartajoso, comenzó a dar paseos: Al cabo, resolviéndose, hizo una cortesía de estantigua, y comenzó a subir la escalera:
—Al macaneador de mi compadre, será prudente arrestarlo esta
noche, Mayor del Valle.