Lección de Loyola

 

 

 

Libro Primero

 

 

I

 

El indio triste que divierte sus penas corriendo gallos, susurra por bochinches y conventillos justicias, crueldades, poderes mágicos de Niño Santos. El Dragón del Señor San Miguelito le descubría el misterio de las conjuras, le adoctrinaba. ¡Eran compadres! ¡Tenían pacto! ¡Generalito Banderas se proclamaba inmune para las balas por una firma de Satanás!

Ante aquel poder tenebroso, invisible yen vela, la plebe cobriza revivía un terror teológico, una fatalidad religiosa poblada de espantos.

 

 

II

 

En San Martín de los Mostenses era el relevo de guardias, y el fámulo barbero enjabonaba la cara del Tirano. El Mayor del Valle, cuadrado militarmente, inmovilizábase en la puerta de la recámara. El Tirano, vuelto de espaldas, había oído el parte sin sorpresa, aparentando hallarse noticioso:

—Nuestro Licenciadito Veguillas es un alma cándida. ¡Está bueno el fregado! Mayor del Valle, merece usted una condecoración.

Era de mal agüero aquella sorna insidiosa. El Mayor presentía el enconado rumiar de la boca: Instintivamente cambió una mirada con los ayudantes, retirados en el fondo, dos lagartijos con brillantes uniformes, cordones y plumeros. La estancia era una celda grande y fresca, solada de un rojo polvoriento, con nidos de palomas en la viguería. Tirano Banderas se volvió con la máscara enjabonada. El Mayor permanecía en la puerta, cuadrado, con la mano en la sien: Había querido animarse con cuatro copas para rendir el parte y sentía una irrealidad angustiosa: Las figuras, cargadas de enajenamiento, indecisas, tenían una sensación embotada de irrealidad soñolienta. El Tirano le miró en silencio, remegiendo la boca: Luego, con un gesto, indicó al fámulo que continuase haciéndole la rasura. Don Cruz, el fámulo, era un negro de alambre, amacacado y vejete, con el crespo vellón griseante: Nacido en la esclavitud, tenía la mirada húmeda y deprimida de los perros castigados. Con quiebros tilingos se movía en torno del Tirano:

—¿Cómo están las navajas, mi jefecito?

—Para hacer la barba a un muerto.

—¡Pues son las inglesas!

—Don Cruz, eso quiere decir que no están cumplidamente vaciadas.

—Mi jefecito, el solazo de estas campañas le ha puesto la piel muy delicada.

El Mayor se inmovilizaba en el saludo militar. Niño Santos, mirando de refilón el espejillo que tenía delante, veía proyectarse la puerta y una parte de la estancia con perspectiva desconcertada:

—Me aflige que se haya puesto fuera de ley el Coronel de la Gándara. ¡Siento de veras la pérdida del amigo, pues se arruina por su genio atropellado! Me hubiera sido grato indultarle, y la ha fregado nuestro Licenciadito. Es un sentimental, que no puede ver lástimas, merecedor de otra condecoración; una cruz pensionada. Mayor del Valle, pase usted orden de comparecencia para interrogar a esa alma cándida. Y el chamaco estudiante, ¿por qué motivación ha sido preso?

El Mayor del Valle, cuadrado en el umbral, procuró esclarecerlo:

—Presenta malos informes, y le complica la ventana abierta.

La voz tenía una modulación maquinal, desviada del instante, una tónica opaca. Tirano Banderas remegía la boca:

—Muy buena observación, visto que usted más tarde había de arrugarse frente al tejado.

¿De qué familia es el chamaco?

—Hijo del difunto Doctor Rosales.

—¿Y está suficientemente dilucidada su simpatía con el utopismo revolucionario?

Convendría pedir un informe al Negociado de Policía. Cumplimente usted esa diligencia, Mayor del Valle. Teniente Morcillo, usted encárguese de tramitar las órdenes oportunas para la pronta captura del Coronel Domiciano de la Gándara. El Comandante de la Plaza que disponga la urgente salida de fuerzas con el objetivo de batir toda la zona. Hay que operar diligente. Al Coronelito, si hoy no lo cazamos, mañana lo tenemos en el campo insurrecto.

Teniente Valdivia, entérese si hay mucha caravana para audiencia.

Terminada la rasura de la barba, el fámulo tilingo le ayudaba a revestirse el levitón de clérigo. Los ayudantes, con ritmo de autómatas alemanes, habían girado, marcando la media vuelta, y salían por lados opuestos, recogiéndose los sables, sonoras las espuelas:

—¡Chac! ¡Chac!

El Tirano, con el sol en la calavera, fisgaba por los vidrios de la ventana. Sonaban las cornetas, y en la campa barcina, ante la puerta del convento, una escolta de dragones revolvía los caballos en torno del arqueológico landó con atalaje de mulas, que usaba para las visitas de ceremonia Niño Santos.

 

 

III

 

Con su paso menudo de rata fisgona, asolapándose el levitón de clérigo, salió al locutorio de audiencias Tirano Banderas:

—¡Salutem plurimam!

Doña Rosita Pintado, caído el rebozo, con dramática escuela, se arrojó a las plantas del Tirano:

—¡Generalito, no es justicia lo que se hace con mi chamaco!

Avinagró el gesto la momia indiana:

—Alce, Doña Rosita, no es un tablado de comedia la audiencia del Primer Magistrado de la Nación. Exponga su pleito con comedimiento. ¿Qué le sucede al hijo del lamentado Doctor Rosales? ¡Aquel conspicuo patricio hoy nos sería un auxiliar muy valioso para el sostenimiento del orden! ¡Doña Rosita, exponga su pleito!

—¡Generalito, esta mañana se me llevaron preso al chamaco!

—Doña Rosita, explíqueme las circunstancias de ese arresto.

—El Mayor del Valle venía sobre los pasos de un fugado.

—¿Usted le había dado acogimiento?

—¡Ni lo menos! Por lo que entendí, era su compadre Domiciano.

—¡Mi compadre Domiciano! Doña Rosita, ¿no querrá decir el Coronel Domiciano de la Gándara?

—¡Me tiraniza pidiéndome tan justa gramática!

—El Primer Magistrado de un pueblo no tiene compadres, Doña Rosita. ¿Y cómo en horas tan intempestivas la visita del Coronel de la Gándara?

—¡Un centellón, no más, mi Generalito! Entró de la calle y salió por la ventana sin explicarse.

—¿Y a qué obedece haber elegido la casa de usted, Doña Rosita?

—Mi Generalito, ¿y a qué obedece el sino que rige la vida?

—Acorde con esa doctrina, espere el sino del chamaco, que nada podrá sucederle fuera de esa ley natural. Mi señora Doña Rosita, me deja muy obligado. Me ha sido de una especial complacencia volver a verla y memorizar tiempos antiguos, cuando la festejaba el lamentado Laurencio Rosales. ¡Veo siempre en usted aquella cabalgadora del Ranchito de Talapachi!

Váyase muy consolada, que contra el sino de cada cual no hay poder suficiente para modificarlo, en lo limitado de nuestras voluntades.

—¡Generalito, no me hablés encubierto!

—Fíjese no más: El Coronel de la Gándara, hurtándose a la ley por una ventana, tramita todas las incidencias de este pleito, y en modo alguno podemos ya sustraernos a la actuación que nos deja pendiente. Mi señora Doña Rosita, convengamos que nuestra condición en el mundo es la de niños rebeldes que caminasen con las manos atadas, bajo el rebencazo de los acontecimientos. ¿Por qué eligió la casa de usted el Coronel Domiciano de la Gándara? Doña Rosita, excúseme que no pueda dilatar la audiencia, pero lleve mis seguridades de que se proveerá en justicia. ¡Y en últimas resultas, siempre será el sino de las criaturas quien sentencie el pleito! ¡Nos vemos!

Se apartó hecho un rígido espeto, y con austera seña de la mano llamó al ayudante cuadrado en la puerta:

—Se dan por finalizadas las audiencias. Vamos a Santa Mónica.

 

 

IV

 

La llama del sol encendía con destellos el arduo tenderete de azoteas, encastillado sobre la curva del Puerto. El vasto mar ecuatorial, caliginoso de tormentas y calmas, se inmovilizaba en llanuras de luz, desde los muelles al confín remoto. Los muros de reductos y hornabeques destacaban su ruda geometría castrense, como bulldogs trascendidos a expresión matemática.

Una charanga, brillante y ramplona, divertía al vulgo municipal en el quiosco de la Plaza de Armas. En la muda desolación del cielo, abismado en el martirio de la luz, era como una injuria la metálica estridencia. La pelazón de indios ensabanados, arrendándose a las aceras y porches, o encumbrada por escalerillas de iglesias y conventos, saludaba con una genuflexión el paso del Tirano. Tuvo un gesto humorístico la momia enlevitada:

—¡Chac! ¡Chac! ¡Tan humildes en la apariencia, y son ingobernables! No está mal el razonamiento de los científicos, cuando nos dicen que la originaria organización comunal del indígena se ha visto fregada por el individualismo español, raíz de nuestro caudillaje. El caudillaje criollo, la indiferencia del indígena, la crápula del mestizo y la teocracia colonial son los tópicos con que nos denigran el industrialismo yanqui y las monas de la diplomacia europea. Su negocio está en hacerle la capa a los bucaneros de la revolución, par arruinar nuestros valores y alzarse concesionarios de minas, ferrocarriles y aduanas... ¡Vamos a pelearles el gallo sacando de la prisión con todos los honores, al futuro Presidente de la República!

El Generalito rasgaba la boca con fasos teclados. Asentían con militar tiesura los ayudantes. La escolta dragona, imperativa de brillos y sones marciales, rodeaba el landó.

Apartábase la plebe con e temor de ser atropellada, y repentinos espacios desiertos silenciaban la calle. En el borde de la acera, el indio de sabanil y chupalla, greñudo y genuflexo, saludaba con religiosas cruces. Se entusiasmaban con vítores y palmas los billaristas asomados a la balconada del Casi no Español. La momia enlevitada respondía con cuáquera dignidad alzándose la chistera, y con el saludo militar los ayudantes.

 

 

V

 

El Fuerte de Santa Mónica descollaba el dramón de su arquitectura en el luminoso ribazo marino. Formaba el retén en la poterna. El Ti rano no movió una sola arruga de su mascara indiana para responde al saludo del Coronel Irineo Castañón —Pata de Palo—.

Inmovilizábase en un gesto de duras aristas, como los ídolos tallados en obsidiana:

—Qué calabozo ocupa Don Roque Cepeda?

—El número tres.

—Han sido tratados con toda la consideración que merecen tan ilustre patricio y sus compañeros? El antagonismo político dentro de la vigencia legal, merece todos los respetos del Poder Público. El rigor de las leyes ha de ser aplicado a los insurgentes en armas.

Aténgase a esta, instrucciones en lo sucesivo. Vamos a vernos con el candidato de las oposiciones para la Presidencia de la República. Coronel Castañón rompa marcha.

El Coronel giró con la mano en la visera, y su remo de palo, con tieso destaque, trazó la media vuelta en el aire: Puesto en marcha, a tilingo de las llaves en pretina, advirtió con marciales escandidos:

—Don Trinidad, vos nos precedes.

Corrió Don Trino con morisquetas quebradas por los juanetes Rechinaron cerrojos y gonces. Abierta la ferrona cancela, renovó e trote con sones y compases del pretino llavero:

Bailarín de alambre relamía gambetas sobre el lujo chafado de los charoles. El Coronel Irineo Castañón, al frente de la comitiva, marcaba el paso. ¡Tac! ¡Tac! Por bovedizos y galerías, apostillaba un eco el ritmo cojitranco de la pata de palo: ¡Tac! ¡Tac! El Tirano, raposo y clerical, arrugaba la boca entre sus ayudantes lagartijeros. Echó los bofes el Coronel Alcaide:

—¡Calabozo número tres!

Tirano Banderas, en el umbral, saludó, quitándose el sombrero, tendidos los ojos para descubrir a Don Roque. Todo aquel mundo carcelario estaba vuelto a la puerta, inmovilizado en muda zozobra. El Tirano, acostumbrada la vista a la media luz del calabozo, penetró por la doble hilera de hamacas. Extremando su rancia ceremonia, señalaba un deferente saludo al corro centrado por Don Roque Cepeda:

—Mi señor Don Roque, recién me entero de su detención en el fuerte. ¡Lo he deplorado!

Hágame el honor de considerarme ajeno a esa molestia. Santos Banderas guarda todos los miramientos a un repúblico tan ameritado, y nuestras diferencias ideológicas no son tan irreductibles como usted parece presuponerlo, mi Señor Don Roque. En todas las circunstancias usted representa para mí, en el campo político, al adversario que, consciente de sus deberes ciudadanos, acude a los comicios y riñe la batalla sin salirse fuera de la Carta Constitucional. Notoriamente, he procedido con el mayor rigor en las sumarias instruidas a los aventureros que toman las armas y se colocan fuera de las leyes. Para esos caudillos que no vacilan en provocar una intervención extranjera, seré siempre inexorable, pero esta actuación no excluye mi respeto y hasta mi complacencia para los que me presentan batalla amparados en el derecho que les confieren las leyes. Don Roque, en ese terreno deseo verle a usted, y comienzo por decir-le que reconozco plenamente su patriotismo, que me congratula la generosa intención de su propaganda por tonificar de estímulos ciudadanos a la raza indígena. Sobre este tópico aún hemos de conversar, pero horita sólo quiero expresarle mis excusas ante el lamentado error policial, originándose que la ergástula del vicio y de la corrupción se vea enaltecida por el varón justo de que nos habla el latino Horacio.

Don Roque Cepeda, en la rueda taciturna de sus amigos incrédulos, se iluminaba con una sonrisa de santo campesino, tenía un suave reflejo en las bruñidas arrugas:

—Señor General, perdóneme la franqueza. Oyéndole me parece escuchar a la Serpiente del Génesis.

Era de tan ingenua honradez la expresión de los ojos y el reflejo de la sonrisa en las arrugas, que excusaban como acentos benévolos la censura de las cláusulas. Tirano Banderas inmovilizaba las aristas de su verde mueca:

—Mi Señor Don Roque, no esperaba de su parte esa fineza. De la mía propositaba ofrecerle una leal amistad y estrechar su mano, pero visto que usted no me juzga sincero, me limito a reiterarle mis excusas.

Saludó con la castora, y, apostillado por los dos ayudantes, se di-rigió a la puerta.

 

 

VI

 

Entre la doble fila de hamacas saltó, llorón y grotesco, el Licenciado Veguillas:

—¡Cuá! ¡Cuá!

La momia remegió la boca:

—¡Macaneador!

—¡Cuá! ¡Cuá!

—No seas payaso.

—¡Cuá! ¡Cuá!

—Que no me divierte horita esa bufonada.

—¡Cuá! ¡Cuá!

—Tendré que apartarle con la punta de la boca.

—¡Cuá! ¡Cuá!

El Licenciadito, recogida la guayabera en el talle, terco, llorón, saltaba en cuclillas, inflada la máscara, el ojo implorante:

—¡Me sonroja verle! Sus delaciones no se redimen cantando la rana.

—Mi Generalito es un viceversa magnético.

Tirano Banderas, con la punta de la bota, le hizo rodar por delante del centinela, que, pegado al quicio de la puerta, presentaba el arma:

—Voy a regalarle un gorro de cascabeles.

—¡Mi Generalito, para qué se molesta!

—Se presentará con él a San Pedro. Ándele no más, le subo en mi carruaje a los Mostenses. No quiero que se vaya al otro mundo descontento de Santos Banderas. Me conversará durante el día, ya que tan pronto dejaremos de comunicarnos. Posiblemente le alcanza una sentencia de pena capital. Licenciadito, por qué me ha sido tan pendejo? ¿Quién le inspiró la divulgación de las resoluciones presidenciales? ¿A qué móviles ha obedecido tan vituperable conducta? ¿Qué cómplices tiene? Hónreme montando en mi carruaje y tome luneta a mi diestra. Todavía no ha recaído sentencia sobre su conducta y no quiero prejuzgar su delincuencia.

 © Gonzalo Díaz Migoyo 2011